—¡Quieto ahí! ¡Manos arriba!

El guardia del supermercado corrió hacia el adolescente que salía corriendo con una mochila. Lo alcanzó cerca del estacionamiento y lo empujó contra la pared. Unas mandarinas rodaron por el suelo.

—¿Otra vez tú, Mateo? —dijo el gerente, llegando con cara de fastidio.

—Solo eran frutas… —murmuró el chico, sin levantar la mirada.

—Las cámaras te grabaron. Esta vez llamaremos a la policía.

—Hágalo —dijo Mateo, cruzando los brazos.

Una mujer, testigo de la escena, se acercó. Era Teresa, bibliotecaria jubilada del barrio.

—¿Qué robó? —preguntó.

—Mandarinas —dijo el gerente con sorna—. Pero lo ha hecho otras veces: pan, leche, una vez arroz. Siempre comida.

—¿Y cuántos años tiene?

—Catorce. Pero ya está crecidito para saber lo que está bien y lo que está mal.

Teresa miró a Mateo. Tenía los ojos de un niño que ya no esperaba nada bueno del mundo.

—¿Puedo hablar con él un momento? —pidió.

El gerente resopló.

—Un minuto. Pero de aquí no se va sin que venga la policía.

Teresa se arrodilló frente a Mateo.

—¿Dónde están tus padres?

—Mi madre trabaja doble turno. Mi padre… se fue. Tengo dos hermanos chicos. No siempre hay para todos. Hoy tocaba que yo no comiera.

—¿Y por qué no pediste ayuda?

—Porque cuando pides, te miran peor que cuando robas.

Teresa cerró los ojos un momento. Se levantó, fue al gerente y dijo:

—Voy a pagar todo lo que haya robado este niño. Desde el primer día. Guarde el recibo. Y también voy a poner un cartel en la biblioteca.

—¿Qué cartel?

—Uno que diga: “Si tienes hambre, ven. Hay pan y libros”.

El gerente se burló.

—¿Pan y libros? ¿Cree que eso va a cambiar algo?

—No. Pero va a cambiar a alguien.

Esa semana, Teresa comenzó a recibir donaciones de vecinos: frutas, legumbres, incluso fiambreras con comida casera. Colocó una pequeña mesa en la entrada de la biblioteca: “Comida para quien lo necesite. Sin preguntas”.

Mateo volvió. No a robar. Sino a leer. A compartir. A ayudar.

Un día, le dijo a Teresa:

—¿Sabe qué me dio más vergüenza?

—¿El robo?

—No. La mirada de la gente. Como si yo no mereciera ni un bocado. Como si tener hambre fuera un crimen.

Teresa le acarició el cabello.

—Lo criminal es que permitamos que un niño sienta eso.

Años después, Mateo fue invitado a una entrevista. Había conseguido una beca y estudiaba trabajo social.

Le preguntaron qué lo inspiró.

—Una mesa con pan. Y una mujer que no me preguntó por qué tenía hambre… solo me ofreció comida y un libro.