ESCLAVO CASTRÓ ALMO Y SUS DESCENDIENTES DURANTE 30 AÑOS POR VENGANZA
La mano de Esteban temblaba, no de miedo, de anticipación. Llevaba 30 años esperando este momento, 30 años planeando cada detalle, 30 años fingiendo ser el esclavo leal, el herrero confiable, el negro manso que nunca causaba problemas. Y ahora, finalmente tenía al último de ellos, don Rodrigo Méndez de Solís, el nieto menor del hombre que lo había destruido, yacía inconsciente sobre la mesa de su taller. El vino que Esteban le había servido contenía suficiente belladona para mantenerlo dormido por 2 horas, más
que tiempo suficiente. Esteban miró al joven de 22 años, tan parecido a su abuelo, la misma mandíbula cuadrada, la misma nariz recta, los mismos ojos que 30 años atrás lo habían mirado sin compasión mientras ordenaban su castración pública. Tomó sus herramientas de herrero, las mismas herramientas que había usado con el abuelo, con los cuatro tíos, con los seis primos mayores.
Rodrigo era el último, el último hombre de la familia Méndez de Solís, el último que podría continuar el linaje. Esteban sonrió. No fue una sonrisa de alegría, fue la sonrisa de un hombre que está a punto de completar la obra de su vida. Tu abuelo me quitó mi futuro”, susurró inclinándose sobre el cuerpo inconsciente. “Yo le quité el suyo.
Tu padre, tus tíos, tus primos, todos ellos, todos pagaron por lo que me hizo.” Desató los pantalones del joven con movimientos precisos, practicados. Había esto 11 veces antes. Sabía exactamente cómo hacerlo para que sobrevivieran. Porque la muerte hubiera sido demasiado misericordiosa. Quería que vivieran.
Quería que sintieran la pérdida, quería que supieran lo que era ser menos que un hombre. levantó el cuchillo. La hoja brillaba la luz de las velas del taller. En unos segundos todo habría terminado. 30 años de paciencia, 30 años de fingir, 30 años de planear cada movimiento. Y entonces Rodrigo abrió los ojos.
Pero antes de saber qué pasó en ese taller, antes de entender cómo un hombre puede dedicar tres décadas completas a una venganza tan calculada, necesitas conocer el principio. Necesitas saber qué le hicieron a Esteban hace 30 años. Necesitas entender por qué un esclavo pacífico se convirtió en el asesino más paciente de la historia. Porque esta historia no comienza con un cuchillo en la mano, comienza con un joven de 20 años que cometió el error de enamorarse.
Haciendas la Providencia, cerca de Aguas Calientes, año de 1773. Esteban no había nacido esclavo. Esa es la parte que hace esta historia aún más cruel. Nació libre, hijo de un herrero mulato que había comprado su libertad años atrás. Creció aprendiendo el oficio de su padre en un pequeño taller en Aguas Calientes. Tenía 20 años cuando llegó a la Hacienda la Providencia.
No como esclavo, como trabajador contratado. El hacendado don Germán Méndez de Solís, necesitaba un herrero para su hacienda que producía trigo y ganado. Le ofreció a Esteban 3 pesos a la semana, comida y alojamiento. Era un buen trato. Esteban aceptó. No sabía que estaba entrando a un infierno del que no saldría jamás como el mismo hombre.
Don Germán Méndez de Solís tenía 52 años. Era viudo. Su esposa había muerto de fiebre tifoidea dos años antes. Tenía cuatro hijos varones, todos adultos, todos trabajando en la administración de la hacienda. Y tenía una hija, su única hija, la menor de sus cinco hijos, Elena, 18 años. Elena Méndez de Solí era, según los estándares de la época, una señorita de buena familia, educada por monjas, católica devota, destinada a casarse con algún hijo de hacendado de la región. Pero Elena tenía algo que la diferenciaba de otras señoritas de su
clase. Tenía curiosidad. Le gustaba leer libros prohibidos que su hermano mayor traía de la Ciudad de México. Le gustaba hacer preguntas incómodas sobre por qué algunas personas podían ser dueñas de otras y le gustaba visitar el taller del herrero nuevo. Al principio eran visitas inocentes. Elena llegaba con el pretexto de necesitar que le arreglaran algo.
Un candado roto, una bisagra floja. se quedaba mirando a Esteban trabajar. Él era alto, de piel oscura, con manos fuertes de trabajar el fierro desde niño. Hablaba poco, era educado, pero distante. Sabía cuál era su lugar. Pero Elena seguía viniendo. Y empezaron a hablar al principio de cosas simples, del clima, del trabajo, de la ciudad de donde Esteban venía.
Luego de cosas más profundas, de libros, de ideas, de sueños, Elena le preguntaba qué pensaba sobre la libertad, sobre la justicia, sobre si Dios realmente quería que unas personas fueran dueñas de otras. Y Esteban, que al principio respondía con evasivas, empezó a abrirse, a compartir sus pensamientos, a hablar con ella como nunca había hablado con nadie.
Pasaron tres meses y lo inevitable sucedió. Se enamoraron. No fue algo dramático, no hubo declaraciones grandilocuentes. Fue algo que sucedió lentamente, como el fierro que se calienta poco a poco hasta brillar al rojo vivo. Una tarde, mientras Elena observaba a Esteban forjar una herradura, sus manos se rozaron. No fue accidental. Ella lo miró.
Él la miró y en ese momento ambos supieron que estaban cruzando una línea que no debían cruzar. Empezaron a verse en secreto. Ella salía de la casa grande después de que todos dormían. Cruzaba el patio en silencio. Llegaba al taller donde Esteban la esperaba. Hablaban por horas. A veces solo se miraban, a veces se tomaban de las manos. Y sí.
Eventualmente se besaron. Esteban sabía que era una locura. Sabía que si los descubrían lo matarían o algo peor. Pero tenía 20 años. Estaba enamorado y Elena le hacía sentir por primera vez en su vida que tal vez el mundo podría ser diferente. Fueron cuidadosos, muy cuidadosos. Durante 4 meses, nadie sospechó nada.
Hasta que Juan, uno de los hermanos mayores de Elena, salió una noche a fumar un puro y vio a su hermana saliendo del taller del herrero. Vio como Esteban la despedía en la puerta. Vio el beso. Lo que pasó después fue brutal y rápido. Juan corrió a despertar a su padre. Don Germán bajó con sus otros tres hijos. Entraron al taller como una tromba.
Encontraron a Esteban todavía parado en la puerta con una sonrisa en los labios pensando en Elena. Esa sonrisa le costó todo. Los cuatro hermanos lo agarraron, lo tiraron al suelo, empezaron a golpearlo. ¿Qué le hiciste a mi hermana? Gritaba Juan mientras le pateaba las costillas. ¿Qué le hiciste, negro hijo de [ __ ] Nada, intentó decir Esteban escupiendo sangre.
Solo hablábamos solo. Mentiroso. Don Germán los detuvo, no por compasión, sino porque tenía preguntas. Se arrodilló junto a Esteban. le agarró la cara con una mano. “Dime la verdad”, dijo con voz helada. “¿Tocaste a mi hija?” “No, señor, solo hablábamos. Le juro que la besaste.” Esteban dudó un segundo de más. Fue suficiente. Don Germán se puso de pie, se giró hacia sus hijos.
“Tráiganme a Elena. Ahora la trajeron a rastras. Ella venía llorando, suplicando, intentando explicar. Padre, por favor, escúchame. No pasó nada malo, solo hablábamos de la bofetada de don Germán. La cayó. ¿Te tocó?, preguntó con voz temblorosa de furia. No, padre, yo responde. Solo nos besamos, gritó Elena llorando. Eso fue todo. No hicimos nada más.
El silencio que siguió fue terrible. Don Germán miró a su hija, luego miró a Esteban, luego volvió a mirar a su hija. “Llévensela”, dijo finalmente. “Enciérrenla en su habitación. Mañana la enviaremos al convento de Zacatecas. Pasará el resto de su vida pagando por esta vergüenza.” Elena gritó, intentó resistirse.

Sus hermanos la arrastraron de vuelta a la casa. Esteban intentó levantarse. Por favor, don Germán, fue mi culpa. Ella no. Cállate, dijo don Germán. Se giró hacia sus tres hijos que quedaban. Convoquen a todos. Esclavos, trabajadores, criados, todos. Mañana al mediodía en el patio central habrá una lección que nadie olvidará.
Y así fue como Esteban, un hombre libre que había cometido el único crimen de enamorarse de la mujer equivocada, descubrió que su vida estaba a punto de cambiar para siempre. El día siguiente amaneció claro, cielo azul, sol brillante, un día hermoso que contrastaba obscenamente con lo que estaba por pasar. Esteban pasó la noche encadenado en el establo. No pudo dormir.
Cada vez que cerraba los ojos, veía la cara de Elena llorando mientras se la llevaban. A las 11 de la mañana vinieron por él. Lo arrastraron al patio central. Ahí estaban todos, más de 200 personas, esclavos, trabajadores libres, criados, capataces, todos obligados a presenciar.
En el centro del patio habían construido una plataforma de madera y en esa plataforma un poste con cadenas. Don Germán estaba parado junto a la plataforma, vestido completamente de negro, sus cuatro hijos a su lado. Subieron a Esteban a la plataforma, lo encadenaron al poste. Don German levantó la voz. Este hombre, dijo señalando a Esteban, cometió un crimen imperdonable.
se atrevió a tocar a una mujer de mi familia, una mujer blanca, una señorita de buena cuna. Esteban intentó hablar, eso no es. Un golpe en la boca lo cayó. Por este crimen continuó don Germán, merece la muerte, pero la muerte sería demasiado rápida, demasiado misericordiosa. Hizo una seña. Uno de sus hijos subió a la plataforma. Traía un brasero con carbones ardiendo y herramientas de hierro.
Herramientas que Esteban reconoció eran suyas de su propio taller. Van a usar sus propias herramientas para castrarlo”, dijo don Germán mirándolo directamente para que nunca pueda tocar a otra mujer, para que nunca pueda tener hijos, para que pase el resto de su miserable vida sabiendo lo que perdió. El pánico real llegó. Entonces Esteban empezó a forcejear contra las cadenas.
No, por favor, no hice nada malo, solo la besé. Eso fue todo. Fue suficiente, dijo don Germán con frialdad. Dos hombres más subieron. Le arrancaron la ropa a Esteban. Lo dejaron completamente desnudo frente a 200 personas. La humillación era parte del castigo. Esteban lloró no de dolor todavía, de vergüenza, de terror, de impotencia absoluta. Elena gritó hacia la casa grande.
Elena, lo siento, lo siento mucho. Pero Elena no podía oírlo. estaba encerrada en su habitación golpeando la puerta, gritando que la dejaran salir, que detuvieran esto. Nadie la escuchó. El hijo mayor de don Germán calentó las herramientas en el brasero. Esperó hasta que el metal brillara al rojo vivo. Luego se acercó a Esteban.
Esto te va a doler, dijo con una sonrisa. Te va a doler más de lo que puedas imaginar. Y quiero que recuerdes, esto es lo que le pasa a los negros que olvidan su lugar. Y entonces empezó. Los gritos de Esteban se escucharon en toda la hacienda. Gritos que no sonaban humanos. Gritos de un animal siendo destrozado. El olor a carne quemada llenó el aire. Duró 15 minutos.
15 minutos que para Esteban fueron una eternidad. Cuando terminó, lo dejaron colgando de las cadenas, sangrando, semiinconsciente, destruido. Ahora dijo don Germán a la multitud silenciosa, este hombre ya no es libre. Como castigo adicional por su crimen, lo declaro mi propiedad, mi esclavo trabajará en esta hacienda hasta el día de su muerte.
Y cada vez que lo vean, recordarán lo que le pasa a quien se atreve a desafiar el orden natural de las cosas. Lo bajaron de la plataforma, lo arrastraron de vuelta al establo, lo tiraron sobre la paja sucia y ahí se quedó. durante tres días entre la vida y la muerte con fiebre, delirando, deseando morir, pero no murió, sobrevivió.
Y mientras ycía ahí, en medio de la agonía y la fiebre, algo dentro de él cambió. Algo se rompió y algo más oscuro, algo más frío, algo más paciente nació en su lugar. ¿Quieres saber cómo un hombre roto planea la venganza más meticulosa de la historia? ¿Quieres entender cómo pasó de ser una víctima convertirse en el verdugo más paciente que México haya conocido? Suscríbete ahora porque lo que viene después es la transformación más oscura que verás.
30 años de fingir, 30 años de esperar, 30 años para destruir un linaje completo. Esteban tardó dos meses en poder caminar de nuevo. Las heridas físicas sanaron lentamente. Las heridas del alma nunca sanaron, simplemente se convirtieron en otra cosa, en combustible. Elena fue enviada al convento de Zacatecas una semana después de la castración. Esteban nunca la volvió a ver.
Nunca supo si ella pensó en él, si lloró por él, si lo culpó o si se culpó a sí misma. Solo supo años después que murió en el convento a los 32 años. De tristeza, decían las monjas. El corazón simplemente se le paró una noche mientras dormía. Pero eso fue después.
En ese momento, mientras Esteban aprendía a vivir con su nuevo cuerpo mutilado, con su nuevo estatus de esclavo, con su nueva realidad, empezó a pensar. Al principio solo pensaba en morir, pensaba en cómo acabar con todo, en colgarse, en cortarse las venas, en simplemente dejar de comer hasta que el cuerpo se rindiera. Pero algo lo detuvo. No fue esperanza. La esperanza había muerto en esa plataforma.
Fue odio, un odio tan puro, tan concentrado, tan absoluto, que le dio una razón para seguir viviendo. Don Germán y sus hijos le habían quitado todo, su libertad, su dignidad, su cuerpo, su futuro, la mujer que amaba. Y Esteban decidió que les iba a cobrar, pero no podía ser impulsivo, no podía simplemente atacarlos, lo matarían en el acto.
Tenía que ser inteligente, tenía que ser paciente, tenía que esperar el momento perfecto y entonces se dio cuenta de algo. Don Germán lo había condenado a ser su esclavo de por vida. Lo había obligado a quedarse en la hacienda. Lo había puesto a trabajar de nuevo en el taller de herrería. Sin darse cuenta, le había dado exactamente lo que necesitaba: tiempo, acceso y la confianza que viene de creer que alguien está completamente destruido.
Esteban empezó a planear, pero no un plan simple, no una venganza rápida. planeó algo mucho más elaborado, algo que tomaría años, décadas tal vez. Planeó destruir lo que don Germán más valoraba, su linaje. Don Germán tenía cuatro hijos varones. Esos cuatro hijos eventualmente tendrían sus propios hijos y el apellido Méndez de Solís continuaría por generaciones, a menos que Esteban hiciera algo al respecto.
Su plan era simple en concepto, pero requeriría paciencia infinita en ejecución. Castrar a todos los hombres de la familia Méndez de Solís, uno por uno, con años de diferencia entre cada uno. Hacer que pareciera accidente o enfermedad, nunca dejar que sospecharan que estaban siendo casados. Y cuando llegara al último, cuando el linaje estuviera a punto de extinguirse, entonces revelaría la verdad.
Entonces les diría que fue él. que todo había sido venganza por lo que le hicieron 30 años atrás. Era un plan loco, un plan que requeriría décadas de fingir, de actuar como el esclavo perfecto, el herrero confiable, el negro manso que había aprendido su lección. Pero Esteban ya no era el joven de 20 años que se había enamorado de Elena.
Ese hombre había muerto en la plataforma. El que quedó era otra cosa, algo más frío, algo más peligroso, algo capaz de esperar 30 años. Y así comenzó. Pasaron 3 años antes de que Esteban hiciera su primer movimiento. 3 años de comportamiento perfecto, de trabajar sin quejarse, de agachar la cabeza, de decir sí, señor, a todo, de ser invisible.
Don Germán y sus hijos dejaron de prestarle atención. se convirtió en parte del paisaje. El herrero esclavo que arreglaba las herraduras, reparaba las rejas, forjaba los clavos. Útil, callado, inofensivo, exactamente lo que Esteban necesitaba que pensaran. Durante esos tres años estudió, observó, aprendió. Aprendió los horarios de la familia, sus rutinas, sus hábitos. sus debilidades.
Aprendió que Juan, el hijo mayor bebía demasiado cada noche, que Pedro el segundo visitaba el burdel de Aguas Calientes todos los viernes, que Miguel el tercero tenía una amante secreta en un rancho cercano, que Antonio, el menor apostaba en peleas de gallos. Aprendió quién era vulnerable, cuándo, cómo.
Y entonces, en el verano de 1776 hizo su primer movimiento. Su objetivo fue don Germán, el patriarca, el hombre que había ordenado su castración. Don Germán tenía entonces 55 años. Su salud empezaba a declinar, le dolían las articulaciones, se cansaba fácilmente. Una tarde, don Germán pidió que Esteban fuera a su habitación.
Necesitaba que reparara la cerradura de un baúl. Esteban subió con sus herramientas. Mientras trabajaba en la cerradura, don Germán se sirvió un vaso de Brandy. Se sentó en su sillón favorito. Ni siquiera miraba a Esteban. Para él era como si un mueble estuviera ahí. Esteban terminó de reparar la cerradura, se levantó, recogió sus herramientas.
Ya está, patrón”, dijo con voz humilde. Don Germán ni siquiera asintió, solo hizo un gesto con la mano para que se fuera. Esteban salió de la habitación, pero había dejado algo. En el brandy de don Germán, mientras el viejo no miraba, había dejado caer tres gotas. Tres gotas de un aceite que había extraído de semillas de risino. No era suficiente para matar.
Esteban no quería que muriera. Todavía no, pero era suficiente para causar dolor, mucho dolor. Esa noche, don Germán empezó con calambres abdominales. Luego vino la diarrea, luego los vómitos. Para la mañana estaba débil, deshidratado, gritando de dolor. Llamaron al médico de Aguas Calientes. El doctor examinó a don Germán y diagnosticó cólico intestinal.
Le receptó reposo y dieta blanda. Los síntomas duraron 3 días, luego desaparecieron. Todos asumieron que había sido algo que comió, una mala digestión, cosas que pasan. Nadie sospechó nada. Esteban esperó dos meses, luego lo hizo de nuevo y otra vez dos meses después, durante un año, don Germán sufrió episodios misteriosos de dolor abdominal, cada vez más severos, cada vez más frecuentes. Los médicos no entendían qué le pasaba.
probaron diferentes tratamientos, sangrías, purgas, nada funcionaba. Don Germán empezó a debilitarse. Perdió peso, perdió fuerza. Y una noche, después de un ataque particularmente severo, don Germán tuvo una fiebre alta, deliraba, pedía agua. Esteban fue uno de los que subió con una jarra de agua fresca del pozo.
En esa agua había puesto algo más que aceite de risino. Había puesto polvo de vidrio, finamente molido, invisible en el agua. Don Germán bebió el agua con desesperación. A la mañana siguiente empezó a sangrar internamente. Murió dos días después en agonía, confundido, sin entender qué le había pasado.
El médico declaró que había sido un mal de intestinos común en hombres de su edad, una tragedia pero natural. El funeral fue grande. Vinieron ascendados de toda la región. Lloraron la muerte de don Germán Méndez de Solís. Hablaron de qué buen hombre había sido, qué buen cristiano. Esteban estuvo ahí parado atrás con los otros esclavos con la cabeza agachada, pero por dentro sonreía.
Uno de cinco. Con don Germán muerto, la hacienda pasó a manos de sus cuatro hijos. La dividieron en partes iguales. Cada uno se quedó con una sección. Esteban fue asignado a trabajar principalmente para Juan, el hijo mayor, que se quedó con la casa principal. Perfecto. Juan tenía entonces 32 años.
Estaba casado, tenía dos hijos pequeños y su esposa estaba embarazada del tercero. Era un borracho. Cada noche bebía hasta perder el sentido. Era violento con su esposa, cruel con los esclavos. Esteban lo observó durante meses. Estudió sus patrones, sus debilidades. Juan tenía un caballo favorito, un semental negro que montaba todos los días. Era su orgullo.
Esteban era el encargado de herrar a todos los caballos de la hacienda. Una tarde, mientras cerraba el semental de Juan, hizo un pequeño ajuste. Dejó uno de los clavos un poco más largo de lo normal, apenas 1 milro, invisible, pero suficiente. Al principio no molestaba al caballo, pero con el tiempo, con el trote, con el peso del jinete, el clavo empezaría a presionar, a lastimar.
Dos semanas después, Juan montó su caballo para ir a Aguas Calientes. Iba borracho, como siempre. A mitad del camino, el caballo sintió el dolor del clavo. Se asustó, se paró en dos patas. Juan, borracho y con malas reflejos, cayó. No fue una caída normal. Su pie se atoró en el estribo.
El caballo asustado corrió. Arrastraron a Juan por casi un kilómetro. Cuando finalmente lo encontraron, estaba vivo, pero apenas tenía la pierna derecha destrozada, tres costillas rotas, la cabeza abierta y algo más. La caída y el arrastre lo habían golpeado justo entre las piernas. El daño ahí había sido particularmente severo.
El médico hizo lo que pudo, salvó su vida, pero cuando examinó las lesiones en la ingle, negó con la cabeza. “Lo siento”, le dijo a la esposa de Juan, “El daño es demasiado severo. Su esposo, su esposo ya no podrá tener más hijos.” Juan sobrevivió, pero estaba efectivamente castrado. No podía funcionar como hombre. La vergüenza fue terrible.
Empezó a beber aún más. Se volvió más violento. Su esposa lo dejó y se fue con sus hijos de vuelta con su familia en México. Juan murió 5 años después. solo, amargado, alcoholizado. Dos de cinco. Esteban esperó 2 años antes de ir por el siguiente. Pedro, el segundo hijo, tenía 30 años. Estaba casado, también tenía un hijo.
Pedro visitaba el burdel de Aguas Calientes religiosamente todos los viernes. Siempre la misma chica, una mulata llamada Rosa. Esteban conocía a Rosa atrás, cuando todavía podía, había ayudado a la madre de Rosa con unas reparaciones. La mujer lo recordaba con cariño. Esteban fue a visitarla. Le contó una historia.
Le dijo que Pedro lo había golpeado sin razón, que necesitaba vengarse, pero de forma sutil. Le dio a la madre de Rosa un pequeño frasco. Contenía un uno. “Dile a tu hija que se ponga esto”, le dijo antes de estar con Pedro. No le hará daño a ella, pero a él a él le causará una infección. La madre aceptó. Quería ayudar al hombre que había sido amable con ellas.
Rosa usó el unüento. No sabía exactamente qué contenía, pero confiaba en su madre. El ungüento contenía esporas de un hongo, un hongo que causa infecciones severas en áreas húmedas y cálidas. Pedro empezó a sentir molestias una semana después. ardor, comezón, luego dolor. No fue al médico de inmediato. Le daba vergüenza.
Sabía que había contraído algo en el burdel. Para cuando finalmente buscó ayuda, la infección se había extendido. El médico intentó tratarlo. Lavados, unüentos, sangrías. Nada funcionó. La infección empeoró. se volvió gangrenosa. [Música] El médico tuvo que amputar. Pedro sobrevivió, pero quedó castrado, mutilado. Se volvió un ermitaño. Se encerró en su parte de la hacienda.
Raramente salía. Su esposa lo soportó por un tiempo, pero eventualmente ella también se fue. Tres de cinco. ¿Crees que alguien ya sospechaba? ¿Piensas que después de dos accidentes tan específicos la familia empezaba a notar un patrón? La verdad es que sí.
Y lo que pasó cuando empezaron a sospechar hace que esta historia se vuelva aún más oscura. Suscríbete ahora para no perderte cómo Esteban esquivó las sospechas y continuó su cacería durante dos décadas más porque la paciencia de este hombre no tenía límites. Miguel y Antonio, los dos hermanos menores, no eran tontos. Después de lo que le pasó a Juan y luego a Pedro, empezaron a hablar entre ellos en voz baja, en privado.
¿No te parece extraño?, preguntó Miguel una noche mientras bebían Brandy en la biblioteca. Padre murió de un mal intestinal. Juan se cae del caballo y queda así. Y ahora Pedro con esa infección. Son coincidencias”, dijo Antonio, pero no sonaba convencido. “Tres coincidencias.” Miguel se inclinó hacia delante.
Tres coincidencias que afectan específicamente a los hombres de nuestra familia y todas relacionadas con No terminó la frase, pero ambos sabían de qué hablaba. “¿Crees que alguien nos está atacando?”, preguntó Antonio en voz baja. No lo sé, pero voy a averiguarlo. Miguel empezó a investigar. Interrogó a los esclavos, a los trabajadores, a los criados.
preguntó si alguien había notado algo extraño, si alguien tenía rencores, si alguien actuaba sospechoso, nadie dijo nada útil, o al menos eso parecía. Pero una de las criadas viejas, una mujer que había trabajado en la hacienda por 40 años, se acercó a Miguel en privado. “Señorito,” dijo en voz baja.
No sé si significa algo, pero ¿qué se acuerda del herrero? Esteban. Miguel frunció el seño. El que mi padre mandó castrar hace hizo cuentas mentales hace 10 años. 11 corrigió la criada. Él estuvo presente en todos los incidentes. Erró el caballo de don Juan justo antes de su caída.
visitó a la familia de esa chica del burdel semanas antes de que don Pedro enfermara. Miguel se quedó en silencio por un momento. Estás insinuando que un esclavo, un esclavo castrado, está vengándose? La criada agachó la cabeza. No insinúo nada, señorito. Solo le digo lo que he visto. Miguel despidió a la mujer, pero la semilla de la sospecha había sido plantada. Esa noche habló con Antonio.
El herrero. Dijo, “Esteban, ¿te acuerdas de él?” El que padre castigó por tocar a Elena. Antonio asintió. Claro. ¿Por qué? ¿No te parece conveniente que todo esto empezara después de que padre lo castrara? Antonio lo miró fijamente. ¿Crees que él? No sé, pero voy a averiguarlo. Al día siguiente, Miguel mandó llamar a Esteban.
Esteban llegó al estudio con la cabeza agachada, humilde, respetuoso. Me mandó llamar, patrón. Miguel lo observó cuidadosamente. Buscaba alguna señal, algún indicio de culpa, de odio. Pero Esteban era perfecto. 11 años de práctica lo habían convertido en un actor consumado. “Esteban,”, dijo Miguel lentamente. “Tú erraste el caballo de mi hermano Juan antes de su accidente.
” “Sí, patrón, como siempre. Es mi trabajo. ¿Yaste a la familia de una prostituta en Aguas Calientes? Esteban pareció sorprendido. Prostituta, patrón. No, señor. Visité a la madre de una antigua conocida para arreglarle una reja. Hace años, antes de antes de lo que me pasó. Miguel se inclinó hacia delante.
Guardas rencor, Esteban. ¿Odias a mi familia por lo que te hicimos? Y ahí Esteban hizo algo brillante. Se arrodilló, empezó a llorar. “Patrón”, dijo con voz quebrada, “su padre me quitó todo. Mi libertad, mi cuerpo, la mujer que amaba. Al principio sí lo odié. Quería morirme, pero con los años, con los años entendí que era mi castigo por haber cometido un pecado, por haber osado desear algo que no me correspondía. Se limpió las lágrimas.
Ya no guardo rencor, patrón. Ya solo quiero trabajar en paz hasta que Dios decida llevarme. Si he hecho algo malo, si he cometido algún error en mi trabajo, le suplico que me perdone. Pero juro por la Virgen Santísima que nunca haría daño a nadie de esta familia. Ustedes son mis amos. Acepté mi lugar. Fue una actuación perfecta.
Miguel lo observó por un largo momento. Buscaba falsedad en sus palabras. En sus lágrimas no encontró ninguna. “Levántate”, dijo finalmente. “Vete.” Esteban se levantó, hizo una reverencia y salió. Cuando la puerta se cerró, Antonio, que había estado escuchando desde la esquina, salió de las sombras.
“¿Qué piensas, Miguel?” se sirvió un brandy. Sus manos temblaban ligeramente. “Creo que estamos paranoicos”, dijo finalmente. “Ese hombre está roto, completamente roto. No tiene la fuerza ni la inteligencia para hacer lo que estamos pensando. Entonces, entonces son coincidencias. Mala suerte, nada más.” Pero Miguel estaba equivocado, terriblemente equivocado, porque en su taller esa misma noche Esteban sonrió por primera vez en 11 años.
Habían sospechado, lo habían interrogado y él los había convencido de que era inofensivo. Ahora podía continuar. Después del interrogatorio de Miguel, Esteban fue aún más cuidadoso. Esperó 5 años completos antes de hacer su siguiente movimiento. 5 años de comportamiento perfecto, 5 años de ser el esclavo modelo. Durante ese tiempo, la vida en la hacienda continuó.
Juan murió de cirros y hepática. Pedro se volvió un ermitaño completo. Miguel y Antonio manejaban la hacienda. Y lo más importante, tuvieron hijos. Miguel tuvo tres hijos varones. Antonio tuvo cuatro. La tercera generación de Méndez de Solís. Esteban los observó crecer, los contó, los memorizó. Siete más. Después de Miguel y Antonio quedaban siete.
Su venganza no estaba ni cerca de terminar. En 1790, 17 años después de su castración, Esteban finalmente actuó de nuevo. Miguel tenía entonces 43 años. Seguía siendo fuerte, saludable, vigilante, pero tenía una debilidad. Le gustaba cazar. Cada mes iba con amigos a cazar venados en las montañas cercanas.
Esteban sabía que Miguel siempre revisaba su rifle antes de salir. Era meticuloso, cuidadoso, pero había algo que no revisaba, la silla de montar. Esteban trabajó en la silla tres días antes del viaje de casa. Miguel lo había mandado llamar para que reparara una evilla que estaba aflojándose. Mientras reparaba la evilla, Esteban hizo un pequeño corte.
casi invisible en una de las correas principales de la silla. No un corte completo, solo suficiente para debilitarla. Con el peso de un jinete y el movimiento del caballo, la correa eventualmente se rompería. El día de la cacería, Miguel partió temprano con sus amigos. Estaban en las montañas cuando pasó. Miguel perseguía a un venado. Su caballo galopaba a toda velocidad, subiendo por un camino rocoso.
La correa se rompió, la silla se ladeó. Miguel intentó sujetarse, pero el momentum era demasiado. Cayó. No fue una caída simple. Cayó de lado. Aterrizó sobre una roca. El impacto fue directo en la cadera y más específicamente en la ingle. Sus amigos lo encontraron inconsciente, sangrando profusamente. Lo llevaron de vuelta a la hacienda. El médico hizo lo que pudo.
Miguel sobrevivió, pero el daño interno había sido severo. “Lo siento”, le dijo el médico semanas después. El trauma fue demasiado grande. Usted, usted ya no podrá engendrar más hijos. Cuatro de cinco. Antonio era el único que quedaba de la segunda generación y Antonio estaba aterrorizado porque ya no creía en coincidencias.
Antonio sabía que lo estaban cazando. No sabía quién. No sabía cómo, pero lo sabía. Su padre, sus tres hermanos, todos habían sufrido el mismo destino. No podía ser coincidencia. Se volvió paranoico. Revisaba su comida antes de comerla. Revisaba su caballo antes de montarlo, revisaba su cama antes de dormir.
Despidió la mitad de los esclavos de su sección de la hacienda. No confiaba en nadie, pero mantuvo a Esteban porque Esteban era útil y porque después del interrogatorio de Miguel años atrás parecía inofensivo, roto, incapaz de hacer daño. Ese fue su error. Esteban esperó y esperó y esperó esperó 3 años más.
En 1793, 20 años después de su castración, Antonio tenía 42 años, cuatro hijos varones, una esposa que lo amaba, pero vivía con miedo constante. Una noche de invierno, Antonio no podía dormir. Bajó a la cocina para servirse un vaso de leche caliente. Encontró a Esteban ahí. El herrero estaba sentado junto a la chimenea calentándose las manos. Le habían dado permiso de entrar porque había estado trabajando hasta tarde reparando las rejas de una ventana.
“Señor”, dijo Esteban poniéndose de pie rápidamente. “Disculpe, ya me voy.” “No, dijo Antonio.” Su voz sonaba cansada. Quédate, hace frío afuera. Se sirvió su leche, se sentó frente al fuego. Hubo un silencio largo. Entonces Antonio habló. Esteban dijo sin mirarlo. ¿Tú crees en el destino? Esteban lo miró.
Señor, mi padre, mis hermanos, todos han sufrido, todos de la misma manera. ¿Crees que es castigo divino? Esteban guardó silencio por un momento. No sé, patrón. No entiendo los caminos de Dios. Antonio bebió su leche lentamente. A veces pienso. Continuó. que todo lo malo que hacemos en esta vida, que todo regresa de una forma u otra, puede ser patrón.
Antonio terminó su leche, se puso de pie. Buenas noches, Esteban. Buenas noches, patrón. Antonio subió a su habitación, se metió en la cama junto a su esposa y nunca despertó. El médico que examinó su cuerpo la mañana siguiente encontró que había muerto durante el sueño. Paro cardíaco, diagnóstico, común en hombres con mucho estrés.
Lo que el médico no sabía era que la leche que Antonio bebió esa noche contenía una dosis alta de digital, un veneno extraído de la planta de Dalera. Causa paro cardíaco, no deja rastros obvios, parece muerte natural. Esteban había tenido acceso a la cocina. Había estado solo ahí durante horas mientras reparaba la reja. Nadie sospechó. Cinco de cinco.
Don Germán y sus cuatro hijos, todos destruidos. Pero Esteban no había terminado. Quedaban siete más, la tercera generación. Y Esteban tenía todo el tiempo del mundo. Los hijos de Miguel y Antonio crecieron sin sus padres. Los tres hijos de Miguel fueron criados por su madre, que se volvió a casar con un comerciante de Guadalajara y se los llevó de la hacienda.
Pero los cuatro hijos de Antonio se quedaron. Su madre mantuvo la parte de la hacienda que les correspondía. Los crió ahí. Sus nombres eran Rodrigo el mayor, Felipe el segundo, Tomás el tercero y Gabriel el menor. Esteban los vio crecer, los vio pasar de niños adolescentes a hombres y esperó. Para 1803, 30 años después de su castración, Esteban tenía 50 años.
seguía siendo el herrero de la hacienda. Su cabello era completamente blanco, su espalda estaba engorbada, sus manos temblaban por la artritis. Parecía un viejo inofensivo, pero por dentro el fuego seguía ardiendo. Los cuatro hijos de Antonio tenían entre 22 y 28 años, todos casados o prometidos. Todos a punto de tener sus propias familias.
Esteban empezó con Rodrigo. Rodrigo era arrogante, cruel, se parecía mucho a su abuelo, don Germán. Le gustaba humillar a los esclavos, le gustaba golpearlo sin razón, le gustaba recordarle su lugar. Una tarde, Rodrigo llamó a Esteban para que reparara la cerradura de su escritorio.
Mientras Esteban trabajaba, Rodrigo bebía vino y hacía comentarios crueles. “¿Sabes qué, viejo?”, dijo riéndose. “Mi abuelo te hizo un favor cuando te castró. Los negros como tú no deberían reproducirse. Contaminarían el mundo con más bastardos como tú. Esteban no respondió, solo siguió trabajando. Deberías agradecerle, continuó Rodrigo.
Deberías estar feliz de que te permitiera seguir viviendo después de lo que hiciste con mi tía. Esteban terminó de reparar la cerradura, se puso de pie. ¿Ya terminaste?”, preguntó Rodrigo. “Sí, señorito. Entonces, lárgate. Tu presencia me da asco.” Esteban salió, pero antes de irse había dejado algo en el vino de Rodrigo, algo que había preparado con meses de anticipación.
Un extracto de sicuta, en dosis pequeñas, causa parálisis. gradual. Durante las siguientes semanas, Rodrigo empezó a sentir debilidad en las piernas, luego en los brazos, luego en todo el cuerpo. Los médicos no entendían qué le pasaba. Probaron todo, nada funcionaba. La parálisis siguió avanzando. Eventualmente llegó a todos los músculos de su cuerpo, incluyendo los que se necesitan para funcionar.
Como hombre, Rodrigo quedó completamente incapacitado. No podía caminar, no podía usar sus manos, no podía hacer nada por sí mismo y definitivamente no podía tener hijos. Su prometida rompió el compromiso. ¿Quién querría casarse con un inválido? Rodrigo vivió así por tr años más, consciente, atrapado en su propio cuerpo, hasta que finalmente murió de neumonía.
Seis. Luego vino Felipe. Felipe era diferente, no era cruel, era tímido, callado, estudioso. Le gustaba leer. Pasaba horas en la biblioteca. Esteban casi sintió lástima por él. Casi. Pero Felipe llevaba el apellido Méndez de Solís y eso era suficiente. Un día Felipe pidió que Esteban reparara un candelabro en la biblioteca.
Mientras Esteban trabajaba, Felipe leía un libro. Ni siquiera le prestaba atención. Esteban terminó el trabajo, pero antes de irse metió algo entre las páginas de varios libros en la biblioteca. Polvo de arsénico en cantidades mínimas, esparcido entre las páginas. Felipe pasaba horas leyendo, tocaba las páginas constantemente, luego se llevaba los dedos a la boca sin darse cuenta.
El arsénico se absorbe por la piel y más rápido por las membranas mocosas. Tomó meses, pero eventualmente Felipe empezó a enfermarse. Náuseas, vómitos, pérdida de cabello, problemas de piel y daño en los órganos reproductivos. Para cuando los médicos entendieron que era envenenamiento por arsénico, ya era demasiado tarde. El daño era irreversible. Felipe vivió, pero quedó estéril.
Siete. Tomás fue el tercero. Era soldado. Se había unido al ejército español. Pasaba la mayor parte del tiempo fuera de la hacienda, pero volvía de visita ocasionalmente. En una de esas visitas, Tomás le pidió a Esteban que afilara su espada. Esteban la afiló. Pero también hizo algo más. Talló pequeñas muescas en la base de la hoja, microscópicas, invisibles a simple vista.
Esas muescas debilitaban la estructura del metal. Dos meses después, Tomás estaba en combate contra insurgentes. En medio de una pelea, su espada se rompió. El fragmento que salió volando le cortó la pierna. La arteria femoral sobrevivió, pero la herida en la ingle fue severa. Quedó incapacitado. Ocho. Y finalmente quedó Gabriel, el menor de los cuatro, el último hijo de Antonio, el último de la línea directa. Gabriel tenía 22 años en 180.
Acababa de casarse. Su esposa estaba embarazada y era el momento, el momento para el que Esteban había esperado 30 años. [Música] Gabriel confiaba en Esteban. Lo había conocido toda su vida. El viejo herrero había estado ahí desde siempre. era parte del paisaje inofensivo.
Una noche, Gabriel invitó a Esteban a su taller para tomar un vino. Era algo que hacía ocasionalmente. Le gustaba hablar con el viejo. Le hacía preguntas sobre cómo era la vida antes, sobre los viejos tiempos. Esteban aceptó la invitación. Se sentaron junto al fuego del taller. Gabriel sirvió dos copas de vino. “Esteban,” dijo Gabriel, “¿Alguna vez te has preguntado qué hubiera sido de tu vida si las cosas hubieran sido diferentes?” Esteban lo miró todo el tiempo, “Señorito, ¿y qué piensas?” Pienso que algunos hombres nacen con destinos que no pueden cambiar.
Gabriel bebió su vino. Eso es triste. Lo es. Bebieron en silencio por un momento. Entonces Gabriel empezó a sentirse mareado. Esteban dijo, “me siento extraño. Lo sé, señorito.” Gabriel intentó ponerse de pie. No pudo. Sus piernas no respondían. “¿Qué? ¿Qué me hiciste?” Esteban se puso de pie lentamente, caminó hacia su mesa de trabajo, tomó sus herramientas.
“Lo mismo que tu abuelo me hizo a mí”, dijo con voz tranquila. El terror en los ojos de Gabriel fue absoluto. “No”, susurró. “No, por favor, yo nunca te hice nada.” No, acordó Esteban, pero lleva su apellido, lleva su sangre y eso es suficiente. Esteban, por favor. Gabriel intentó moverse. El veneno en el vino lo había paralizado completamente. Mi esposa está embarazada. Voy a ser padre.
Yo también iba a ser padre”, dijo Esteban. Elena y yo habíamos planeado escapar. Queríamos casarnos, tener hijos. Pero tu abuelo me quitó ese futuro. Se acercó con las herramientas. “He esperado 30 años por este momento”, continuó. 30 años planeando, fingiendo, siendo el esclavo perfecto.
Y ahora, ahora finalmente puedo completar mi obra. Gabriel empezó a llorar. Por favor, te lo suplico, haré lo que quieras. Te daré dinero, te daré tu libertad, lo que sea. Mi libertad, dijo Esteban con una risa amarga. Murió hace 30 años. Lo que queda de mí solo quiere una cosa. Veré el apellido Méndez de Solís desaparecer para siempre. levantó el cuchillo.
Tu padre Antonio fue el quinto. Tu hermano Rodrigo fue el sexto, Felipe el séptimo, Tomás el octavo y tú, Gabriel, serás el noveno. Pero quedan más, gritó Gabriel desesperado. Los hijos de mi tío Miguel, ellos pueden continuar el linaje. Esteban negó con la cabeza. Ya me encargué de ellos. El mayor tuvo un accidente de casa hace dos años.
El segundo comió pescado en mal estado hace 6 meses. El tercero, bueno, el tercero tuvo una caída muy desafortunada de su caballo hace tres semanas. El horror en la cara de Gabriel fue total. Todos susurró. Todos fueron tú. Todos 11 hombres, tres generaciones. Y ahora, ahora tú serás el último.
Pero, pero mi esposa, ella está embarazada y si es niño. Esteban lo miró fijamente. Entonces dijo lentamente, “Tendré que esperar otros 20 años. Y cuando ese niño crezca, cuando piense que está a salvo, vendré por él también. Y entonces, después de 30 años de paciencia, después de 30 años de planear, después de 30 años de fingir ser el esclavo roto e inofensivo, Esteban cortó. Los gritos de Gabriel resonaron en el taller, gritos que nadie más escuchó.
Gritos que se perdieron en la noche. Cuando terminó, Esteban limpió sus herramientas meticulosamente. Vendó la herida de Gabriel para que no muriera de sangrado. Lo dejó ahí consciente, destrozado, mirando al techo. “Vivirás”, le dijo. “Vivirás con esto por el resto de tus días, como yo he vivido.
Y cada vez que te mires al espejo, cada vez que recuerdes lo que perdiste, pensarás en mí. Se paró en la puerta del taller, miró hacia atrás una última vez. La venganza dijo, no es un plato que se sirve frío, es un plato que se sirve después de 30 años de paciencia y sabe mejor de lo que jamás imaginé. y salió hacia la noche. Encontraron a Gabriel la mañana siguiente.
Estaba vivo, pero lo que le habían hecho, lo que Esteban le había hecho era irreversible. Cuando los guardias fueron a buscar a Esteban, no lo encontraron. El viejo herrero había desaparecido, se había llevado solo lo necesario y había dejado algo en su taller, una carta escrita con letra temblorosa pero clara. La carta explicaba todo.
Cada muerte, cada accidente, cada enfermedad misteriosa. 11 hombres de la familia Méndez de Solís, tres generaciones, todos castrados o asesinados por el esclavo que pensaban habían roto 30 años atrás. La carta terminaba así. Don Germán Méndez de Solís me quitó todo hace 30 años. Mi libertad, mi cuerpo, mi futuro. La mujer que amaba me convirtió en menos que un hombre, en menos que un animal, pero me subestimó. Pensó que destruirme una vez era suficiente.
No entendió que al dejarme vivir me daba tiempo. Tiempo para pensar. Tiempo para planear, tiempo para cobrar cada lágrima, cada humillación, cada pedazo de dignidad que me arrancaron. He dedicado 30 años de mi vida a borrar su apellido, a destruir su legado, a asegurarme de que ningún Méndez Solís vuelva a caminar por esta tierra. Y lo logré.
Ahora soy libre. No porque haya escapado, sino porque finalmente completé lo que empecé. Que esta carta sirva como advertencia. La venganza no tiene prisa. La venganza puede esperar décadas y cuando menos lo esperan, cuando piensan que están a salvo, llega firmado. Esteban, el herrero, el esclavo que no se rompió. Nunca lo encontraron.
Algunos dicen que escapó a los Estados Unidos, otros que murió en el camino, otros más que simplemente se cambió el nombre y vivió sus últimos años en paz, sabiendo que había completado su misión. Gabriel Méndez de Solís vivió 40 años más. Su esposa dio a luz a una niña. Nunca tuvieron más hijos, nunca pudieron.
El apellido Méndez de Solís, que había dominado la región de Aguascalientes por tres generaciones, se extinguió con Gabriel. La Hacienda La Providencia fue vendida, cambió de manos varias veces, eventualmente fue abandonada. Hoy, más de 200 años después, las ruinas todavía existen y los lugareños todavía cuentan la historia del herrero que esperó 30 años para cobrar venganza.
Algunos la cuentan como advertencia, otros como inspiración, pero todos están de acuerdo en una cosa, la paciencia. Cuando se combina con odio absoluto, puede ser más letal que cualquier arma. Y Esteban fue el hombre más paciente que México haya conocido.
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