Bajo el cielo plomizo de Oaxaca, en octubre de 1893, vientos furiosos azotaban las montañas. En la cima de un cerro apartado, olvidada por el tiempo, se erguía una casa de adobe y madera. Allí vivían las tres hermanas Mendoza: Dolores (40), Refugio (38) y Catalina (35). Endurecidas por la soledad y criadas bajo el yugo de un sacerdote tirano, ahora muerto, rehuían todo contacto con el pueblo de San Bartolomé, situado a tres horas de camino. Los lugareños las rehuían, llamándolas brujas.

Un día, esa solitaria existencia fue interrumpida por una carta. Su tío Ezequiel, de Tlacolula, estaba gravemente enfermo y les rogaba que acogieran temporalmente a su único hijo, Tomás, un carpintero de 20 años que necesitaba huir de deudas de juego y hombres peligrosos.

Las hermanas deliberaron. Refugio desconfiaba. “No necesitamos a nadie aquí”, dijo con voz áspera. Pero Dolores, la mayor, vio una oportunidad. “Un hombre en la casa”, murmuró. “Para trabajos pesados. Arreglar el tejado, cortar leña”. Sabía que contratar a alguien del pueblo expondría su aislamiento, pero Tomás era familia. “Nos deberá protección”, concluyó. Un entendimiento oscuro y tácito se selló entre las tres; la soledad y el resentimiento habían hecho germinar una idea retorcida.

Tres semanas después, Tomás Mendoza llegó a caballo. Era un joven atlético y de rostro bronceado, que sintió una extraña hostilidad emanando del lugar. Las hermanas lo recibieron con sonrisas forzadas. Le mostraron la casa, sombría y húmeda, con crucifijos oxidados en las paredes, y lo instalaron en una pequeña habitación al fondo.

Los primeros días transcurrieron con aparente normalidad. Tomás trabajaba duro reparando el techo y la cerca, siempre bajo la mirada constante y silenciosa de las tres mujeres, que murmuraban entre ellas. Durante las cenas frugales, sentía sus ojos fijos en él, evaluándolo como depredadores a su presa.

Una noche, semanas después de su llegada, Tomás se despertó sobresaltado por susurros. Vio a las tres hermanas reunidas a la luz de una vela. “Es perfecto”, dijo Catalina con extraña emoción. “Joven, fuerte”. “Nuestro padre nos enseñó”, añadió Refugio. “Un hombre debe servir a su familia. Debe obedecer”. “Empezaremos mañana”, decidió Dolores. “Has trabajado lo suficiente. Ahora aprenderás tu verdadero propósito aquí”.

Aterrorizado, Tomás decidió huir al amanecer, pero no tuvo oportunidad. Cuando despertó, las tres estaban en su habitación. Dolores sostenía un jarrón, Refugio cuerdas pesadas. Se sintió mareado y débil; le habían puesto algo en la cena. Intentó resistirse, pero la droga y la fuerza coordinada de las mujeres lo superaron. Le ataron manos y pies, y Dolores le obligó a tragar más líquido del jarrón. Todo se volvió oscuro.

Recobró la conciencia sintiendo un dolor punzante. Estaba en un desván sin ventanas, oscuro y con un olor nauseabundo. Gruesas cadenas de hierro lo sujetaban a la pared. Gritó pidiendo ayuda, pero la puerta solo se abrió para revelar a sus primas.

“Nadie puede oírte aquí”, dijo Dolores con calma. “Las paredes son gruesas”. “¿Por qué? ¡Soy su primo!”, suplicó él. “Precisamente por eso”, respondió Refugio. “La familia permanece unida. Ahora formas parte de esta casa para siempre”. Catalina se acercó, con los ojos brillantes de locura. “Hemos estado solas demasiado tiempo, Tomás. Necesitamos un hombre que se quede”.

Comenzó una pesadilla. Le obligaban a comer una papilla insípida, reaccionando a su resistencia con violencia. “Aprenderás a obedecer”, siseó Dolores, después de que Refugio lo golpeara por maldecir a su difunto padre tirano. “Él comprendió el orden natural. Nos enseñó a tomar lo que necesitábamos”.

Pero lo peor llegaba por la noche. Comprendió dolorosamente lo que querían: un marido esclavo, sin voluntad ni derechos. Se turnaban. Catalina fue la primera. “Esta es tu primera noche como esposo”, dijo con voz temblorosa. “Serás el esposo de tres”. Cuando él se negó, ella replicó fríamente: “Puedes cooperar, o puedo llamar a mis hermanas. Tú decides cuánto sufrimiento quieres añadir”. Esa noche, su espíritu se quebró.

Las semanas se convirtieron en meses de un ciclo infernal: Catalina, luego Refugio, luego Dolores. Durante el día, le contaban historias de su infancia, de cómo su padre les enseñó que la única manera de tener un hombre era controlarlo por completo.

Tomás intentó escapar dos veces. La primera, logró aflojar un anillo de la pared, pero Dolores lo descubrió. El castigo fue brutal: lo golpearon con varas hasta dejarle la espalda ensangrentada y acortaron las cadenas. “Si lo intentas de nuevo”, advirtió Dolores, “te cortaremos los tendones de los pies”. La segunda vez, meses después, fingió una enfermedad grave. Cuando aflojaron las cadenas para examinarlo, empujó a Catalina y corrió, pero su cuerpo debilitado no pudo con Refugio, quien lo derribó.

Después de un año, Tomás ya no era el mismo. Delgado, pálido, con el cabello y la barba largos y enmarañados, su mirada estaba vacía, ausente, derrotada. Habían logrado su objetivo.

Una noche, las tres bajaron a “celebrar” su primer año de obediencia. “Hemos decidido algo”, anunció Dolores. “Te permitiremos salir del desván. Vivirás en una habitación en el piso de arriba, con luz natural. Pero estarás encadenado a la cama”.

El cambio fue mínimo, pero la luz del sol, aunque filtrada por ventanas tapiadas, era un alivio a la oscuridad perpetua. Su rutina nocturna continuó, y durante el día, una de ellas siempre lo vigilaba. Pasaron dos años más. Tomás, hundido en la apatía, intercambiaba palabras ocasionales con sus captoras. “¿Nunca te cansas de esto?”, le preguntó un día a Refugio. “No me siento sola cuando estás conmigo”, respondió ella. “Antes solo existía la soledad. Ahora tenemos un esposo”.

En marzo de 1896, Dolores enfermó gravemente. Una tos profunda que se convirtió en tuberculosis. A pesar de las súplicas de Catalina, Dolores prohibió buscar un médico. “No pueden saber de nosotros. No pueden encontrar a Tomás”, jadeó. “Si muero, muero, pero nuestro secreto debe permanecer”.

Dolores murió dos semanas después. Refugio y Catalina la enterraron en el terreno detrás de la casa, junto a la tumba de su padre. El equilibrio de poder se había roto. Esa noche, ambas fueron a la habitación de Tomás, destrozadas por el dolor. Catalina tomó la llave de Dolores, pero fue Refugio quien habló. “¿Nos odias?”, preguntó. Tomás, sorprendido por su propia honestidad, admitió: “No. Ya no siento nada”. Refugio asintió. “Te hemos destruido. Y con eso, nos hemos destruido a nosotras mismas”.

Las semanas siguientes fueron tensas. Las hermanas supervivientes discutían constantemente. Catalina se aferraba a la única vida que conocía, pero Refugio estaba rota por la culpa.

Una mañana de abril, tres semanas después de la muerte de Dolores, Refugio entró sola a la habitación de Tomás, sosteniendo la llave. “Voy a liberarte”, dijo con calma. “Esto está mal. Siempre estuvo mal. Creo que la muerte de Dolores fue el castigo de Dios”. “¡No puedes!”, gritó Catalina desde la puerta. “Puedo y lo haré”, respondió Refugio. “Si quieres detenerme, tendrás que matarme”.

Con manos temblorosas, Refugio abrió los grilletes. Por primera vez en tres años, Tomás fue libre. Sus piernas apenas lo sostenían. “Vete”, le ordenó Refugio. “Coge comida, tu caballo está en el establo. No mires atrás”.

Tomás caminó con pasos vacilantes hacia la puerta principal. El sol lo cegó. El aire fresco de la montaña llenó sus pulmones. Encontró el caballo, tomó provisiones y, tras una última mirada a la casa de su horror, montó y comenzó el descenso.

El viaje de tres horas fue una agonía. Llegó a San Bartolomé al anochecer. Su aspecto aterrador –demacrado, con ropas raídas y la mirada perdida– hizo que los aldeanos se santiguaran a su paso. Se dirigió a la iglesia y, justo cuando el Padre Miguel cerraba las puertas, Tomás logró articular una palabra: “Ayuda”. Luego, se desplomó del caballo, inconsciente.

Cuando Tomás despertó, se encontraba en una cama limpia en la casa parroquial. Una mujer le ponía un paño húmedo en la frente mientras el Padre Miguel lo observaba con preocupación. “Has estado inconsciente durante días, hijo”, dijo el sacerdote con voz suave. “El médico del pueblo te ha visto. Estás gravemente desnutrido y deshidratado, pero estás a salvo”.