Nunca imaginé que mi madre sería la primera en darme la espalda. Toda mi vida la vi como una mujer fuerte, luchadora, alguien que jamás me dejaría sola. Pero todo cambió el día en que nació mi hijo.

Aún recuerdo esa sala de hospital, el olor a desinfectante, el sonido de las máquinas y mis lágrimas de felicidad cuando lo escuché llorar por primera vez. Lo tomé entre mis brazos y, aunque los médicos me dijeron que tenía síndrome de Down, yo solo vi a un bebé hermoso, con ojitos brillantes que parecían confiar plenamente en mí.

Cuando mi madre entró en la habitación, pensé que correría a abrazarlo, que lloraría conmigo de emoción. Pero en lugar de eso, se detuvo en seco, con una expresión que me desgarró.

—Ese niño… —dijo con un tono frío—. Ese niño no debería estar aquí.

Me quedé paralizada.
—¿Qué dices, mamá? ¡Es tu nieto!

Su mirada fue dura, implacable.
—Lo mejor que puedes hacer es dejarlo en un hogar. ¿Sabes lo que significa criar a alguien así? Te vas a arruinar la vida, y él nunca será lo que sueñas.

Sentí que el mundo se derrumbaba bajo mis pies. Miré a mi hijo, que se acomodaba en mi pecho buscando calor, y comprendí en ese instante que jamás podría seguir su consejo.

—Mamá, si no eres capaz de amarlo, entonces tampoco me ames a mí —respondí, con la voz quebrada.

Ese mismo día la eché de la habitación.

Los primeros meses fueron un infierno. Estaba sola, sin dinero, sin apoyo. Muchas noches lloré en silencio, preguntándome cómo iba a darle todo lo que necesitaba. Pero cada sonrisa de mi hijo, cada balbuceo y cada pequeño avance, me recordaban que valía la pena seguir adelante.

Con el tiempo, conocí el rechazo en carne propia. Vecinos que murmuraban a mis espaldas:
—Pobrecita, seguro el padre la dejó por eso…
Madres que me miraban como si mi hijo fuera una carga, un castigo. Y cada comentario dolía como una herida nueva.

Lo más duro fue cuando mi madre regresó. Llegó a mi casa, se sentó en el sillón y, sin rodeos, me dijo:
—Aún estás a tiempo. Entrégalo. Te prometo que algún día me lo agradecerás.

Ese día no me contuve.
—¿Sabes qué, mamá? Tú me enseñaste que la familia lo es todo. Y ahora vienes a pedirme que traicione a mi propio hijo. ¡Pues no! Él se queda conmigo, aunque todos me den la espalda.

Ella se levantó indignada, me gritó que estaba cometiendo el error más grande de mi vida, y se marchó dando un portazo.

Quizás tenga razón. Tal vez mi vida no será como la de otras mujeres. Tal vez siempre tenga que remar contra corriente. Pero cuando mi hijo me abraza, cuando pronuncia “mamá” con esa dulzura que derrite cualquier tristeza, sé que el verdadero error habría sido no luchar por él.

Hoy, mientras lo llevo de la mano a su terapia, la gente me dice:
—Qué valiente eres.

Yo solo sonrío. No soy valiente. Solo soy una madre que eligió amar sin condiciones.