Cuatro diablillos y una niña bajo la lluvia
(Continuación)
Bin se quedó parado, con el cuerpo rígido y la garganta seca. Detrás de él, Tý se rascaba la nuca como si con eso pudiera borrar lo que acababan de escuchar. Lùn bajó la mirada, y Cọp, que siempre era el más valiente, se metió las manos en los bolsillos para esconder cómo le temblaban.
La niña no dijo más. Solo se abrazó las rodillas, mirando el suelo. A su lado, el puestecito seguía igual que el día anterior, solo que más triste, más vacío. La mitad de la mercancía estaba mojada, como si incluso las frutas hubieran llorado.
Sin hablarse, los cuatro se alejaron. Caminaban juntos, pero no como antes. Ya no había risas ni empujones ni planes para hacer travesuras. Solo el sonido de sus pasos sobre el lodo y la lluvia que seguía cayendo con una terquedad que parecía castigo.
—Tenemos que hacer algo —dijo Lùn al fin, con la voz bajita.
—¿Y qué? —respondió Tý, casi a la defensiva, pero más por miedo que por enojo.
—Pues… no sé. Pero no podemos dejarla sola. Nosotros la jodimos —dijo Cọp, sin levantar la vista.
Bin no dijo nada, pero apretó los puños. Luego, sin dar explicaciones, echó a correr. Los demás lo siguieron, porque siempre era así: Bin pensaba menos y sentía más, y ellos lo seguían como si sus patas supieran algo que sus cabezas no entendían.
Corrieron por el barrio, cruzando charcos, empapándose sin importarles. Golpearon puertas, preguntaron, ofrecieron disculpas que apenas sabían cómo decir. Pidieron fruta pasada, bolsas, tela vieja, lo que fuera que ayudara a montar de nuevo el puesto. Doña Lupe, que siempre los había regañado por robarle mangos, les dio una caja entera sin decir palabra. Solo les miró a los ojos y asintió.
—Ya era hora —murmuró.
Volvieron al mercado con las manos llenas y el corazón latiendo fuerte. La niña seguía ahí, como si el tiempo no hubiera pasado.
—Oye… —dijo Bin, parándose frente a ella—. No somos buenos con palabras… pero… queremos ayudarte.
La niña los miró. No dijo nada. Solo los observó con esos ojos tan grandes que parecían ver más de lo que un niño debería ver.
Uno por uno, los chamacos comenzaron a colocar las frutas. Enderezaron las cajas, limpiaron la lona, incluso sacaron una sombrilla vieja para cubrir el puesto. No eran expertos, pero pusieron todo el corazón.
La niña los miró sin moverse, pero sus ojitos ya no estaban tan rojos. Cọp, que casi nunca sonreía, le tendió una bolsita con gomitas de tamarindo.
—Son para ti. No las vendimos ni nada… solo… bueno, queríamos darte algo.
La niña las tomó. No sonrió, pero sus manos dejaron de temblar.
El resto del día, los muchachos se quedaron cerca. No molestaron a nadie. No causaron líos. Solo cuidaban el puestecito como si fuera suyo, como si entendieran —por fin— lo que significaba tener algo que perder.
Esa noche, cuando se fueron, dejaron una parte de sí mismos bajo la lluvia. Una parte que ya no volvería a ser igual.
Días después, la abuela despertó. No estaba bien del todo, pero la fiebre había bajado, y el doctor dijo que tal vez, con descanso y cuidado, saldría adelante.
Cuando regresó al puesto, en silla de ruedas, fue la niña quien la empujaba con una sonrisa tímida.
Y ahí estaban ellos: Bin, Tý, Lùn y Cọp, parados como soldados torpes, con la misma ropa sucia de siempre, pero el alma un poco más limpia.
La abuela los miró. No dijo nada por un largo rato. Luego, con una voz rasposa, soltó:
—¿Y ustedes quiénes son?
Tý bajó la cabeza.
—Los que antes hacían líos… pero ahora… ahora somos los que cuidan.
La viejita asintió. No dijo gracias, pero les regaló una tortillita con chile a cada uno. Y ellos la recibieron como si fuera una medalla.
Desde entonces, algo cambió en el barrio. No es que se volvieran santos, ni que dejaran de romper cosas de vez en cuando. Pero ya no eran los mismos.
A veces, cuando la lluvia vuelve y el cielo amenaza con romperse, la gente ve a cuatro muchachos ayudando a cubrir un puestecito con lonas viejas, recogiendo frutas con cuidado, haciendo guardia con miradas que ya aprendieron a ver más allá de sus propias travesuras.
Porque nadie esperaba que algo tan pequeño —una niña encogida bajo la lluvia— pudiera doler tanto… ni enseñar tanto.
Pero así fue.
Y bajo ese cielo gris, en ese rincón polvoriento del barrio, cuatro diablillos aprendieron a ser un poquito menos diablo… y un poquito más humanos.
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