📻 La Radio del Abuelo

—Abuelo, ¿por qué nunca tiras esa radio vieja? Ya no sirve —preguntó Mateo, mientras señalaba una radio de madera con perillas oxidadas, arrinconada sobre una mesa.

El abuelo sonrió sin contestar. Como si esa pregunta ya la hubiera escuchado antes. Y sí. Era la misma que su hija, su esposa y ahora su nieto le habían hecho durante los últimos cuarenta años.

—Porque esa radio fue mi escuela, mi iglesia y mi mejor amigo —respondió, acariciando con los dedos la carcasa polvorienta.

Mateo tenía 12 años y siempre había creído que los objetos viejos eran solo basura esperando su turno para desaparecer. Pero esa tarde, por alguna razón, quiso escuchar la historia.

—¿Y qué escuchabas en ella?

—Todo. Las noticias del mundo, radionovelas, partidos de fútbol… pero sobre todo, escuchaba mi voz —dijo el abuelo, con los ojos entrecerrados.

—¿Tu voz?

—Sí. Cuando tenía tu edad, me grababa con cintas. Hacía programas falsos, entrevistaba a mis vecinos, leía cuentos. Soñaba con ser locutor. La radio era mi universo cuando el mundo real me quedaba grande.

Mateo se quedó en silencio. Nunca había visto así al abuelo. Hasta ese momento, solo era un anciano gruñón que siempre repetía las mismas frases. Pero ahora lo miraba diferente. Como si, detrás de sus canas, viviera un niño todavía.

—¿Y por qué dejaste de ser locutor?

El abuelo suspiró.

—Mi padre murió joven. Tuve que trabajar. Primero en una panadería, luego como portero. La radio quedó guardada, pero yo… nunca dejé de hablarle en secreto.

Mateo se levantó, fue al trastero y volvió con un destornillador, cables y una linterna.

—¿Qué haces? —preguntó el abuelo.

—Voy a intentar arreglarla. Tal vez no funcione, pero si de verdad fue tu mejor amigo… merece que alguien lo intente.

Durante tres tardes seguidas, Mateo trabajó sobre la mesa con cuidado. Soldó cables, limpió contactos, cambió una resistencia. El abuelo lo observaba desde su sillón, sin interrumpir. Solo con una sonrisa que contenía todas las emociones de un pasado vivo.

Al cuarto día, mientras conectaban la radio a la corriente, Mateo murmuró:

—¿Y si no suena?

—Entonces será un hermoso intento, hijo.

Mateo giró la perilla. Un crujido. Silencio. Y luego… una voz rasposa, de fondo.

—¡Funciona! —gritó, abrazando al abuelo.

La radio sonaba bajito, pero lo suficiente como para llenar la habitación con magia.

—Gracias —dijo el abuelo con lágrimas en los ojos.

Esa noche, Mateo no durmió en su cuarto. Se quedó junto a su abuelo, los dos escuchando la radio como si el tiempo hubiera dado la vuelta.

—¿Sabes qué, abuelo? —dijo antes de dormirse—. Cuando yo sea grande, quiero contar historias. Como tú.

El abuelo le acarició el pelo.

—Entonces grábate. Usa tu móvil. O esta radio. Pero nunca dejes de hablarle al mundo, aunque parezca que nadie escucha.

Mateo asintió con los ojos cerrados, mientras la radio seguía murmurando canciones viejas que hablaban de un tiempo donde todo era posible.


Epílogo

Pasaron los años. La radio siguió en el mismo rincón de la casa, con las marcas del tiempo, pero ahora brillaba con un nuevo significado. Ya no era un aparato viejo y olvidado: era el puente entre un sueño perdido y otro que estaba naciendo.

Mateo creció. Con el mismo entusiasmo con el que de niño había abierto la radio, comenzó a grabar su voz, primero en el móvil, luego en un micrófono barato que compró con sus ahorros. Subía historias a internet, inventaba relatos, entrevistaba a sus compañeros.

Cada vez que lo hacía, el abuelo escuchaba en silencio desde la otra habitación. Y sonreía.
En la voz de su nieto reconocía la suya propia, esa que la vida le obligó a callar.

Una tarde, Mateo le llevó unos auriculares.

—Escucha, abuelo. Es mi primer programa en línea.

El anciano los puso, y de inmediato se oyó la voz firme de su nieto contando historias. No era solo un sonido: era una herencia hecha de palabras, un sueño que se negaba a morir.

—¿Lo ves? —dijo Mateo—. La radio no está muerta. Vive en mí.

El abuelo, con los ojos húmedos, acarició la vieja carcasa de madera.

—Entonces ya puedo descansar tranquilo. Mi mejor amigo encontró un nuevo dueño.

Y esa noche, mientras las ondas invisibles seguían viajando por el aire, dos generaciones quedaron unidas para siempre por un mismo latido: la certeza de que los sueños pueden callarse un tiempo… pero nunca se apagan del todo.