Embarazó a sus 4 hermanas menores y comió los bebés: el hijo más diabólico de Sinaloa

La Casa del Silencio: La Tragedia de los Mendoza

 

El calor en las afueras de Culiacán, Sinaloa, no es simplemente una temperatura; es una entidad física, un peso invisible que aplasta la voluntad y desdibuja los límites de la realidad. En 1987, ese calor sofocante parecía concentrarse con una malevolencia particular sobre una construcción modesta de adobe y ladrillo situada al final de un camino de terracería olvidado por Dios. La casa, con su techo de lámina oxidada que gemía bajo los vientos del norte, se alzaba solitaria, rodeada por campos de maíz que se extendían como un océano verde y dorado hasta donde alcanzaba la vista.

Nadie que pasara por allí podría haber imaginado que, detrás de aquellas paredes descascaradas por el sol inclemente, se estaba gestando una de las pesadillas más oscuras que marcaría para siempre la memoria colectiva del estado.

El Ascenso del Patriarca

 

La desgracia llegó primero disfrazada de accidente. Cuando el padre de la familia murió triturado por la maquinaria agrícola, el eje del mundo de los Mendoza se rompió. Doña Refugio, la madre, incapaz de procesar el duelo, se retiró a las sombras de su habitación. Allí, entre rezos murmurados y lamentos que resonaban como ecos fantasmales por los pasillos, se desconectó de la realidad, dejando a sus hijos a la deriva.

Fue entonces cuando Mateo, el mayor de 23 años, asumió el mando. Al principio, para sus hermanas —Lucía de 16, Mariana de 14, Rosa de 12 y la pequeña Jimena de 11—, Mateo parecía ser el salvador, el hombre fuerte que mantendría el orden. Pero la sombra de Mateo era mucho más oscura y alargada de lo que cualquiera pudo prever.

El cambio fue sutil, como la humedad que penetra los cimientos antes de derrumbar la casa. Comenzó con las reglas. Las ventanas debían permanecer cerradas, convirtiendo la casa en un horno perpetuo. El contacto con el exterior fue prohibido. —Es por su bien —repetía Mateo con una sonrisa que curvaba sus labios pero nunca iluminaba sus ojos—. El mundo está lleno de peligros. Aquí, conmigo, están seguras.

Don Felipe Ortega, el vecino más cercano, vivía a un kilómetro de distancia. La lejanía física no le impidió notar la ausencia de las niñas en la escuela y en el pueblo. Cuando confrontó a Mateo en el mercado, recibió una respuesta ensayada, dicha con una calma que helaba la sangre: —He decidido educarlas en casa. Necesitan cuidar a mamá. Don Felipe aceptó la excusa, pero una incomodidad inexplicable, como una astilla bajo la piel, se instaló en su pecho. Vio a Mateo alejarse, levantando nubes de polvo con sus botas, y sintió que algo terrible se ocultaba tras esa espalda recta y orgullosa.

El Secreto Sagrado

 

Cuando caía la noche y el campo de maíz callaba, el verdadero horror despertaba. Mateo comenzó a visitar las habitaciones. Primero fue con Lucía. Sus pasos pesados en el pasillo de cemento pulido eran el preludio de la tortura. —No llores —susurraba en la oscuridad, mientras Lucía temblaba—. Esto es lo que Dios quiere. Somos una familia especial, escogida. Nadie más puede entender nuestra pureza.

Lucía aprendió a disociarse. Cerraba los ojos y su mente volaba hacia los recuerdos de su padre, hacia los días de río y sol, pero esas memorias se volvían cada vez más borrosas, desgastadas por la brutalidad del presente.

Meses después, el cuerpo de Lucía comenzó a cambiar. Mateo reunió a las hermanas en la sala, ignorando la presencia ausente de Doña Refugio, y con la tranquilidad de quien habla del clima, anunció: —Van a haber cambios. Es natural. Es parte del plan. Es nuestro secreto sagrado. Mariana, con la inocencia de sus 14 años intentando imponerse al miedo, protestó invocando la memoria de su padre. La respuesta de Mateo fue un golpe seco que la derribó, manchando el piso de sangre. —Ese hombre nos abandonó —siseó él, con el rostro transfigurado por una furia repentina—. Yo soy quien los mantiene vivos. Sin mí, morirían de hambre. Aprendan a agradecer.

Ese día murió la última esperanza de rebelión verbal. El silencio se convirtió en el quinto inquilino de la casa, un manto denso que cubría los gritos ahogados

.

El Sótano

 

En marzo de 1988, Lucía dio a luz. Fue un parto atendido por Mateo con una eficiencia clínica aterradora. Cuando el llanto de un niño varón rompió el silencio de la madrugada, Lucía extendió los brazos, buscando instintivamente a su hijo. Mateo se lo negó. —Él no puede quedarse. Sería nuestra ruina —dijo, y sin más, envolvió al recién nacido y salió de la habitación.

Las hermanas escucharon sus pasos descender hacia el sótano, un lugar prohibido donde el padre solía guardar herramientas. Mateo pasó horas allí abajo. Al subir, al día siguiente, sus manos estaban impecables y su rostro irradiaba una paz demoníaca. —El problema está resuelto —anunció mientras desayunaba—. Ahora podemos continuar.

El ciclo se repitió con una precisión macabra. Mariana fue la siguiente, perdiendo el brillo de la infancia en las noches de visita de su hermano. Luego Rosa, quien intentó huir, pero fue capturada y golpeada con tal brutalidad que las cicatrices de su cuerpo palidecían ante las de su alma. —Si intentas escapar de nuevo, mataré a Jimena frente a ti —le advirtió Mateo. Y Rosa, quebrada, aceptó su destino.

Los años pasaron arrastrándose. 1989, 1990, 1991. Las cuatro hermanas habían dado a luz. Los bebés nacían y desaparecían en el sótano. Mateo, en su delirio, se veía como un patriarca bíblico, un guardián de un linaje que debía permanecer “puro”, aunque esa pureza estuviera cimentada en el incesto y el infanticidio.

Afuera, la tierra parecía rechazar tanta maldad. Los campos alrededor de la casa se volvieron estériles; zonas muertas donde el maíz se negaba a crecer, como si el suelo mismo supiera lo que yacía bajo los cimientos. Los perros del pueblo aullaban al pasar cerca, y los rumores de una “casa maldita” comenzaron a circular en Culiacán.

La Revelación

 

Fue Jimena, la menor, quien rompió el ciclo. Había dado a luz hacía dos meses, y la desaparición de su bebé había fracturado algo dentro de ella. Pero esa fractura no la debilitó; liberó una rabia volcánica.

Una tarde de octubre, aprovechando la siesta de Mateo, Jimena bajó al sótano. El chirrido de la puerta fue un grito en el silencio. Bajó los escalones de madera podrida y el olor la golpeó primero: una mezcla densa de hierro, humedad y algo dulzón, putrefacto. Al encender la bombilla solitaria, la realidad superó cualquier pesadilla.

Estantes improvisados cubrían las paredes. En ellos, frascos de vidrio con líquido formol conservaban pequeños cuerpos, fetos y neonatos, etiquetados con la caligrafía meticulosa de Mateo: Lucía, marzo 88. Mariana, julio 89…

Jimena vomitó violentamente. Pero el horror no terminaba ahí. Sobre una mesa central había huesos pequeños, blanqueados y ordenados como trofeos. Y en un rincón, un refrigerador. Al abrirlo, encontró recipientes con carne fresca. La comprensión la golpeó con la fuerza de un mazo: no solo los mataba; los “integraba”.

Un grito desgarrador escapó de su garganta, despertando al monstruo arriba. Mateo bajó las escaleras con los ojos inyectados en furia y locura. —¡Te prohibí bajar aquí! —bramó, atrapándola. —¡Eres un monstruo! ¡Te los comiste! —gritó ella, luchando. —Los estoy honrando —respondió él con una calma escalofriante—. Preservo la pureza. Su esencia se vuelve parte de mí. Es un ciclo perfecto.

La encerró en la oscuridad, junto a los restos de sus sobrinos e hijos.

El Final del Reinado

 

Arriba, las hermanas habían escuchado todo. La confirmación de sus peores miedos encendió una chispa final de supervivencia. —Nos va a matar —dijo Lucía—. De una forma u otra, esto termina hoy.

Cuando Mateo subió, encontró a sus hermanas esperándolo, no como víctimas, sino como una jauría acorralada. La pelea fue caótica y sangrienta. Rosa, con su espalda lastimada, logró desarmarlo momentáneamente. Lucía se lanzó sobre él, arañando y mordiendo. En la confusión, Jimena logró forzar la cerradura del sótano y correr hacia la puerta principal.

Salió disparada hacia la noche, sus pies descalzos golpeando la tierra, ignorando las piedras y espinas. Corrió hasta que sus pulmones ardieron, llegando a la puerta de Don Felipe Ortega. —¡Ayúdenos! ¡Los mató a todos! —suplicó antes de colapsar en los brazos de Doña Carmen.

La policía llegó media hora después. Encontraron a Mateo sentado en la sala, cubierto de la sangre de sus hermanas a quienes había logrado someter de nuevo. No opuso resistencia. —Llegaron tarde —dijo con serenidad—. El ritual está completo.

Los hallazgos en el sótano hicieron vomitar a los oficiales veteranos. El diario de Mateo, detallando cada violación y cada sacrificio, junto con la evidencia física en el refrigerador, confirmaron que el mal absoluto existía y tenía forma humana.

Las Secuelas del Infierno

 

El juicio fue un espectáculo macabro. Mateo, diagnosticado con una psicosis profunda entremezclada con mesianismo, nunca mostró arrepentimiento. —Algún día entenderán que fue por amor —les dijo a sus hermanas tras ser sentenciado a cadena perpetua. Lucía se puso de pie en el tribunal, temblando pero firme: —Eso no fue amor. Fue maldad. Y espero que te pudras recordándolo.

Mateo murió en prisión en 2012, asesinado por otros reclusos que conocían la naturaleza de sus crímenes. Nadie reclamó su cuerpo; sus cenizas se perdieron en el anonimato de una fosa común, un final gris para quien se creía un dios.

Pero la verdadera historia no fue la muerte del monstruo, sino la supervivencia de las víctimas. El camino no fue fácil. Rosa nunca pudo sanar; su cuerpo y su mente estaban demasiado rotos, y una sobredosis en 1998 puso fin a su dolor. Doña Refugio terminó sus días en una institución psiquiátrica, mirando a la nada.

Sin embargo, Lucía y Mariana encontraron formas de seguir respirando. Y Jimena, la pequeña que se atrevió a bajar al sótano, convirtió su trauma en una espada: se volvió trabajadora social y escritora, dedicando su vida a salvar a otros niños de monstruos invisibles.

Epílogo

 

En 2018, donde una vez se alzó la casa de los Mendoza, el gobierno inauguró un pequeño parque memorial. No hay rastro de los cimientos manchados de sangre ni del sótano de los horrores. Solo hay árboles, bancos y una placa que reza: “En memoria de los inocentes”.

Jimena asistió a la inauguración. De pie frente a la placa, sintió el viento de Sinaloa, el mismo viento que años atrás traía el olor de la muerte. Una trabajadora social le preguntó si estaba bien. —No —respondió Jimena con la honestidad brutal de quien ha visto el infierno y ha regresado—. Probablemente nunca lo estaré completamente. Pero estoy aquí. Estoy de pie. Y él ya no existe.

La historia de los Mendoza permanece como una cicatriz en Culiacán, un recordatorio de que a veces el peligro no acecha en las calles oscuras, sino detrás de la puerta cerrada de un hogar familiar. Pero también es un testamento de la inquebrantable voluntad humana de sobrevivir, de cómo, incluso en la oscuridad más absoluta, cuatro niñas lograron encontrar, aunque fuera a tientas y con dolor, el camino de regreso a la luz.