El Escándalo de La Habana, 1703: El Hacendado Enterrado Vivo por las Siete Esclavas

La Venganza de la Luna Llena

 

El amanecer llegaba a La Habana como un cuchillo candente, rasgando la bruma que envolvía las plantaciones de tabaco y caña de azúcar en las afueras de la ciudad. Era el mes de agosto del año de nuestro Señor de 1703 y el calor ya se pegaba a la piel como melaza hirviente antes de que el sol terminara de asomarse tras las colinas del Este. La hacienda San Rafael de la Cruz se extendía sobre 150 cuerdas de tierra fértil, con la casa grande alzándose en el centro como una fortaleza blanca de cal y tejas rojas.

Don Esteban de la Cruz y Mendoza, su propietario, había heredado estas tierras de su padre hacía cinco años. En ese tiempo, había conseguido convertir la propiedad en una de las más productivas de la región, aunque también en una de las más temidas.

Amina fue la primera en despertar, como siempre. Sus ojos oscuros, profundos como pozos antiguos, se abrieron en la penumbra del barracón de esclavas. A sus 32 años, había sobrevivido a horrores que romperían la mente de la mayoría de los hombres. Capturada de su aldea Yoruba en las costas de lo que los españoles llamaban el Golfo de Guinea, había permanecido encadenada en el vientre pútrido de un barco negrero durante 63 días. De los 200 que partieron, solo 112 llegaron vivos a las costas de Cuba. Se incorporó lentamente, sintiendo cada músculo de su espalda protestar. Las cicatrices del último castigo todavía le tiraban de la piel cuando se movía. Don Esteban había ordenado veinte latigazos por haberlo mirado directamente a los ojos cuando él le daba órdenes. “Una esclava no mira a su amo como si fuera su igual”, había dicho mientras el capataz descargaba el látigo empapado en salmuera sobre su espalda desnuda.

A su alrededor, las otras mujeres comenzaban a despertar. El barracón era una estructura larga y estrecha, con paredes de madera y un techo de guano que apenas protegía de las lluvias torrenciales. Treinta mujeres dormían allí hacinadas en catres y jergones, con solo mantas raídas para protegerse del frío de las pocas noches frescas que traía el año.

Zuri se sentó en su catre frotándose los ojos. A sus sesenta años, era la mayor del grupo y la más sabia. En su tierra del Congo había sido curandera, conocedora de las propiedades de cada planta, cada raíz, cada hoja que crecía en la selva. Aquí, en esta tierra extraña, había tenido que aprender de nuevo, identificando las hierbas locales, probándolas con cuidado, memorizando cuáles sanaban y cuáles mataban. —Ya viene el sol —murmuró en su lengua natal, sabiendo que Amina la entendería.

Nala se levantó de un salto, su cuerpo joven y musculoso moviéndose con la agilidad de una gacela. Tenía apenas 19 años, pero su fuerza era legendaria en la hacienda. Mandinga de nacimiento, había sido entrenada desde niña en las artes de la guerra y la caza. Las gemelas Kibo y Lela se despertaron al mismo tiempo, en perfecta sincronía. Hijas de un rey, su belleza había sido su maldición; Don Esteban las había marcado como sus “favoritas”, un eufemismo cruel para el horror que vivían en la casa grande. Junto a ellas estaban Fanta y Yara, las más jóvenes, ágiles e inteligentes, cuyas habilidades serían cruciales en los días venideros.

El sonido de la campana cortó el aire, tres golpes secos que anunciaban el infierno diario. Don Esteban observaba desde su balcón, con su vaso de aguardiente matutino y el látigo en la mano izquierda. —¡Atención, perros! —gritó con voz ronca—. Hoy tenemos una cuota doble. Los barcos ingleses llegan la próxima semana. El que no cumpla, veinte latigazos. El que supere la cuota, ración extra de casabe.

El día transcurrió bajo un sol que parecía querer incinerar el mundo. En los campos de tabaco, el incidente con Ñongo, el muchacho de catorce años azotado brutalmente por tropezar, fue la gota que colmó el vaso. Amina sintió la bilis de la impotencia, pero la mano de Zuri en su brazo la detuvo. —Paciencia, hermana. El árbol que espera ve caer al leñador.

Bajo la sombra del algarrobo, durante el breve descanso del mediodía, el plan terminó de germinar. Zuri habló de raíces que florecerían con la luna llena. Amina pidió que le enseñaran el arte de hacer sufrir. Y así, en las semanas siguientes, mientras Don Esteban se volvía más errático y violento por sus deudas y la presión de la cosecha, las siete mujeres tejieron su red.

Zuri preparó la mezcla: Datura para la locura y la parálisis, Guáimaro para ralentizar el corazón hasta hacerlo imperceptible. Nala consiguió cadenas y preparó su fuerza. Las gemelas y Yara espiaron, descubriendo que la “Fiesta de los Santos” sería el escenario perfecto: una noche de excesos donde el médico estaría ausente y el cura, el Padre Sebastián, estaría demasiado viejo y cansado para notar la diferencia entre la muerte y un sueño profundo.

Llegó el día de la fiesta. La casa grande brillaba, limpiada por las mismas manos que planeaban convertirla en un mausoleo. Los invitados llegaron: hacendados, comerciantes, la élite corrupta de La Habana. La cena se sirvió con una opulencia fingida. Sopa de tortuga, jamón asado, vinos importados. Y finalmente, el pescado traído esa mañana de la costa.

El ambiente en el comedor era sofocante, cargado de humo de tabaco y vapores de alcohol. Don Esteban, sentado en la cabecera, reía ruidosamente, con las mejillas enrojecidas por el vino y la soberbia. —¡Más vino! —bramó, golpeando la mesa—. ¡Y traigan mi ron especial! ¡Quiero brindar por la mejor cosecha que esta isla ha visto!

Amina cruzó una mirada imperceptible con Kibo. La gemela se acercó a la mesa auxiliar donde reposaba la garrafa de cristal tallado, reservada exclusivamente para el amo. Con manos que no temblaron, vertió el líquido ámbar en la copa, disolviendo en él el polvo grisáceo que Zuri había guardado en el pliegue de su manga.

Kibo colocó la copa frente a Don Esteban. —Su ron, amo —dijo suavemente, bajando la vista.

Esteban tomó la copa, se puso de pie tambaleándose levemente y alzó el cristal a la luz de los candelabros. —Por el poder —dijo, mirando a sus invitados con arrogancia—. Y por los que nacieron para servirnos.

Bebió de un trago. El líquido quemó su garganta, ocultando el sabor amargo de las hierbas. Se sentó pesadamente, atacando su plato de pescado.

Veinte minutos. Zuri había dicho veinte minutos.

Las mujeres servían el postre, frutas confitadas y quesos, moviéndose como espectros alrededor de la mesa. Amina observaba a Don Esteban. Primero fue el sudor. No el sudor del calor, sino una capa fría y brillante que perló su frente. Luego, la confusión. Esteban parpadeó, sacudiendo la cabeza como si intentara espantar una mosca invisible. Su mano derecha, que sostenía un trozo de queso, se quedó suspendida en el aire.

—Don Esteban, ¿se encuentra bien? —preguntó la esposa del Alcalde, notando su palidez repentina.

Esteban intentó hablar, pero su lengua se sentía pesada, hinchada, como un trozo de carne muerta en su boca. Quiso decir “calor”, pero solo salió un gorgoteo ininteligible. El pánico estalló en sus ojos pequeños. Intentó levantarse, pero sus piernas no respondieron. La parálisis de la Datura estaba tomando sus extremidades una a una.

Entonces, el Guáimaro hizo su trabajo. Su corazón, que había estado galopando por el alcohol, comenzó a frenar. Bum… bum… … bum…

Pero no había médico. Solo estaba el viejo Padre Sebastián, quien se acercó tembloroso al cuerpo inerte. Tomó la muñeca de Don Esteban. El pulso era tan tenue, tan espaciadamente lento, que los dedos artríticos del cura no pudieron sentirlo. Acercó un espejo a su boca; la respiración era tan superficial que el cristal apenas se empañó, y bajo la luz tenue de las velas, nadie lo notó.

—Dios se apiade de su alma —murmuró el sacerdote, persignándose—. Ha muerto. El corazón le ha fallado.

El caos se apoderó de la casa. Los invitados, supersticiosos y temerosos de las fiebres tropicales, querían irse cuanto antes. En el trópico, los cuerpos se corrompen rápido. La costumbre dictaba un entierro rápido, y dada la hora y el calor, se decidió que sería sepultado al amanecer en el panteón familiar, al borde de la plantación.

Las esclavas fueron “instruidas” para preparar el cuerpo. Domingo, el capataz traidor, estaba demasiado ocupado robando la plata del despacho de su amo muerto como para supervisarlas. Nala cargó el cuerpo de Esteban, sorprendiéndose de lo ligero que parecía ahora que el ego había abandonado el envase.

Lo vistieron con sus mejores galas, pero Fanta, fiel a su promesa, ató sus muñecas y tobillos bajo la ropa con nudos de seda apretados, cortando la circulación lo suficiente para entumecer, pero asegurando que, si despertaba, no podría golpear la madera. No le pusieron el tubo para respirar. El plan había evolucionado hacia algo más definitivo.

Al amanecer, bajo un cielo gris plomo, el ataúd de caoba fue bajado a la fosa. El Padre Sebastián recitó oraciones apresuradas. La tierra comenzó a caer sobre la tapa. Pum. Pum. Pum.

Cuando la última palada de tierra cubrió la tumba y los invitados se marcharon en sus carruajes, un silencio sepulcral cayó sobre San Rafael de la Cruz. Pero no duró mucho.

Esa noche, bajo la luna llena, Amina, Zuri, Nala, las gemelas, Fanta y Yara no durmieron. Tampoco huyeron hacia la selva inmediatamente. Fueron al cementerio.

Nala llevaba una barra de hierro. Con un golpe seco, la clavó en la tierra fresca, justo sobre donde debería estar la cabeza de Don Esteban, y luego la retiró, dejando un orificio estrecho que conectaba el mundo de los vivos con el ataúd allá abajo.

Zuri se arrodilló y acercó sus labios al agujero. —Esteban —susurró.

Abajo, en la oscuridad absoluta, comprimida y asfixiante, Don Esteban de la Cruz abrió los ojos. El efecto de la Datura estaba pasando. Su mente regresaba al horror. Intentó gritar, pero el aire era escaso. Intentó mover las manos, pero las ataduras de Fanta se lo impedían. Arañó la tapa con las uñas hasta que se le rompieron, sangrando en la oscuridad. Entonces, escuchó la voz.

—Esteban —repitió Zuri desde arriba—. No estás con Dios. Tampoco con el Diablo. Todavía. Estás con nosotras.

Amina tomó el lugar de Zuri. —Esto es por mi espalda. Por el hijo de Ashanti. Por cada gota de sangre. Nadie vendrá, Esteban. Domingo está robando tu oro. Tus amigos están bebiendo tu vino en La Habana. Y nosotras… nosotras somos libres.

Don Esteban gritó. Un aullido mudo que consumió el poco oxígeno que le quedaba. Arriba, las mujeres escucharon un golpe sordo, una vibración en la tierra, y luego nada.

Nala sacó un pequeño saco de semillas de guayaba y las vertió por el agujero, seguidas de un jarro de agua. Luego, taparon el orificio con una piedra pesada.

—Crecerá un árbol aquí —dijo Zuri—. Sus raíces se alimentarán de él. Su muerte dará vida.

Sin mirar atrás, las siete mujeres caminaron hacia los barracones. Abrieron las puertas, despertaron a los demás y rompieron las cadenas con las herramientas que Nala había robado. No hubo sigilo esa noche. Tomaron caballos, machetes y comida.

Antes de que el sol saliera de nuevo sobre La Habana, la hacienda San Rafael de la Cruz ardía. El fuego, voraz y purificador, consumía la casa grande, los campos de tabaco y los instrumentos de tortura. Y lejos, muy lejos, en las montañas de la Sierra Maestra, donde los cimarrones construían reinos libres bajo las estrellas, siete mujeres caminaban con la cabeza alta, dejando atrás las cenizas de un tirano que, en sus últimos momentos, aprendió que incluso el dueño del látigo no es nada cuando la tierra reclama lo que es suyo.

El amanecer las recibió no como esclavas, sino como reinas de su propio destino.