Su nombre era Calunga Nendombê, y era un maestro herrero en el Reino del Congo. Sus manos transformaban el hierro bruto en belleza y fuerza; sus herramientas eran las mejores, sus hachas las más afiladas. Su fragua era el corazón de la aldea, y su hermana menor, Abena, de quince años, era la música de ese corazón, cantando mientras ayudaba a avivar el fuego. “Un día”, le dijo él, “haré una corona que hasta los portugueses envidiarán”.

Esa fue su última noche de paz.

Antes del amanecer, el ataque rasgó la aldea. Tiros, gritos y cadenas. Comerciantes de carne humana, cazadores de gente, barrieron su hogar. Calunga agarró un hacha y a Abena, pero un disparo lo derribó. Despertó atado, junto a ella, iniciando una marcha de semanas hacia la costa.

En el puerto de Luanda, fueron arrojados a barracones que apestaban a muerte. Luego, la oscuridad total del barco negrero. Cientos de almas apiladas, el olor a vómito, heces y desesperación impregnándolo todo. Calunga susurraba historias a Abena para mantener viva la esperanza, pero una noche, los marineros se la llevaron. Cuando regresó horas después, su mirada estaba vacía. Ya no hablaba, ya no cantaba.

Desembarcaron en Río de Janeiro en 1863, quemados por un sol que no habían visto en meses. Fueron vendidos como animales. Un hombre de traje limpio y sombrero blanco, el Comendador Batista, examinó las manos de Calunga. “Este tiene manos de herrero”, dijo. “Y la muchacha también. Servirá para la Casa Grande”.

Fueron llevados a la Fazenda Santa Honorina, en el Vale do Paraíba. Un lugar de café, donde el látigo seguía sonando. A Calunga lo rebautizaron como Calum. Durante quince años, fue el herrero silencioso. Quince años martillando hierro, tragando rabia, aprendiendo el idioma y observando. Abena trabajaba en la cocina. Apenas se veían, pero ella estaba viva. Eso era lo único que importaba.

Hasta el día en que llegaron cinco hombres a caballo. Políticos y hacendados. Calum, fingiendo trabajar, escuchó desde la ventana de la sala. El Comendador Batista estaba vendiendo “mercancía especial”. Cuatro jóvenes entraron en fila, temblando. Una de ellas era Abena.

“Esta es excelente”, dijo Batista a un diputado gordo. “Sabe servir, hace todo lo que le mandan”. “¿Cuánto?” “Mil contos de réis. Para usted, 800”. El trato se cerró con un apretón de manos. Abena había sido vendida.

Calum sintió que el mundo giraba. Quiso matarlos a todos, pero sabía que moriría y Abena sería llevada de todos modos. Esa noche, la tía Josefa, una anciana cocinera que llegó en el mismo barco que ellos, le entregó a Calum un trozo de tela. Abena había escrito en él con carbón: “Hermano, me llevan a casa del Coronel Vittor Reis, Rua do Ouvidor, Río de Janeiro. No llores por mí, solo recuerda”.

Fue la última palabra que Calum pronunció. Al día siguiente, vio cómo se llevaban a su hermana en una carreta.

El silencio de Calum se volvió más pesado que el plomo. Durante días, se negó a comer. Luego, volvió a la fragua, pero algo había cambiado. El herrero del Congo comenzó a planear.

En las noches más oscuras, cuando la fazenda dormía, Calum trabajaba en una fragua secreta que cavó bajo el suelo de su taller. Allí, con el sigilo de una sombra, forjó sus herramientas de venganza. Ganchos afilados, trampas de metal, hojas curvas. Cada pieza de metal guardaba quince años de dolor.

Un niño, Tonico, lo descubrió. “Vas a matarlos, ¿verdad?”, susurró el niño. Calum asintió. “Puedo vigilar”, ofreció Tonico. Calum ganó un aliado.

La venganza comenzó en una noche sin luna. El primero fue Torquato, el capataz que amaba el látigo. Calum lo atrajo a la fragua. Torquato entró gritando, “¿Dónde estás, maldito negro?”. En la oscuridad, Calum, rápido como un gato, agarró el látigo del capataz. En un movimiento brutal, usó su propia herramienta contra él, introduciéndole el látigo por la garganta con tal fuerza que la punta salió por la nuca.

A la mañana siguiente, el grito del Comendador rasgó el aire. Encontraron el cuerpo de Torquato en la forja, en un charco de sangre seca. “¡Hay un asesino entre ustedes!”, gritó Batista a los esclavos alineados, pero nadie respondió. Los otros cinco capataces—Zezé, Aniceto, João Paulo, Reis y Raimundinho—temblaban.

El miedo se instaló en Santa Honorina. Tres días después, le tocó a Zezé do Mucambo, el que tomaba a las mujeres por la fuerza. Calum, advertido por Tonico, preparó una trampa en el almacén de aceite. Zezé entró solo y un cable de metal oculto hizo que tropezara, activando un mecanismo que volcó sobre él un balde entero de aceite hirviendo. Sus gritos se oyeron hasta la Casa Grande.

Dos muertes. El Comendador estaba fuera de sí. “¡Quiero a ese negro muerto para mañana!”, gritó a los capataces restantes.

El siguiente fue Aniceto, el soplón, el que contaba todo al Señor. Aterrorizado, Aniceto decidió huir esa noche. Mientras preparaba su caballo en el establo, notó que una herradura parecía extraña. Era una de las creaciones de Calum. Cuando Aniceto la agarró, un mecanismo oculto liberó un alambre de metal que se enrolló en su garganta. Cuanto más tiraba, más apretaba. Murió estrangulado en silencio.

La venganza de Calum no se detuvo. El pánico se apoderó de Santa Honorina. João Paulo, el que cortaba orejas, fue el siguiente. Reis, que arrancaba uñas, le siguió. Y Raimundinho, el pirómano, encontró su fin en un infierno de su propia creación, consumido por el fuego que tanto disfrutaba usar contra los demás.

Finalmente, una noche, la rebelión alcanzó su punto álgido. Seis cuerpos yacían en el suelo de la fazenda. Los seis capataces estaban muertos.

Calum, el herrero del Congo, caminó hacia la Casa Grande. La puerta estaba abierta. El Comendador Batista estaba adentro, pálido, temblando. Su hija, Euvira, la joven que solo sabía bordar y tocar el piano, estaba paralizada de miedo.

La escena final se congeló en el tiempo: seis cuerpos en el suelo, la hija del Señor en los brazos del esclavo, y un esclavo con sangre en los ojos.

Calum miró a Batista, el hombre que se hacía llamar civilizado, el hombre que le había robado a su hermana. Luego miró a Euvira, que temblaba en sus brazos. Vio en ella la inocencia que Abena había perdido en el barco negrero.

Con cuidado, Calum depositó a la chica ilesa en el suelo. Ella nunca había tocado la tierra de un quilombo, pero ahora veía la ruina de su mundo.

Calum avanzó hacia Batista. No llevaba un martillo, solo sus manos y quince años de odio. El Comendador intentó gritar, pero el herrero fue más rápido. La Fazenda Santa Honorina había caído, y la última pieza del plan de Calum, forjada en el fuego de la memoria y el dolor, finalmente había encajado en su lugar.