Expediente 127M: La historia prohibida de Elías Morán, de 13 años, el niño hambriento cuyo acto de «amor puro» obligó a México a enterrar la verdad sobre el canibalismo durante la Revolución.
En los olvidados callejones del sur de Puebla de Los Ángeles, en 1912, el polvo de la revolución no se posó sobre los vencedores, sino sobre los moribundos. Fue allí, en la miserable calle de San Antonio, donde finalmente cesaron los gritos de una madre. Dolores Morán llevaba semanas clamando por comida que simplemente no existía. Pero una mañana de mediados de marzo, sus vecinos notaron el silencio y, con él, un desconcertante olor a carne cocinada.
Lo que la policía municipal descubrió al derribar la puerta de la residencia Morán fue tan profundamente perturbador que la Iglesia exigió silencio, el gobierno revolucionario ordenó encubrirlo y el expediente oficial, Expediente 127M, permaneció sellado hasta 1987. La verdadera historia de la familia Morán desafía la esencia misma de la comprensión humana: ¿dónde termina el amor filial y dónde comienza el hambre más primitiva?
Puebla, 1912: Una ciudad de desesperación
La Revolución Mexicana había fracturado la nación, convirtiendo a Puebla en un crisol de miseria. Los alimentos escaseaban, requisados por trenes militares o quemados en los campos. Mientras los ricos sobrevivían, los barrios marginales se veían reducidos a comer agua con gas y tortillas de cascajo. Los niños morían de hambre; los perros callejeros desaparecían, no por orden municipal, sino por la pura desesperación de los hambrientos.
En este paisaje de desolación vivía la familia Morán. Viuda y postrada por la artritis, Dolores, de 48 años, estaba indefensa. Sus tres hijos adultos —Sebastián, cojo por un disparo; Ramón, casi ciego; y Catalina, despedida tras rechazar las insinuaciones de su empleador— no conseguían el trabajo necesario para sobrevivir.
El menor era Elías Morán Salgado, un niño de 13 años. Delgado como un junco, con unos ojos enormes e inquietantes y las costillas visibles bajo la piel, Elías era el único que aún podía buscar leña y mendigar tortillas rancias. Era el último bastión de esperanza, un niño que lo daría todo por su familia.

El silencio y el hedor
A mediados de febrero de 1912, los Morán se habían refugiado por completo en su casa estrecha y con goteras. Solo Elías aparecía esporádicamente, con la mirada cada vez más vacía. Doña Refugio Olvera, vendedora de tamales, testificó que el niño venía a buscar agua con las mangas manchadas de sangre. Afirmó haber matado una gallina, pero no había gallinas en ese callejón desde hacía meses.
Entonces llegaron los ruidos. Don Prudencio Ávila, el zapatero vecino, escribió en su diario que oyó «golpes secos, como de hacha contra madera», seguidos de los gritos ahogados de un hombre adulto. El verdadero horror comenzó la noche del 15 de marzo. Doña Refugio miró por una rendija de la ventana tapiada y vio a Elías de pie, tallando algo sobre una mesa. Supuso que por fin habían encontrado carne. «Que Dios me perdone», declaró después.
Esa misma noche, el barrio se vio envuelto en un olor penetrante y nauseabundo: carne cocida a fuego lento con hierbas. El olor persistió durante tres días, provocando envidia y sospecha entre los vecinos hambrientos. Luego, el 18 de marzo, regresó el silencio: absoluto, definitivo y frío. Los gemidos de Dolores se habían apagado. La calle de San Antonio parecía una tumba.
El 21 de marzo, el comisario Heriberto Sandoval y sus agentes entraron a la fuerza. Encontraron a Dolores en su catre, con los ojos muy abiertos, muerta por desnutrición severa. En la habitación contigua yacían sus tres hijos adultos, Sebastián, Ramón y Catalina, igualmente demacrados, abrazados. Pero el detalle que repugnó a los curtidos policías fue la visión de una olla de barro con los restos de un guiso sin identificar. Un agente que se atrevió a probarlo vomitó de inmediato. Los huesos eran demasiado pequeños, demasiado delicados.
Elías Morán había desaparecido.
La nota indescriptible
El hallazgo bajo el catre de la madre fue la primera clave de la verdad indescriptible: un cuaderno escolar al que le faltaba una página. En la hoja restante, escrita con la letra temblorosa de un niño, había una breve y devastadora nota: «Mamá, perdóname. No llores más de hambre. Hoy comerás. Mis hermanos también. Siempre los cuidaré. Es lo único que puedo darte. Te quiero». Tres días después, Elías Morán Salgado fue hallado flotando en el río Atoyac. El informe forense, fechado el 25 de marzo de 1912, detallaba lo imposible: «El menor presenta múltiples lesiones. El abdomen muestra cortes quirúrgicos realizados con un instrumento afilado… lo que indica la extracción parcial de órganos internos, específicamente el hígado y los riñones. Las heridas no presentan cicatrices, lo que indica que fueron realizadas en vida o inmediatamente después de la muerte». La causa de la muerte fue exsanguinación.
El caso se archivó rápidamente. El acta oficial decía: Familia fallecida por inanición. Menor ahogado accidentalmente. Caso cerrado. El comisario Sandoval protestó, pero el gobernador, el obispo y el alcalde interino estaban de acuerdo: esta verdad era demasiado cruda. México, en guerra, no podía permitirse reconocer que el hambre había provocado una tragedia.
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