La Llave Negra de Soria

En 1883, in las tierras frías y desoladas de Soria, donde las casas de piedra se inclinaban por el peso del tiempo y los caminos se volvían invisibles bajo la niebla, vivía una anciana llamada Doña Ercilia. Su casa, una construcción estrecha, oscura y torcida, se alzaba al borde de un barranco. Nadie en el pueblo quería pasar por allí. Decían que la casa tragaba a las visitas, que quien entraba no siempre salía. Pero la anciana tenía un talento peligroso: sabía hablar con dulzura, sabía pedir ayuda, sabía fingir fragilidad. Los viajeros cansados, los comerciantes que buscaban un atajo, los niños curiosos del pueblo, caían, cada cierto tiempo, en su puerta. Ella les ofrecía té caliente, un asiento junto al fuego, un plato de sopa, y cuando se relajaban, cerraba la puerta con llave. No una llave común, sino una llave enorme forjada en hierro negro que llevaba colgada al cuello como si fuera un amuleto. Nadie que la viera olvidaba el sonido del cerrojo, áspero, profundo, como un grito ahogado. Quienes lograban escapar, pocos, casi ninguno, decían que la casa estaba llena de pasillos falsos, escaleras que no llevaban a ningún lado, puertas que cambiaban de lugar al caer la noche. Hacían que la vieja Ercilia no solo encerraba cuerpos, encerraba voces, encerraba recuerdos, encerraba algo dentro de sí misma, algo que no quería dejar salir.

La casa de Doña Ercilia era una de esas construcciones que parecían mas grandes por dentro que por fuera, y lo más inquietante era que nadie sabía cuántos años tenía realmente la anciana. Ercilia caminaba encorvada, pero con una rapidez que no se correspondía con su cuerpo frágil. Sus ojos eran dos pozos negros, brillantes incluso en la oscuridad, y siempre llevaba consigo la enorme llave negra, pendiendo de su cuello como si fuera parte de su piel.

El primer incidente del que se tiene registro ocurrió durante un invierno particularmente cruel. Un ventedor ambulante, Lázaro, buscaba refugio del viento helado cuando vio una luz temblorosa salir de la ventana de la anciana. Llamó a la puerta. La vieja abrió solo lo suficiente para mostrar su rostro arrugado, pero una sonrisa amable. “Pasa, hijo, hace frío. No te negaré un plato caliente”. Lázaro entró agradecido. La casa olía a sopa ya humo de leña, pero también olía a algo mas, algo metálico, antiguo, como si detrás de aquellas paredes hubiera humedad o sangre seca. Apenas apoyó el tazón en la mesa, clac . El cerrojo se cerró. Ercilia giró la llave con una firmeza sorprendente. “¿Qué hace, señora?” La anciana no respondió. Caminó hacia él con pasos silenciosos, sus ojos brillando con un hambre desconocida. Lázaro corrió hacia la puerta, la golpeó inútilmente. El aire se volvió denso, casi pastoso. Ercilia murmuró, “Aquí no se escapa nadie, ni los vivos ni los muertos.” Lázaro retrocedió, y entonces escuchó algo, un gemido, un murmullo. No venía de la anciana, venía debajo del suelo. Tres dias después, Lázaro reapareció en el pueblo, tambaleando, casi desnudo, cubierto de polvo, con heridas en las manos. Tardaron horas en comprender sus palabras. “La casa… la casa se mueve. Las paredes cambian. Or gente, or gente dentro”. Después de esa noche, Lázaro jamás volvió a hablar.

Con el paso de los años, otros desaparecidos confirmaron los temores del pueblo: un niño de 12 años, dos hermanas, un arriero. Todos fueron vistos por última vez cerca de la casa de Doña Ercilia. Pero no había pruebas. Cuando las autoridades investigaban, la anciana abría la puerta con cortesía. “Busquen lo que quieran”, decía. Y era cierto que no encontraban nada, porque la casa no era la misma cuando entraban desconocidos. Solo mostraba su verdadero rostro cuando la anciana cerraba la puerta y giraba la enorme llave negra.

Un dia, un joven del pueblo llamado Adrián se propuso desentrañar el misterio. Su hermana, Lucía, había desaparecido semanas antes, y la última pista la situaba cerca de la casa de la anciana. Los aldeanos intentaron detenerlo. “Esa casa no es una casa, es una trampa, una prisión”. Pero Adrián no escuchó. Esa tarde se acercó a la vivienda, golpeó. La anciana abrió y lo miró de arriba abajo. “Pasa, muchacho, pasa y caliéntate. Hace frío ahí fuera”. Adrián entró. Cuando escuchó el clac del cerrojo, ya estaba preparado. “¿Dónde está Lucía?”, preguntó con rabia. Ercilia lo miró en silencio. Adrián la tomó del brazo. “¿Qué le hiciste?”. Ercilia se llevó la mano al pecho, acariciando la enorme llave. “Nada que ella no quisiera. La casa no encierra por maldad, hijo. La casa guarda, protege a los que no quieren irse.” Señaló el suelo. “Escucha”. Adrián contuvo la respiración y entonces lo oyó. Golpes suaves, insistentes, que formaban un patrón. Tres golpes. Pausa. Tres golpes. El patrón que Lucía usaba para llamar a su puerta. El corazón de Adrián se detuvo. “Lucía, ¿estás ahí?”. Los golpes se intensificaron. Ercilia sonrió, una sonrisa seca, quebrada, terrible. “Ella no quiere salir, hijo. Ya pertenece a la casa”. Adrián retrocedió. Un dedo pequeño, pálido, delgado, asomó entre dos tablas del suelo, rasgándose la piel para intentar salir. Adrián gritó. La anciana lo agarró del brazo. “No la saques. Ella eligió quedarse, como todos los demás”.

Adrián la empujó, intentó abrir la puerta en vano. Ercilia, levantando la llave, susurró: “La casa no te dejará salir. Ya escuchó tu nombre”. El suelo se agitó. Adrián sintió el terror puro. Comprendió que la casa no encerraba, la casa alimentaba, y él había sido invitado a la mesa. Ercilia continuó: “La casa te aceptó. Eso es un honor y un destino”. Adrián la miró con horror. “¿Qué es esta casa? ¿Qué hiciste con mi hermana?”. “Los vivos se obsesionan con las puertas”, replicó Ercilia. “Pero esta casa abre puertas hacia adentro, siempre hacia adentro”. Adrián sintió ungseas. Se movió hacia atrás hasta chocar con una puerta interior que, juraría, no estaba allí antes. Ercilia sonrió. “La casa quiere mostrarte algo”.

Adrián tomó el pomo frío y giró. Detrás, un pasillo angosto y oscuro, cuyas paredes estaban cubiertas de arañazos antiguos. El aire olía a encierro ya miedo. Entro. La puerta se cerró detrás de él sin que nadie la tocara. Pronto, tuvo que caminar encorvado. Y entonces, escuchó un murmullo muy cerca: “Adrián…”. Era la voz de Lucía. “Aquí abajo, abajo, el suelo”. Adrián se arrodilló y presionó la oreja contra la piedra. Escuchó sollozos infantiles, y entre ellos, una frase repetida: “Tengo frío”. Avanzó a tientas hasta llegar a una puerta baja, tras la cual había una habitación circular iluminada por una vela quieta. Al fondo, sentada en el suelo, estaba Lucía, pálida, demasiado quieta, con los ojos abiertos.

“Lucía, hermana, vine por ti”. Él corrió hacia ella, pero cuando intentó tomar sus manos, ella las retiró. Su piel estaba fría como mármol. “La casa me abrió. Por dentro”, dijo ella con una voz vacía. “Ahora soy muchos. Ellos hablan en mui, ellos lloran en mui, ellos quieren salir”. Adrián sintió un escalofrío brutal. Lucía extendió una mano temblorosa y tocó su pecho. “Ya no tengo casa, solo tengo la llave”. Señaló detrás de él. Ercilia estaba allí, erguida, sosteniendo la enorme llave negra. “Ella ya no puede irse. La casa la eligió y lo mismo hará contigo”.

Adrián se colocó frente a su hermana. “Aléjese de nosotros”. Ercilia caminó hacia él. “Quédate. Los que entran se quedan”. Adrián se abalanzó sobre la anciana en un intento desesperado por arrebatarle la llave. El metal estaba ardiente. La anciana gritó. La vela se apagó. Antes de que la luz muriera, Adrián vio algo: el suelo bajo los pies de la anciana se abría, formando una boca enorme, negra, profunda, llena de dedos pequeños que subían como raíces vivas. La casa había despertado y quería comer.

El suelo abrió sus fauces. Un alien to gélido salió de la grieta. Los dedos pálidos se estiraron hacia la anciana, hacia Lucía, hacia Adrián. Él tiró de su hermana, pero ella apenas se movia. “Si me arranco, me rompo”, le dijo. Ercilia se rió, su risa era gastada, quebrada. “Tu hermana ya no es tuya, muchacho. La casa la llenó de voces, y ahora te quiere a ti también”. Los dedos del suelo parecían evitar a Ercilia. Ella alzó la llave con orgullo. “Soy yo quien gira la llave. Soy yo quien abre y cierra las bocas. Sin mi la casa tiene hambre y lo devora todo”.

El suelo rugió. Las raíces se transformaron en tendones, saliendo disparados hacia Adrián. Él se aferró al hilo humano en la mirada de Lucía. “Tu no eres la casa”, le dijo con firmeza. “Eres mi hermana, tu puedes salir”. Adrián dio un paso hacia Ercilia. “¿Cuál es el vinhulo? ¿Qué te une a la casa?”. Los ojos de la anciana brillaron con odio. “La casa me sostiene y yo la sostengo a ella. Si yo muero, la casa se desarma. Las bocas se cierran, las voces se liberan, el hambre queda huérfana”. Las raíces comenzaron a trepar por las piernas de Lucía.

Ersilia, ante de que las raíces envolvieran por completo a Lucía, Adrián se lanzó hacia la anciana. Ella levantó la llave, pero Adrián esquivó el golpe, tomó su muñeca y luchó por arrebatársela. “Sueltala”, rugió. “No, sin mi la casa no puede existir sin una guardiana”. La anciana gritó con un sonido que parecía salir de cientos de gargantas a la vez. El suelo se convulsionó. Adrián tiró con todas sus fuerzas. La llave se soltó. Ercilia cayó al suelo como un saco vacío.

La habitación entera resonó con un rugido profundo. La casa había perdido a su guardiana y estaba colapsando. El suelo empezó a cerrarse. Lucía, atrapada hasta la cintura, estiró una mano hacia él. “Adrián, no quiero quedarme. No quiero ser voz”. El muchacho corrió hacia ella, tiró de su brazo. La casa gruñía. Lucía gritó. Las raíces se rompieron, y Lucía salió, cayendo sobre él temblando, respirando. Ercilia gritó: “¡Me habéis matado!”. El techo comenzó a desmoronarse. Lucía se aferró a su hermano. “Adrián, la llave. Rompe la llave”. Él miró el objeto que vibraba en su mano. “No se rompe, se entrega”, dijo Lucía.

Adrián se acercó a la grieta que aún respiraba agonizante en el suelo y arrojó la llave dentro. El efecto fue inmediato. La casa rugió un último gemido, profundo y humano. Las paredes colapsaron. Adrián tomó a Lucía in brazos y corrió hacia la salida mientras la casa se derrumbaba detrás de ellos, absorbiéndose en sí misma. La puerta se abrió sola. Corrieron hacia la nieve sin mirar atrás. Cuando alcanzaron el camino, la casa ya no existía. Solo había un hueco oscuro en la tierra helada y un silencio absoluto.

Regresaron al pueblo esa misma noche. Al dia siguiente, los aldeanos encontraron los restos de la anciana, un cuerpo sin señales de violencia, simplemente vacío, como si algo dentro de ella hubiera partido al fin. Meses después, Lucía comenzó a recuperarse, pero nunca volvió a ser la misma. A veces por las noches despertaba sobresaltada y decía, “Hermano, alguien está golpeando el suelo”. Tres golpes. Pausa. Tres golpes. “No abras la puerta, Lucía”, le susurraba Adrián. “Nunca mas abras una puerta que la casa no te ofrezca”. Ella asentía, pero su mirada seguía fija en algún punto invisible del piso, como si todavía escuchara voces, como si la casa, aunque destruida, aún buscara abrir puertas hacia adentro.