📖 La mujer que leía en las ruinas

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Capítulo 1: La caída del techo

Nairobi, 2025.

La tarde olía a humo antes de que la explosión llegara. En el barrio de Eastleigh, las paredes parecían temblar con cada rumor de guerra, como si la ciudad misma respirara con miedo. Salima estaba preparando té cuando el silbido atravesó el cielo, agudo, metálico, inconfundible. Un segundo después, el techo de su casa se vino abajo.

El estruendo partió el aire. Polvo, madera, ladrillos. El calor del fuego se mezcló con el frío de la sorpresa. En medio del caos, Salima no pensó en ropa ni en dinero. Solo en una cosa: el cuaderno azul.

Era pequeño, de tapas desgastadas, con manchas de grasa y algunas páginas dobladas. Durante años había escrito allí los cuentos que inventaba por las noches para sus hijos. Historias de reyes justos, niñas que hablaban con los pájaros, niños que podían detener las balas con un soplido. Ese cuaderno era lo único que ella consideraba suyo en un mundo que le arrebataba todo lo demás.

—¡Salima, corre! —gritó su vecina Ayaan desde la calle, tosiendo entre la nube de polvo.

Pero Salima ya estaba dentro, escarbando con las manos desnudas. El humo le quemaba los ojos, el polvo le rasgaba la garganta. Los ladrillos pesaban como piedras de tumba, pero no se detuvo. “El cuaderno… el cuaderno”, repetía como un rezo.

Lo encontró bajo una viga quemada, medio enterrado entre cenizas. El borde estaba chamuscado, pero las palabras aún respiraban en esas páginas. Lo apretó contra su pecho, jadeando, con los dedos ensangrentados.

Salió tambaleándose justo cuando otro estruendo sacudió la manzana. El aire caliente la empujó hacia adelante y cayó de rodillas sobre la tierra mojada.

Esa noche, junto a un centenar de desplazados bajo un puente, Salima abrazó a sus hijos. El menor, Nizar, con los ojos abiertos como dos lunas llenas de miedo, susurró:

—¿Vamos a morir, mamá?

Salima tragó saliva. Miró el cuaderno. Lo abrió con cuidado, como si fuese un tesoro.

—No, mi amor. No esta noche. Esta noche vamos a viajar.

Encendió una vela prestada y empezó a leer:

—“Había una vez una princesa con sandalias rotas y una risa que espantaba a los soldados…”

Los niños escucharon en silencio, sus ojos reflejaban la llama temblorosa. El ruido lejano de disparos se fue desdibujando, sustituido por dragones, castillos y bosques inventados. Por unos minutos, la guerra desapareció.

Cuando cerró el cuaderno, sus hijos dormían, respirando con la calma que solo la fantasía podía regalarles.

Salima se quedó despierta, mirando las ruinas a lo lejos. El cuaderno descansaba en su regazo. Con lágrimas secas en las mejillas, se prometió a sí misma que, mientras tuviera historias que contar, ninguna bomba podría destruirlos del todo.

Capítulo 2: La mujer que leía en las ruinas

Con los días, el puente donde Salima y sus hijos dormían se convirtió en algo más que un refugio improvisado: se transformó en un teatro de historias.

Al principio, eran solo Nizar y su hermano mayor, Karim, quienes escuchaban cada noche los relatos del cuaderno azul. Se arropaban con mantas agujereadas y dejaban que las palabras les dieran calor. Pero pronto otros niños del campamento se acercaron, atraídos por la voz suave de Salima.

Una niña, Asha, se sentó la primera vez en silencio, con las rodillas cubiertas de polvo y la mirada perdida. Cuando Salima empezó a leer, los ojos de Asha se iluminaron. La historia era sobre un perro que ladraba tan fuerte que espantaba a los aviones que surcaban el cielo. Al terminar, la niña preguntó tímidamente:

—¿Puedes leer otra?

Y así fue. La segunda noche, había diez niños. La tercera, veinte. Una semana después, los adultos también escuchaban, fingiendo que vigilaban a sus hijos, pero en realidad dejándose llevar por las historias.

El puente resonaba con las voces de dragones, héroes, princesas y campesinos que salvaban ciudades. Entre el eco de los disparos lejanos, las risas de los niños sonaban como una música inesperada.

Un voluntario extranjero, un joven de barba rubia que traía mantas y arroz, se detuvo a escuchar. Cuando terminó la lectura, se acercó.

—Esto no es importante —dijo con acento extraño—. Mejor sería que les enseñaras matemáticas o a leer en serio. Eso es útil.

Salima lo miró con dulzura.

—¿Sabes qué es útil para un niño que ha visto morir a su hermano? —preguntó en voz baja—. Una historia que le recuerde que aún puede volar sin tener que huir.

El joven enmudeció. No supo qué responder.

El cuaderno, poco a poco, se fue llenando de más relatos. Salima escribía durante el día, sentada sobre cajas de cartón, usando trozos de lápiz gastados que encontraba. Inventaba mundos donde los niños del campamento eran héroes. Karim se convirtió en un príncipe que podía detener la lluvia de bombas con un gesto. Asha se transformó en una maga que sanaba heridas con canciones. Nizar era un niño que llevaba alas invisibles y podía volar sobre los soldados.

Cada nuevo cuento era un salvavidas arrojado a un mar de desesperanza.

Un día, apareció un periodista europeo. Había escuchado rumores sobre la mujer que leía en las ruinas. Llegó con su cámara colgada al cuello y una libreta.

—¿Por qué haces esto? —preguntó, apuntando su grabadora hacia ella.

Meses después, empezaron a llegar donaciones: cajas de libros, cuadernos nuevos, lápices, incluso una carpa para protegerlos de la lluvia.

Y entonces ocurrió lo inesperado: una editorial en París envió una carta. Querían publicar los cuentos de Salima.

Ella no lo podía creer.

—Yo no estudié —dijo, temblando—. No sé de literatura. Solo escribo lo que me hubiese gustado escuchar cuando tenía miedo.

La editora respondió:
“Precisamente por eso. Porque nadie más puede contar lo que tú cuentas.”

Capítulo 3: Historias desde el polvo

La carta de la editorial viajó de mano en mano, como si tuviera alas propias. Cuando al fin llegó a Salima, todos los niños la rodearon para escuchar la noticia. Karim, ya adolescente, la leyó en voz alta.

—Quieren publicar tus historias en un libro, mamá. En París.

Hubo un silencio denso, roto solo por la risa de Nizar.

—¡Entonces serás famosa! —dijo él, saltando.

Pero Salima no sonrió. Pasó los dedos sobre el cuaderno azul, que ya estaba lleno de manchas, cenizas y páginas dobladas.

—No escribí para ser famosa —murmuró—. Escribí para que ustedes no se hundieran en el miedo.

Aun así, aceptó. No por ella, sino por el puente, por los niños, por cada mirada que se encendía cuando una historia empezaba.

🌍 El eco de las palabras

En 2026, el libro Historias desde el polvo fue publicado en Europa. La portada mostraba un dibujo hecho por Asha: un niño con alas de papel volando sobre ruinas.

El libro viajó más lejos que cualquier avión que hubiera pasado por encima del barrio de Salima. Se tradujo a diez idiomas. Se leyó en escuelas, en bibliotecas, en universidades. Profesores decían: “Aquí está la voz de quienes no suelen hablar”.

En la Feria del Libro de Frankfurt, periodistas esperaban verla. Pero ella no apareció.

Un editor le escribió:
—¿Por qué no viajas? Podrías recibir premios, entrevistas, reconocimiento.

Salima contestó con pocas palabras:
—No escribí para escapar. Escribí para quedarme. Aquí aún hay niños que me necesitan.

📚 La biblioteca bajo el puente

Con las donaciones, el campamento levantó una pequeña biblioteca. No tenía paredes de ladrillo, sino lonas de colores y estantes hechos con cajas de madera. La llamaron “La biblioteca del polvo”.

Cada tarde, Salima se sentaba en una caja y abría un libro. Ya no solo leía los suyos: también los de otros. Caperucita Roja, El Principito, poemas de Neruda, cuentos africanos. Los niños escuchaban con el mismo asombro con que antes miraban los aviones.

Una noche, mientras cerraba el cuaderno azul, Asha se acercó.

—¿Puedo escribir yo también?

Salima le entregó un lápiz nuevo.

—Escribe. Tus palabras también son un refugio.

Así comenzó una cadena. Los niños inventaban historias y las leían en voz alta. Poco a poco, dejaron de ser solo oyentes: se convirtieron en narradores.

✉️ El regreso de las voces

Un año después, Salima recibió otra carta. Esta vez venía de una escuela en Francia. Los alumnos habían leído su libro y querían enviar mensajes a los niños del campamento.

Llegaron decenas de cartas con dibujos, palabras de aliento, promesas de amistad. Karim, emocionado, tradujo algunas en voz alta:

—“Queridos niños, aunque estamos lejos, pensamos en ustedes. Vuestros cuentos nos han enseñado más que cualquier clase.”

Los pequeños del puente respondieron. Escribieron en hojas recicladas, con letras torcidas pero firmes. Contaron sus propios sueños: ser médicos, músicos, pintores.

El intercambio se convirtió en un puente más fuerte que el de cemento bajo el que vivían: un puente de palabras.

🌌 La última historia

El tiempo siguió corriendo. Algunos niños abandonaron el campamento cuando sus familias lograron mudarse a lugares más seguros. Otros crecieron, pero siempre volvían a escuchar a Salima.

Una noche, mientras la luna iluminaba las lonas desgastadas, Salima abrió el cuaderno azul y se dio cuenta de que ya no quedaba ninguna página en blanco.

—¿Qué harás ahora, mamá? —preguntó Karim.

Ella sonrió.

—Ahora les toca a ustedes escribir.

Ese fue el inicio de su última lectura. El cuento hablaba de una mujer que había perdido todo en la guerra, excepto su voz. Con esa voz, construyó casas invisibles, donde los niños podían dormir sin miedo. Cuando ella se fue, las casas quedaron en pie, porque ya vivían en los corazones de quienes la habían escuchado.

Al terminar, todos guardaron silencio. Algunos lloraron. Otros sonrieron.

Nizar, con los ojos brillantes, preguntó:

—¿Y cómo termina la historia, mamá?

—No termina —respondió Salima, cerrando el cuaderno con suavidad—. Porque ahora la siguen ustedes.

🌱 Epílogo

Años después, cuando la guerra fue solo un eco, la biblioteca bajo el puente aún existía. Ya no estaba hecha de lonas y cajas, sino de paredes firmes y estanterías repletas. En la entrada, un cartel decía:

“Biblioteca Salima – Donde las ruinas aprendieron a soñar.”

Los visitantes encontraban allí un cuaderno azul enmarcado detrás de un cristal. Era viejo, chamuscado y lleno de palabras torcidas. En la primera página, escrita con tinta temblorosa, había una dedicatoria:

“Para mis hijos y para todos los que algún día necesiten creer que un cuento puede salvarlos.”

Los niños del campamento se habían convertido en adultos. Algunos médicos, otros maestros, otros escritores. Y todos repetían lo mismo:

—No sobrevivimos por las armas ni por la ayuda extranjera. Sobrevivimos porque hubo una mujer que nos leía en las ruinas.