El padre nota algo extraño en la presencia de una pequeña en la misa. Cada vez que se arrodilla para rezar,

llora desconsoladamente. Cuando finalmente se acerca a ella, la

niña le hace una confesión secreta sobre lo que ocurre en su casa. El sacerdote

abandona la sotana de inmediato, renuncia a su cargo y corre en pánico

hacia la comisaría. Señor comisario, necesito hacer una

denuncia urgente”, grita aterrorizado.

Era otra misa de domingo. Las campanas de la iglesia resonaban suavemente mientras los fieles se reunían en

oración. El sonido de los cánticos se mezclaba con el crepitar de las velas

que lanzaban un brillo amarillento sobre el altar. La luz se reflejaba en las

paredes de piedra antigua, creando sombras que danzaban alrededor de las imágenes de los santos. En el púlpito,

el padre Mauricio hablaba con voz serena y profunda, proclamando las palabras del

evangelio. Llevaba muchos años allí. Conocía cada rostro que se sentaba en

los bancos de madera, desde los más jóvenes hasta los mayores, que a pesar

de las dificultades, nunca faltaban a una misa. Sin embargo, aquella noche

algo rompía la rutina. Entre los rostros familiares, tres figuras desconocidas llamaron su

atención, una pareja y una niña. Al observarlos discretamente, Mauricio

sintió una inquietud que no supo explicar. La pareja mantenía una postura serena de

aparente devoción, pero la niña, sentada entre ellos, permanecía quieta, inmóvil,

con las manos unidas sobre el regazo. Había algo en su mirada o quizá en la

forma en que la pareja la observaba, que hacía que el corazón del sacerdote se oprimiera.

Aún con esa sensación incómoda, apartó el pensamiento y continuó la ceremonia.

Las oraciones siguieron su curso, los cánticos fueron entonados y la misa

llegó a su fin. Los fieles comenzaron a dispersarse saludándose unos a otros, pero Mauricio

no apartaba los ojos del trío. Decidido, aceleró el paso para alcanzarlos antes

de que abandonaran el templo. Con una sonrisa amable y acogedora, el sacerdote

se acercó. Buenas noches, hijos míos. Qué alegría verlos aquí. ¿Son nuevos en la ciudad o

solo están de paso?, preguntó en tono cordial tratando de mostrar hospitalidad.

El hombre fue el primero en responder. Tenía una apariencia rígida, el

semblante marcado y una mirada atenta que parecía analizar cada detalle a su

alrededor. “Llegamos hoy”, respondió Tomás con una leve sonrisa,

una sonrisa que sonaba más ensayada que natural. La mujer a su lado añadió,

“Somos muy religiosos, padre. Lo primero que hicimos al llegar fue buscar una iglesia. Queríamos asistir a la misa

antes incluso de poner la casa en orden. Mauricio sonrió satisfecho con la

devoción de la pareja. No obstante, su mirada pronto se posó sobre la niña, que

mantenía los ojos bajos y los dedos fuertemente entrelazados.

Parecía ansiosa, como si temiera ser reprendida por algo.

¿Y quién es esta princesita? preguntó el padre inclinando levemente la cabeza y

abriendo una sonrisa bondadosa. Es hija de ustedes. Tomás lanzó una mirada rápida a Abriana,

que entendió el mensaje sin necesidad de palabras. Entonces él respondió,

“Es como si lo fuera, padre. Ella es Camila, nuestra sobrina. Desde que su

padre, mi hermano, falleció, la criamos como si fuera nuestra hija.

Briana enseguida añadió, “La cuidamos con mucho amor. Mi cuñado era un hombre

de fe y desde que partió, Camila quedó bajo nuestra responsabilidad.

Amamos a esta niña más que a nada.” Conmovido por las palabras, el sacerdote

sonrió y murmuró. Me alegra saber que ella los tiene a ustedes, personas tan devotas. Estoy

seguro de que su padre ahora está al lado de Dios Padre. Pero antes de que el silencio de respeto

se instalara, la niña levantó la mirada y dijo con firmeza,

“Mi papá no está en el cielo.” La respuesta cortó el aire como una

navaja. Un silencio pesado se apoderó de la pequeña sacristía. Tomás giró

lentamente el rostro hacia la niña con una mirada tensa y reprobadora. Briana

endureció el semblante, pero Camila no se encogió. Mantuvo la expresión firme

sin apartar los ojos. El padre poco a poco cambió su expresión de compasión

por una más contenida, casi desconfiada. Había algo en las palabras de la niña

que lo inquietaba profundamente, como si allí existiera una verdad oculta.

Briana, alar desconcierto del sacerdote se adelantó rápidamente y colocó una

mano sobre el hombro de la niña. Dice eso porque recuerda que su padre

fumaba a veces y cree que eso es un pecado, explicó forzando una sonrisa y lanzando

una mirada cortante hacia Camila. La niña bajó la cabeza avergonzada,

apretando las manos sobre el regazo. Mauricio notó el gesto. No parecía solo

timidez. Había miedo allí. Un miedo callado, reprimido, difícil de esconder.

La conversación terminó en un clima incómodo. Tomás carraspeó, agradeció por

la misa y anunció que debían irse. Briana asintió con la cabeza, tirando de

la niña de la mano. El padre observó a los tres alejarse por el pasillo central, con las velas aún temblando por

el viento nocturno. fuera. La niebla comenzaba a descender por las calles

empedradas. Mauricio se quedó de pie en la puerta de la iglesia, observándolos desaparecer en

la penumbra. Cuanto más los veía alejarse, más fuerte se hacía la sensación de que algo en aquella familia

estaba mal, profundamente mal. Minutos después, la pareja y la niña llegaron a