La Deuda de las Ánimas

La primera vez que Lucía escuchó el ulular del viento entre los mezquites de San Miguel de las Ánimas, fue la noche en que llevaron su vestido de novia. Tenía veintidós años y las manos llenas de tierra porque estaba arrancando los últimos surcos de cebolla del pequeño terreno que su madre cuidaba con terquedad.

El sol caía pesado sobre el pueblo, un caserío polvoriento en el norte de Guanajuato, donde las casas de adobe parecían desmoronarse igual que las vidas de quienes las habitaban. La camioneta blanca subió entre una nube de polvo por la calle principal. Todos supieron de inmediato que era de los Mendieta. El claxon sonó dos veces, cortando de tajo el canto de las chicharras.

La vecina, doña Rosa, se persignó desde su puerta. Los niños dejaron de jugar canicas. En ese pueblo, el ruido de motor nuevo solo significaba dos cosas: deuda o desgracia.

La puerta del copiloto se abrió y bajó Esteban, el mayor de los Mendieta, con su camisa de cuadros fajada y las botas todavía manchadas de sangre seca de quién sabe qué animal. O al menos Lucía quiso creer que era de animal. Esteban tenía treinta y ocho años, pero la mirada gastada de un viejo lleno de mañas. Detrás, en la caja, venía una funda larga envuelta en plástico transparente. El vestido.

—¡Lucía! —gritó desde la calle sin molestarse en acercarse—. Tu mamá.

Lucía se limpió las manos en el mandil y miró hacia la casa de lámina y bloque sin repellar. Por la ventana rota se asomó su madre, Mariana, con la piel surcada de arrugas tempranas y un cigarro apagado entre los dedos. Había estado esperando ese momento y ambas lo sabían.

—Aquí estoy, don Esteban —respondió Mariana, saliendo al patio con una sonrisa nerviosa—. Pase, por favor.

Esteban no pasó. Se limitó a recargarse en la camioneta como dueño que inspecciona mercancía y miró a Lucía de arriba a abajo. El vestido en la caja era blanco y voluminoso, con lentejuelas que brillaban incluso bajo el sol opaco de las cinco de la tarde. Era, sin duda, el vestido más caro que se había visto en San Miguel de las Ánimas.

—Mañana va a venir mi papá a hablar bien —anunció Esteban como si leyera una lista—. Pero ya está todo arreglado. Que se lo mida. No vaya a ser que luego salga con que no le quedó.

Lucía sintió que algo se cerraba en su garganta. Ya había escuchado los rumores, las pláticas en voz baja. Los Mendieta eran dueños de la empacadora, del agua de riego, del transporte y de las deudas de medio pueblo; incluida la de Mariana, que se había metido con ellos cuando se enfermó el hermano menor de Lucía y tuvieron que llevarlo de urgencia al hospital de León. El niño de todos modos murió, pero la deuda quedó viva. Más viva que nunca.

—Ándale, hija —dijo Mariana, sin mirarla a los ojos—. No hagas quedar mal a tu madre.

Lucía apretó las mandíbulas. Solo tuvo un segundo de rebeldía, una chispa. Quiso decir que no, que prefería irse caminando hasta Estados Unidos, esconderse en cualquier cerro, pero al levantar la vista vio a Esteban acariciando el borde de la caja del vestido como si fuera un trofeo.

—Dicen que te ves bien cuando vas al puesto de gorditas —comentó él, sonriendo apenas—. A ver si es cierto.

Lucía asintió en silencio, tomó la caja y la metió a la casa. No se lo probó. Lo dejó sobre la cama, sintiendo que el vestido respiraba con ella como un animal blanco esperando su momento de atacar.

Esa noche apenas pudo dormir. Escuchaba el ruido lejano de la carretera, el ladrido de los perros y el zumbido de un dron que pasaba a cada rato sobre el pueblo; uno de esos artefactos que, decían, usaban para vigilar las parcelas y también para otras cosas más oscuras. En algún punto, el sueño la atrapó, pero no la alivió: soñó con la iglesia del pueblo llena de velas apagadas y bancos vacíos, y al fondo, en el altar, un Cristo cubierto con un velo de novia manchado de rojo.

Al día siguiente, por la tarde, llegó el verdadero dueño de las cosas en el pueblo: don Rogelio Mendieta. No necesitaba presentación; viejo de casi setenta años, pero erguido, con la piel curtida por el sol y las manos gruesas de quien había trabajado mucho hasta que se acostumbró a dar órdenes. Detrás de él, como una sombra más delgada, venía otra figura: Diego, el hijo menor de Esteban. Tenía veintidós, la misma edad que Lucía, y un rostro simpático arruinado por la arrogancia silenciosa de quien siempre lo ha tenido todo.

Don Rogelio no se sentó. Se plantó en medio de la sala de la casa pobre, miró a Mariana como si inspeccionara un animal en el tianguis y soltó:

—Pues venimos a hacerlo bien. Esteban ya me dijo que la muchacha está de acuerdo.

Lucía tragó saliva. Nadie le había preguntado nada, pero el acuerdo ya estaba decidido.

—Sí, don Rogelio —murmuró Mariana—. Gracias por fijarse en mi hija. Es… es una honra para nosotras.

La palabra “honra” se sintió extraña, casi sarcástica, flotando entre las paredes desconchadas. Diego miraba a Lucía de reojo con una media sonrisa. No parecía nervioso, ni enamorado. Parecía un chavo aburrido en una fiesta donde no conoce a nadie.

—Nomás hay un detallito —añadió Rogelio alzando la voz apenas—. Ustedes saben cuánto se debe. Yo no soy gacho. No les voy a cobrar todo ni intereses. Nomás quiero asegurar que la familia siga bien amarrada con la mía.

Mariana asintió, temblorosa. —Lo que usted diga, don Rogelio.

Él se volteó hacia Lucía. —Tú te vas a casar con mi nieto —dijo señalando a Diego—. Está guapo el chamaco, trabajador… bueno, más o menos —rió con una carcajada seca—. Pero hay algo que debes entender. En esta familia lo que es de uno es de todos. Todo se comparte. Hasta la sangre.

Lucía frunció el ceño, sin entender del todo.

—La boda será aquí en el rancho pasado mañana —continuó—. Y esa misma noche se va a asegurar que la herencia quede bien sembrada, que la sangre Mendieta no se pierda. Primero el tronco, luego la rama.

Mariana parpadeó confundida, pero no dijo nada. Lucía sintió un escalofrío. “El tronco y la rama” resonaron en su cabeza pegándose como espinas.

—¿Cómo dice? —alcanzó a balbucear Mariana.

Rogelio clavó en ella unos ojos oscuros, sin sombra de duda. —Vas a dormir con los dos —soltó con la naturalidad con la que se ordena una compra—. Con Diego y con Esteban. Y conmigo si hace falta, aunque ya estoy viejo para trotes largos. Pero la instrucción es clara: lo que nazca, nace Mendieta por todos lados y se acabó la deuda.

El silencio que siguió fue tan espeso que se escuchó el crujido de una tabla del piso. Mariana dejó caer el cigarro apagado. —Don Rogelio… —susurró horrorizada—. Eso no está bien. Es pecado. Es…

Rogelio dio un paso hacia ella. El olor a colonia barata y sudor viejo llenó la habitación. —Pecado es deberle a un hombre y no pagarle —escupió ya sin rastro de sonrisa—. Pecado es dejar que tu otra hija se muera porque no tienes para el doctor, ¿no? O que vengan de la ciudad a quitarles la casa por falta de pago. ¿Eso sí está bien?

El nombre de la otra hija flotó en la mente de Mariana: Ana, la adolescente flaquísima que tosía cada madrugada. La tuberculosis la estaba consumiendo y el viaje al hospital de León había quedado solamente en pláticas y rezos.

Rogelio vio el efecto de sus palabras y se dio la vuelta satisfecho. —Piénsalo bien, muchacha —le dijo a Lucía—. Una noche. Nomás una, y tu familia se salva. Si dices que no, pues cada quien su cruz. Pero acuérdate que aquí yo mando hasta en los muertos.

Esa última frase no era solo una amenaza. Todos en San Miguel de las Ánimas conocían la historia del Panteón Viejo, donde los Mendieta habían mandado sacar tumbas ajenas para hacer un mausoleo familiar. A pesar de los reclamos, las cruces viejas terminaron amontonadas bajo un mezquite seco.

Dos días después, Lucía estaba en el altar improvisado del rancho. La boda fue un espectáculo grotesco de opulencia en medio de la nada. La noche de bodas, sin embargo, fue tal como la habían prometido. Diego la llevó a la habitación principal. Lucía, narcotizada por el miedo y la resignación, soportó el peso del muchacho. Pero cuando la puerta se abrió de nuevo y entró Rogelio, con el aliento oliendo a tequila y los ojos inyectados de lujuria y poder, Lucía dejó de estar allí. Su mente voló lejos, fuera de su cuerpo, hacia la ventana donde el viento golpeaba con furia.

Fue en ese momento de fractura, mientras su cuerpo era utilizado como moneda de cambio, cuando escuchó el murmullo. No eran voces humanas. Venían de la tierra, de abajo de los cimientos de la casa grande. “No estás sola, niña. Tú eres la grieta”.

El Vientre de la Tierra

Pasaron dos meses. Lucía vivía en la “habitación de la nuera”, un cuarto dorado que era, a todas luces, una celda. Diego iba y venía, a veces amable, a veces borracho, siempre distante. Rogelio la miraba con propiedad, tocándole el vientre cada vez que se cruzaban en el pasillo, preguntando si “la semilla ya había pegado”.

Y pegó.

Lucía supo que estaba embarazada antes de que le faltara la regla. Lo supo porque el frío en sus pies nunca se fue. Lo supo porque cada mañana, al despertar, encontraba tierra negra bajo sus uñas, como si hubiera pasado la noche escarbando, aunque no había salido de la cama.

La noticia del embarazo fue celebrada con una fiesta privada. Rogelio descorchó botellas de cognac y brindó por “el verdadero heredero”. Mariana vino a visitarla una tarde; se veía mejor, con ropa nueva y el semblante más tranquilo. Ana estaba en tratamiento en León, mejorando. La deuda estaba saldada.

—Valió la pena, hija —le dijo Mariana en un susurro, mientras tomaban café en la cocina del rancho—. Ya verás que sí. Vas a ser la señora de todo esto.

Lucía la miró con unos ojos que ya no eran los suyos. Eran pozos oscuros, antiguos. —No, mamá. Yo no voy a ser señora de nada. Yo solo soy la puerta.

Mariana se fue asustada, sin entender, persignándose al salir del camino empedrado.

A medida que el vientre de Lucía crecía, el rancho empezó a enfermar. Primero fueron las vacas. Amanecían muertas, sin marcas de depredadores, simplemente desplomadas con los ojos abiertos mirando hacia la ventana de Lucía. Luego, el agua de los pozos comenzó a salir turbia, con un olor ferroso, inconfundiblemente parecido a la sangre vieja.

Licha, la sirvienta que sabía la historia del cementerio profanado, fue la única que no huyó. Se convirtió en la guardiana de Lucía. Le traía tés de hierbas que no crecían en el huerto, hierbas que encontraba cerca del muro donde habían amontonado las cruces viejas.

—Están inquietos, mi niña —le decía Licha mientras le cepillaba el cabello—. Don Nazario y los otros. Dicen que el viejo Rogelio rompió el último pacto. La sangre llama sangre. Y lo que tú traes ahí adentro… eso no es solo un niño.

Lucía acariciaba su vientre abultado. No sentía pataditas suaves. Sentía movimientos bruscos, fríos, como si tuviera piedras rodando en su interior. —Ellos me hablan, Licha. Me dicen que ya falta poco.

Rogelio, por su parte, empezó a consumirse. El hombre fuerte y erguido comenzó a tener pesadillas que lo hacían gritar en la madrugada. Decía que veía a gente parada al pie de su cama, gente llena de tierra que le exigía la renta. Esteban se volvió paranoico, disparando a las sombras en los maizales, jurando que los peones le robaban, aunque los peones hacía mucho que no se acercaban a la casa grande por miedo.

Llegó noviembre. El Día de Muertos se acercaba y el ambiente en San Miguel de las Ánimas era eléctrico. El cielo estaba permanentemente gris, cargado de una tormenta que se negaba a romper.

La noche del primero de noviembre, Lucía entró en labor de parto. No hubo dolor, solo una presión inmensa, como si la tierra misma quisiera abrirse a través de sus caderas. Diego corrió a buscar al médico del pueblo, pero la camioneta no arrancó. Los motores de todos los vehículos del rancho estaban muertos.

—¡Maldita sea! —gritaba Rogelio en el patio, disparando al aire con su revólver—. ¡Nadie se burla de los Mendieta! ¡Saquen los caballos!

Pero los caballos estaban frenéticos, pateando las puertas de las caballerizas hasta astillarse los huesos.

Lucía, acostada en la cama matrimonial donde había sido engendrada la criatura, miró a Licha. —Abre la ventana —ordenó. Su voz tenía el eco de cien gargantas. —Pero hace frío, mi niña… —¡Ábrela! Tienen que entrar. Hoy es su día.

Licha obedeció. El viento irrumpió en la habitación, apagando las lámparas y trayendo consigo el olor a cempasúchil podrido y tierra mojada.

Abajo, en la sala, Rogelio y Esteban intentaban calmar a Diego, que lloraba acurrucado en un sillón. De pronto, las luces de emergencia parpadearon y se apagaron. La oscuridad fue total.

Entonces se escucharon los pasos.

No eran pasos de zapatos sobre madera. Eran arrastres. Sonaba como huesos chocando, como tierra cayendo. Venían del jardín, de la zona donde años atrás habían pasado las máquinas para construir la piscina y la terraza.

La puerta principal de la casa grande estalló hacia adentro.

Rogelio alzó su arma. —¡¿Quién anda ahí?! —bramó, aunque el temblor en su mano lo delataba.

Nadie respondió con palabras. Del pasillo oscuro emergió una figura pequeña, encorbada, cubierta de un rebozo gris raído. Detrás de ella, un hombre alto con el cráneo hundido. Y detrás, otro, y otro. Eran docenas. Los olvidados. Los sacados de sus tumbas. Los “inquilinos” desalojados por la ambición.

—Don Nazario… —susurró Esteban, retrocediendo hasta chocar con la pared. Reconoció al hombre que habían aplastado contra la cruz.

Las sombras se abalanzaron, no con rapidez, sino con la lentitud inexorable de una marea de lodo. No usaron armas. Usaron el frío. Usaron el miedo. Rodearon a los hombres de la casa Mendieta. Rogelio sintió manos heladas, invisibles y visibles a la vez, que lo agarraban de los tobillos, de las muñecas, del cuello.

—¡Lucía! —gritó Diego—. ¡Lucía, ayúdanos!

Arriba, el llanto de un bebé rompió el estruendo de la tormenta que por fin se desataba afuera. Pero no era un llanto normal; era un aullido potente, demandante.

Lucía bajó las escaleras. Llevaba al niño en brazos, envuelto en la sábana ensangrentada. Su camisón blanco estaba manchado de rojo, y su cabello suelto flotaba alrededor de su cara como un halo negro. Los muertos se apartaron para dejarla pasar. Ella caminó hasta donde Rogelio yacía en el suelo, tratando de respirar mientras manos esqueléticas le oprimían el pecho.

El viejo la miró con terror puro. —Es… es mi nieto —jadeó Rogelio—. Es un Mendieta.

Lucía miró al bebé. La criatura abrió los ojos. Eran completamente negros, sin iris ni esclerótica. —No —dijo Lucía con suavidad—. No es un Mendieta. Es un Ánima. Es el cobrador.

Ella colocó al bebé sobre el pecho del abuelo. El niño no pesaba como un recién nacido; pesaba como una lápida de granito. Rogelio gritó cuando sintió que el peso le trituraba las costillas. El bebé rió, una risa gorgoteante y antigua.

Esteban y Diego intentaron correr hacia la cocina, pero el piso de madera se pudrió bajo sus pies en cuestión de segundos, convirtiéndose en un pantano de tierra negra que se los tragó hasta la cintura, luego hasta el pecho. Gritaban pidiendo perdón, prometiendo devolver las tierras, el dinero, todo.

—La deuda no es de dinero —dijo Lucía, observándolos hundirse—. La tierra come lo que es suyo.

Esa noche, San Miguel de las Ánimas no durmió. Los pobladores escucharon gritos que venían del rancho, mezclados con el estruendo de una tormenta que arrancó techos y derribó árboles. Nadie se atrevió a subir.

A la mañana siguiente, cuando el sol salió tímido entre las nubes rotas, el silencio en el rancho era absoluto. La Guardia Nacional llegó horas después, alertada por el humo.

Lo que encontraron fue inexplicable. La casa grande estaba en ruinas, como si hubiera sido abandonada hace cincuenta años, no la noche anterior. Las paredes estaban carcomidas por la humedad, los muebles podridos. No encontraron a Rogelio, ni a Esteban, ni a Diego. En la sala principal, donde debería estar el piso de duela, había tierra revuelta, como si alguien hubiera arado el interior de la casa. Y en medio, tres montículos de tierra fresca, sin cruces.

De Lucía no había rastro. Tampoco del bebé.

Mariana y Ana recibieron, una semana después, un sobre grueso sin remitente. Adentro estaban las escrituras de su casa, liberadas de gravamen, y una cuenta bancaria a nombre de Ana con dinero suficiente para tres vidas. No había carta, solo una flor de cempasúchil seca que, curiosamente, todavía olía a campo fresco.

Dicen en el pueblo que, si pasas de noche cerca de las ruinas del rancho Mendieta, no se escuchan lamentos. Se escucha el arrullo de una mujer cantándole a un niño. Y dicen que, desde esa noche, nadie en San Miguel se atreve a mover una sola piedra del panteón, porque saben que ahora hay una guardiana que camina entre la niebla, una mujer de blanco con un niño en brazos que vigila que las deudas con los muertos siempre, siempre se paguen.