El agua helada caía como cuchillo sobre la piel del bebé. El llanto agudo de la criatura de 6 meses desgarraba la noche

mientras su madre, Patricia Mendoza, intentaba protegerlo con su propio cuerpo, pero era inútil. Rocío Salazar,

la dueña del edificio, sostenía la manguera con una expresión de desprecio grabada en su rostro mientras el chorro

seguía cayendo sobre ellos sin piedad. Patricia tenía 32 años.

Pero el cansancio en sus ojos la hacía parecer de 50. Tres hijos, tres bocas

que alimentar con apenas 120 pesos que le quedaban en el bolsillo. La colonia

Santa María Insurgentes en el oriente de la Ciudad de México, era conocida por sus calles polvorientas y edificios

grises, donde la pobreza no era la excepción, sino la regla. Pero Patricia

nunca pensó que llegaría el día en que alguien le haría algo así. Ya te dije que no puedes lavar aquí”, gritó Rocío,

cerrando por fin la llave del agua. “Este patio es mío. Pagaste renta por el cuarto, no por usar mi agua.” Danielito,

el bebé, lloraba con desesperación. Sus labios estaban morados del frío. Juana,

la hija mayor de 8 años, abrazaba a su hermano menor, Kevin de 4 años, mientras

ambos temblaban en una esquina del patio. Habían visto todo. Patricia

sintió que algo se rompía dentro de ella. “Señora, por favor, solo estaba

lavando la ropa de mis hijos”, susurró Patricia con la voz quebrada. No tengo

para ir a la lavandería. Pues consíguete, interrumpió Rocío cruzándose de brazos. O crees que yo tengo dinero

de sobra. El agua cuesta y si no te gusta, ahí está la calle. Patricia

recogió a Danielito del piso de cemento mojado. El bebé seguía llorando, empapado, temblando. La ropa que había

estado lavando a mano yacía esparcida por el patio, sucia de nuevo por el agua

que Rocío había lanzado sin control. Juana corrió hacia su madre y abrazó sus

piernas. “Mami, tengo frío”, dijo la niña con voz pequeña. Patricia no

respondió. No podía. Las palabras se habían atascado en su garganta junto con

las lágrimas que se negaba a derramar frente a esa mujer. Recogió la ropa mojada como pudo, acomodó a Danielito

contra su pecho y tomó a Kevin de la mano. Juana caminaba detrás en silencio.

El cuarto que rentaban medía apenas 3 m por 4. Una cama matrimonial ocupaba casi

todo el espacio. En una esquina había una pequeña estufa de dos hornillas y

sobre una tabla de madera apoyada en tabiques algunos trastes despostillados.

No había baño propio, tenían que compartir uno con otras cinco familias del edificio. Tampoco había calefacción.

En las noches frías de febrero se cubrían con las cobijas raídas que Patricia había conseguido en un mercado

de segunda mano. Patricia quitó la ropa mojada a Danielito con manos temblorosas. El bebé seguía llorando, su

cuerpecito sacudido por escalofríos. No tenía ropa seca de repuesto. La única

muda limpia que le quedaba estaba entre la ropa que Rocío había arruinado con el agua sucia del patio. “Mami, ¿por qué la

señora nos hizo eso?”, preguntó Juana sentada en la cama junto a Kevin.

“Porque porque a veces la gente olvida lo que es tener el corazón lleno”, respondió Patricia envolviendo a

Danielito en una toalla delgada. Pero nosotros no vamos a olvidarlo nunca, ¿me oyes? Juana asintió, aunque sus ojos

seguían llenos de miedo. La historia de Patricia no siempre había sido así. 5

años atrás vivía en un departamento pequeño, pero digno en la colonia Moctezuma. Trabajaba como cajera en un

supermercado. Ganaba lo suficiente para pagar la renta y comprar comida. Su

esposo, Roberto, era albañil. Juntos formaban un equipo sólido. No les

sobraba, pero tampoco les faltaba. Todo cambió cuando Roberto sufrió un accidente en una obra. Una viga mal

asegurada cayó sobre su espalda. Pasó 6 meses en recuperación. Patricia tuvo que

dejar su trabajo para cuidarlo y cuidar a los niños. Los ahorros se evaporaron

en medicinas y consultas médicas. Cuando Roberto finalmente pudo volver a trabajar, su espalda nunca fue la misma.

Los dolores crónicos le impedían cargar peso. Nadie contrataba a un albañil que

no podía hacer trabajo pesado. Comenzó a beber primero poco, después cada vez

más. Las discusiones se volvieron constantes. Patricia buscó trabajo donde

pudo, limpiando casas, lavando ropa ajena, vendiendo dulces en el metro,

pero con tres niños pequeños era imposible mantener un empleo fijo.

Roberto desapareció una noche de hace 8 meses. Simplemente se fue, dejó una nota

sobre la mesa. No puedo más. Perdóname. Patricia se quedó sola con 180 pesos,

tres hijos y una deuda de dos meses de renta. El casero la desalojó sin contemplaciones.

Una conocida le contó sobre el cuarto de Rocío Salazar. Es barato le dijo. Lo que no le dijo era

que Rocío era una mujer amargada que trataba a sus inquilinos como si fueran basura.

Ahora, sentada en el borde de la cama con Danielito envuelto en la toalla húmeda, Patricia sentía el peso de cada

decisión equivocada, cada golpe del destino, cada oportunidad perdida. El

bebé había dejado de llorar, pero su respiración era agitada. Juana y Kevin

la miraban con esos ojos grandes que parecían preguntarle en silencio. ¿Y ahora qué, mami? Patricia miró el reloj

de pared que había salvado del desalojo las 8 de la noche. Los niños no habían

cenado. Ella tampoco había comido desde el desayuno un pedazo de pan dulce que

había compartido con Kevin. En el estante quedaban tres tortillas duras del día anterior, media bolsa de

frijoles y un poco de arroz. Con los 120 pesos que le quedaban tenía que pagar la

luz del cuarto, 50 pesos que Rocío cobraba aparte y comprar comida para

toda la semana. “Mami, tengo hambre”, dijo Kevin con voz

débil. Patricia cerró los ojos. “Dios mío,”, pensó, “sé que no soy nadie para

pedirte nada. Sé que he cometido errores, pero por favor, mis hijos

tienen hambre, son inocentes, no merecen esto. Prendió la estufa, calentó las

tres tortillas y sirvió un poco de frijoles refritos en tres platos despostillados,