Un chico con síndrome de Down trabaja en una caja y deja mensajitos positivos en cada ticket. Un día falta, y los clientes hacen fila solo para dejarle cartas de cariño.
Llevo tres años trabajando en este supermercado. Tres años pasando productos por el escáner, oyendo el pitido constante, sonriendo aunque esté cansado. Pero todo cambió cuando Matías llegó hace seis meses.
La primera vez que lo vi, la gerenta Laura lo traía de la mano, presentándolo a cada empleado.
—Él es Matías —nos dijo—. Va a trabajar en la caja tres.
Matías me extendió la mano con una sonrisa enorme.
—¡Hola! Me llamo Matías y tengo síndrome de Down. ¿Cuál es tu nombre?
—Soy Carlos —le dije, estrechando su mano—. Bienvenido al equipo.
—¿Trabajas en una caja? —me preguntó con entusiasmo.
—Sí, en la caja cinco.

—¡Yo voy a estar en la tres! Vamos a ser compañeros, Carlos.
Al principio, algunos clientes se mostraron impacientes con él. Matías era más lento que el resto de nosotros, se tomaba su tiempo para saludar a cada persona, para preguntarles cómo estaba su día. Laura tuvo que hablar con más de un cliente molesto.
Pero entonces empezaron los mensajitos.
Una tarde, mientras guardaba mi uniforme en el vestuario, Matías entró con una caja de marcadores de colores.
—Carlos, ¿te puedo pedir un favor?
—Claro, dime.
—¿Crees que a la gente le gustaría si escribo cositas bonitas en los tickets? Mi mamá dice que las palabras lindas alegran el corazón.
Me quedé pensando un momento.
—Creo que es una idea hermosa, Matías. Pero pregúntale a Laura primero, ¿sí?
Laura no solo le dio permiso, sino que le compró marcadores especiales que no mancharan.
Desde entonces, cada ticket que salía de la caja de Matías llevaba un mensaje. “Que tengas un día hermoso”, “Eres especial”, “Gracias por tu sonrisa”, “El mundo es mejor contigo en él”.
Al principio, la gente se sorprendía. Luego, empezaron a comentar. Después, a buscar específicamente su caja.
—Disculpa, ¿puedo hacer fila en la caja de Matías? —me preguntó una señora mayor un martes por la tarde, aunque mi caja estaba vacía y la de él tenía cinco personas esperando.
—Claro, señora. Pero va a tardar un poco más.
—No importa —me dijo con una sonrisa—. Ese muchacho es un ángel.
Las filas en la caja de Matías empezaron a ser las más largas del supermercado. Laura tuvo que poner un cartel: “Esta fila puede ser más lenta. Hay otras cajas disponibles”. Pero a nadie parecía importarle.
Un día, mientras tomábamos café en el descanso, le pregunté:
—Matías, ¿por qué escribes esos mensajes?
Se quedó pensando, mordiendo su sándwich.
—Mi papá se fue cuando yo nací. Le dijo a mi mamá que no quería un hijo así. Pero mi mamá me dice todos los días que soy perfecto como soy. —Tomó un sorbo de jugo—. Yo pienso que hay mucha gente que necesita escuchar que son especiales, Carlos. Porque todos lo son.
Se me hizo un nudo en la garganta.
El miércoles pasado, Matías no llegó al trabajo. Laura nos reunió antes de abrir.
—Matías está en el hospital. Tuvo una crisis, pero ya está estable. Estará fuera por lo menos una semana.
Ese día fue extraño. Los clientes preguntaban por él constantemente.
—¿Dónde está Matías?
—¿El chico de los mensajitos está bien?
—¿Cuándo vuelve?
Pero lo que pasó al día siguiente fue algo que nunca olvidaré.
La primera clienta de la mañana, la señora Marta que siempre compraba pan integral, se acercó a mi caja con un sobre.
—¿Podrías darle esto a Matías cuando vuelva? —me preguntó.
—Claro, señora Marta.
—Dile que sus mensajes me ayudaron cuando mi esposo falleció. Que espero verlo pronto.
Al mediodía, ya tenía quince sobres. Para el cierre, había más de cuarenta.
Al día siguiente fueron más. Y al otro, aún más.
Laura tuvo que habilitar una caja especial en el mostrador de servicio al cliente. Un cartel decía: “Mensajes para Matías”. Para el viernes, la caja estaba desbordada.
—Esto es increíble —me dijo Laura, con los ojos llorosos—. Mira todo esto, Carlos.
Había cartas, dibujos, sobres de todos los colores. Una niña había hecho un dibujo de Matías con una capa de superhéroe. Un señor había escrito tres páginas sobre cómo los mensajes de Matías lo habían motivado durante su quimioterapia.
El domingo, fui al hospital a visitarlo. Le llevé una bolsa enorme llena de cartas.
—¡Carlos! —gritó al verme, sentado en la cama con una revista—. ¡Viniste a verme!
—Claro que sí, campeón. Y mira, te traje algo.
Cuando vio la bolsa, sus ojos se abrieron como platos.
—¿Qué es eso?
—Son mensajes para ti. De todos los clientes del supermercado.
Se quedó en silencio, mirando la bolsa. Luego, con manos temblorosas, sacó el primer sobre. Lo abrió despacio y leyó en voz alta:
—”Querido Matías: Tus mensajes iluminan mis días grises. Gracias por recordarme que hay bondad en el mundo. Que te recuperes pronto. Con cariño, la señora del gato naranja”.
Una lágrima rodó por su mejilla.
—¿Esto es para mí, Carlos?
—Todo es para ti. Hay más de doscientas cartas.
Pasamos la tarde leyéndolas juntas. Matías lloraba y reía, una y otra vez.
—No sabía que mis mensajitos importaban tanto —me dijo, abrazando un montón de cartas contra su pecho.
—Importan más de lo que imaginas, Matías.
—Mi mamá tenía razón —susurró—. Las palabras lindas sí alegran el corazón.
Hoy, lunes, Matías volvió al trabajo. Cuando llegó, todo el personal lo estaba esperando en la entrada. Los clientes empezaron a aplaudir. Algunos lloraban.
—¡Bienvenido de vuelta, Matías! —gritó alguien.
—¡Te extrañamos! —dijo otra persona.
Matías se quedó parado en la puerta, abrumado, con su madre a su lado llorando de emoción.
—¿Todo esto es para mí? —me preguntó, tomándome del brazo.
—Todo para ti, campeón.
Ahora son las seis de la tarde. La fila de la caja tres sigue siendo la más larga del supermercado. Pero ya nadie se queja.
Acabo de ver a Matías pasarle el ticket a una clienta joven. Ella lo leyó y sonrió. Luego se inclinó sobre el mostrador y le dijo algo al oído. Matías asintió, radiante, y le dio un pulgar arriba.
Me acerqué después y le pregunté qué le había dicho.
—Me dijo que mi mensaje llegó en el momento perfecto. Que hoy pensaba rendirse, pero que ahora va a seguir intentándolo. —Me miró con esos ojos brillantes—. ¿Ves, Carlos? Las palabras lindas sí cambian el mundo.
Y tiene razón. Este muchacho, con su síndrome de Down y su caja de marcadores de colores, ha hecho más por cambiar este pequeño rincón del mundo que cualquiera de nosotros.
Hoy, antes de irme, escribí mi primer mensaje en un ticket. No tan bonito como los de Matías, pero es un comienzo.
“Gracias por enseñarme a ver la bondad”.
Lo guardé en mi bolsillo. Mañana se lo daré.
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