Corría el final de septiembre de 1470. En las costas de Grecia, la isla de Ubea, conocida entonces como Negroponte, era un bastión veneciano que resistía las embestidas del Imperio Otomano. Paolo Eritzo, gobernador de la República de Venecia en esa fortaleza, acababa de ser capturado tras una sangrienta batalla.
Paolo no era un simple soldado; era un noble patricio enviado por el Dux para defender ese puesto clave contra el sultán Mehmed II, el Conquistador. Pero la traición acechaba. Según los espías otomanos, Paolo había urdido un complot para sabotear las defensas, aliándose en secreto con mercaderes genoveses.
Para el sultán, esto era un golpe directo. Veía en Paolo, un hombre de cincuenta y tantos años y ojos que lo habían visto todo, un símbolo de la arrogancia cristiana. Mehmed, apenas en sus treinta y con una mente calculadora, estaba furioso. Necesitaba un castigo que no solo matara, sino que desmoralizara; un castigo que hiciera temblar a Venecia.
Tras días de deliberación, a finales de octubre, Mehmed tuvo su idea. Envió a buscar a los carpinteros de su ejército. —¿Tenéis en vuestras herramientas algo capaz de partir un cuerpo en dos, lento y deliberado, como se parte un tronco rebelde? —preguntó, su voz un trueno bajo. El maestro carpintero asintió con gravedad. —Sí, mi señor. La sierra de dos hombres. Sus dientes son pacientes, pero inexorables.
Mehmed sonrió. Ordenó preparar el instrumento y convocó a una multitud de 3.000 espectadores: soldados, mercaderes griegos forzados y familias de los caídos. El sitio elegido fue la plaza principal de la ciudad capturada, ahora un anfiteatro improvisado rodeado de antorchas.
Paolo fue escoltado hasta allí en el lomo de un mulo gris, con las manos atadas. Sus ropajes de seda veneciana estaban rasgados y sucios. Caminaba con la cabeza alta, pero sus ojos recorrían la multitud buscando un atisbo de esperanza en ese mar de hostilidad. Gritos en turco, griego y veneciano se entremezclaban; maldiciones para el traidor, lamentos para el gobernador caído.
Con una calma que rozaba lo sobrenatural, mientras el mulo avanzaba, Paolo sacó un pequeño trozo de tabaco de su bolsillo. Lo encendió con una yesca que un guardia, por ironía o piedad, le permitió. Respiró profundamente, el humo azul elevándose como una plegaria silenciosa, un último gesto de desafío de un hombre que había visto suficiente muerte como para no temerla del todo.
En el centro de la plaza, lo desmontaron con rudeza. Dos verdugos fornidos lo arrastraron a un banco de madera tosca y lo ataron boca arriba, con brazos y piernas extendidos. La multitud guardó un silencio expectante.
Entonces, los verdugos desplegaron la herramienta: una sierra larga de unos dos metros con dientes como los de un lobo hambriento. La mostraron ante Paolo, y sus ojos, por primera vez, se abrieron con verdadero terror. Posicionaron la sierra sobre su cráneo. Él forcejeó, los músculos tensándose. —¡No! ¡Por el amor de Dios y de Alá! —suplicó. Los dientes mordieron el cuero cabelludo, arrancando mechones. La sangre brotó mientras el hueso del cráneo gemía.
Pero entonces, algo cambió. Una voz se elevó: el hijo de Lorenzo, un capitán veneciano muerto presuntamente por órdenes de Paolo. Habló brevemente con el sultán. Mehmed asintió. La sierra se detuvo.

No era misericordia; era cálculo cruel. Los hijos de Lorenzo habían protestado. Partir desde la cabeza sería demasiado rápido, un fin digno. Insistieron en que el sufrimiento debía ser total: la sierra debía comenzar por las extremidades inferiores, desde la ingle.
Mehmed accedió. Ordenaron voltear a Paolo. Lo giraron boca abajo, su cuerpo colgando como un trofeo invertido. Ahora, la sierra se alineó no con el cráneo, sino con la zona más vulnerable entre las piernas. El horror regresó al rostro de Paolo, contorsionado en una máscara de pánico puro. Gritó un sonido animal, pero los verdugos comenzaron.
Era un trabajo de carpintería pervertido. Cuatro hombres, dos a cada lado, se turnaban para no fatigarse, empujando y tirando en sincronía. Los dientes se hundieron en la carne blanda con un chasquido húmedo. Paolo aullaba, su cuerpo arqueándose en vano. La sangre salpicaba en arcos rojos. La sierra no cortaba limpio; desgarraba, creando una agonía interminable. El sonido era un siseo rasposo, puntuado por los gritos de Paolo.
La multitud, al principio ávida, comenzó a quebrarse. Madres tapaban los ojos de sus hijos. Soldados endurecidos miraban al suelo. La sierra progresó implacable, encontrando el hueso del pubis con un chirrido ensordecedor. El dolor era una sinfonía. Cada nervio se encendió. La sierra avanzó, rompiendo la pelvis. Un crujido sordo anunció que había roto la columna vertebral. El estómago se abrió, exponiendo vísceras que palpitaban al aire libre.
Para Paolo, el tiempo se estiró como la sierra misma. Cuando la hoja llegó al ombligo, un corte irregular que dejaba la mitad inferior del cuerpo colgando por hilos de tendón, los verdugos recibieron la orden: “Deteneos”.
Paolo, aún consciente, colgaba jadeante, el rostro pálido como cera. —Agua… por favor… un sorbo de agua —susurró. Los hijos de Lorenzo se rieron. —Bebe de tu traición —respondió uno, arrojándole un puñado de tierra salada a la boca.
Lo dejaron así, suspendido en su propio infierno, mientras el sol se ponía, tiñendo la plaza de púrpura. El viento del Ejeo traía un frío que hacía tiritar sus restos.
Solo cuando Mehmed juzgó que el espectáculo había cumplido su propósito, desmoralizando a los cautivos, ordenó reanudar el corte. Los verdugos, frescos tras el descanso, reposicionaron la sierra bajo la cabeza de Paolo para el segundo asalto.
Los dientes mordieron el cuello, rasgando tráquea y yugulares. Paolo gorgoteó una última plegaria: “Madre de Dios, ten piedad”.
Con unas pocas pasadas más, la sierra se encontró con el corte inferior. El cuerpo se partió en dos mitades desiguales. Se escuchó un sonido final, como el romper de una ola contra los acantilados. Paolo Eritzo cayó inerte, sus ojos abiertos al cielo estrellado, mientras la multitud exhalaba un suspiro colectivo, mezcla de alivio y horror.
News
Madre e hijo encerrados por 20 años: abrieron la jaula y hallaron a 4 personas
Los Secretos de Cold Branch Hollow I. El Mapa Mudo Más allá de donde el asfalto se rinde ante la…
El terrible caso del predicador religioso que encerraba a niños negros en jaulas por motivos de «fe»
El Silencio de la Arcilla Roja I. El Lugar que No Figuraba en los Mapas Más allá de las veinte…
La horrible historia de la mujer necrófila forense en Nueva York, 1902
La Geografía del Silencio: El Misterio de la Casa Bell En un valle silencioso donde las colinas bajas se encorvan…
(Ouro Preto, 1889) El niño más consanguíneo jamás registrado: un horror médico
La Sangre de los Alcântara: El Legado de Ouro Preto La lluvia golpeaba con una violencia inusitada contra los cristales…
La Ejecución TERRORÍFICA de Ana Bolena—Lo Que REALMENTE Pasó en Sus Últimos Minutos | Historia
El Último Amanecer de la Reina: La Verdadera Muerte de Ana Bolena La luz grisácea del amanecer se filtró por…
PUEBLA, 1993: LA MACABRA RELACIÓN DE LOS HERMANOS QUE DURMIERON DEMASIADOS AÑOS JUNTOS
La Sonata de los Condenados: El Secreto de la Casa Medina En la colonia La Paz de Puebla, donde las…
End of content
No more pages to load






