Fue una tarde gris de mayo en Ciudad de México, en el ala de pediatría de un hospital público, cuando pres encié una de las escenas más desgarradoras de mi vida. Un padre, solo, sin recursos, sin compañía ni esperanza, abrazaba con fuerza a su pequeño hijo enfermo, envuelto apenas en una manta. El niño no tenía pañal, ni atención médica. Su cuerpecito temblaba entre los brazos de su papá.

El hombre, visiblemente abatido, le susurraba al oído mientras lo mecía con ternura, intentando calmar un dolor que sabía que no podía sanar:

— “Hijo, kapít lang… perdóname, porque no tengo dinero.”

Lo dijo en voz baja, pero fue como si el tiempo se detuviera. Aquel susurro –mezcla de amor, dolor, y desesperanza– se quedó flotando en el aire. Fue imposible no llorar. El sufrimiento de ese padre se sentía como un grito silencioso que traspasaba las paredes del hospital.

Un ciudadano que también se encontraba en el área, conmovido por la situación, se acercó y les ofreció un poco de comida, dinero para pañales y medicamentos. Gracias a ese gesto de humanidad, el pequeño pudo alimentarse y estar un poco más cómodo por unas horas.

Sin embargo, lo más doloroso aún estaba por saberse. Cuando le preguntaron al padre por la madre del niño, él respondió, con la voz quebrada:

— “Está en la cárcel…”

Fue como un golpe más al corazón. Imaginé lo que significaba eso: no solo lidiar con la enfermedad de su hijo, sino cargar con toda la responsabilidad y el abandono. Estaba solo, sin medios, sin apoyo, pero no sin fe. Porque aún en su peor momento, repetía:

— “Kapit lang tayo sa taas… Huwag tayong susuko. Hindi tayo pababayaan ng Diyos.”
(Aferrémonos a Dios… No nos rindamos. Él no nos abandonará.)

Sus palabras eran un rayo de luz en medio de una noche sin luna. Un recordatorio de que la fe puede sobrevivir incluso donde todo parece perdido.

Actualización dolorosa:

Pocas horas después, nos enteramos de la noticia que nadie quería leer:
El pequeño Eje Fabros falleció.

Su cuerpecito no resistió. Murió en los brazos de un padre que lo amaba con todo su ser, que lo sostuvo hasta el último suspiro. Un padre que, a pesar de no tener nada, le dio todo: amor, calor, y fe.

Hoy, Eje ya no sufre. Se ha convertido en un angelito más, libre del dolor, envuelto ahora en la luz eterna.
Dios te tenga en Su gloria, pequeño. 🕊️

Reflexión final:

La historia de Eje no es un caso aislado. En hospitales públicos de todo México, cientos de familias enfrentan situaciones similares cada día. La pobreza no debería ser una sentencia de muerte. El amor de un padre no debería tener que luchar contra un sistema tan indiferente.

Que esta historia nos despierte la conciencia. Que nos enseñe a mirar con más compasión, a tender la mano, a ser ese ciudadano que se acercó con ayuda… porque a veces, un pequeño acto de bondad puede ser lo único que le queda a alguien en este mundo.

Descansa en paz, pequeño Eje Fabros. Tu corta vida tocó muchos corazones. ❤️