Una de las jóvenes cautivas avanzó en silencio hacia la cerca de alambre. Sus pies desnudos apenas levantaban polvo sobre la tierra árida. Llevaba tres días esperando la ocasión perfecta: la noche sin luna que cubriría su huida. Pero apenas rozó el alambre con los dedos, una mano brutal la sujetó por las trenzas. Era uno de los guardias del coronel.

—¿A dónde crees que vas, chiquilla? —su voz arrastraba el hedor a tequila rancio.

La adolescente de apenas quince años no alcanzó a contestar. Un golpe seco la dejó inconsciente, y en ese sopor recordó cómo había llegado a ese infierno disfrazado de promesa.

Corría el año de 1915. México ardía en plena Revolución: hermanos enfrentados, ideales volubles como el viento caliente del desierto. Y en medio de esa tierra castigada, donde las montañas parecían testigos mudos, se erguía la hacienda Santa Esperanza, una prisión disfrazada de refugio.

En aquel sitio reinaba el coronel César Santoro, un hombre que había hecho del dolor ajeno su negocio más rentable. Su uniforme no era símbolo de honor, sino de compra y corrupción: adquirió sus galones con oro manchado, pagados a generales venales que subastaban grados como si fueran mercancía en feria.

Santoro tenía 52 años, el rostro anguloso y famélico de un coyote, un bigote raquítico y unos ojos pequeños que chisporroteaban de codicia cada vez que contaba monedas. Antes había traficado con ganado; pero la guerra le reveló que existían bienes mucho más lucrativos que las reses: armas, secretos… y cuerpos humanos.

Desde Santa Esperanza, su imperio prosperaba. Vendía rifles Winchester a villistas y carrancistas sin distinción; su única lealtad era la ganancia. Mandaba robar caballos en Sonora para venderlos en Texas, compraba municiones en El Paso y las revendía al mejor postor. Pero su negocio más siniestro, aquel que realmente engordaba su fortuna, se ocultaba detrás de los corrales: un burdel clandestino poblado de niñas y mujeres arrancadas de sus hogares por la fuerza.

Allí, entre muros que olían a sudor y miedo, las “esclavas del placer” sobrevivían noche tras noche bajo las órdenes del coronel.

Lo que Santoro no sabía era que su infierno privado pronto llamaría la atención del hombre más temido del norte: Pancho Villa. Y cuando Villa descubría una injusticia contra mujeres y niños, la venganza solía ser tan feroz que ni los fantasmas del desierto podían olvidarla…

Ahí tenía encerradas a 12 mujeres que había rescatado de pueblos arrasados por la guerra. Todo comenzó cuando sus hombres asaltaron un convoy de refugiados cerca de Parral. Entre los muertos encontraron a tres mujeres jóvenes que se habían escondido bajo los carros. En lugar de matarlas, Santoro vio oportunidad de oro. Las llevó a la hacienda, prometiéndoles trabajo como cocineras y lavanderas.

Pero cuando llegaron, las encerraron en cuartos sin ventanas, con puertas que solo se abrían por fuera. Después llegó Esperanza, luego Rosario, después otras cuyos nombres se perdían en el horror cotidiano. Doña Selma era la encargada de vigilarlas, mujer de 60 años que había perdido a sus tres hijos varones en diferentes batallas de la revolución, uno con villa en Columbus, otro con Carranza en Celaya.

El tercero simplemente desapareció una noche y nunca regresó. La tragedia la había vuelto cruel como víbora del desierto. Llevaba siempre una escopeta terciada y un chicote de cuero crudo que usaba sin misericordia cuando las mujeres lloraban muy alto o pedían comida. El coronel había construido su imperio aprovechando el caos.

Pagaba mordidas a comandantes federales para que no molestaran sus negocios. tenía acuerdos con otros hacendados que lavaban dinero robado en sus tierras. Sus guardias eran desertores de todos los ejércitos, hombres sin causa que solo entendían el lenguaje de las balas y el peso de las monedas de plata. La hacienda funcionaba como estado dentro del estado, donde la única ley era la voluntad de César Santoro. Las mujeres vivían asinadas en cuartos que antes fueron establos.

Dormían en petates tirados sobre suelo de tierra apisonada. Comían frijoles aguados y tortillas duras una vez al día. Doña Selma las despertaba antes del amanecer para que se bañaran con agua fría en tinas de lámina y se arreglaran para recibir clientes.

Tratantes de armas, comerciantes tejanos, rancheros de la región, revolucionarios con dinero. Todos llegaban cuando se ponía el sol siguiendo señales que solo los iniciados conocían. Sofía Vázquez había sido maestra en un pueblo cercano a Villa Ahumada. Tenía 23 años cuando los dorados de algún general que ya ni recordaba quemaron su escuela y mataron a su marido por colaborar con el enemigo.

El único crimen del hombre había sido enseñar a leer a niños pobres. Santoro la encontró vagando por el desierto, medio muerta de hambre y sed. Le ofreció refugio y trabajo honrado, mentira que le costó la libertad. Pero Sofía tenía carácter de hierro forjado en la adversidad. Se convirtió en líder natural de las otras mujeres.

Las consolaba cuando lloraban. Compartía su comida con las más débiles. Planeaba fugas que nunca llegaban a buen fin. Hablaba en susurro sobre parientes que tenía en Juárez, sobre caminos secretos que conocía por la sierra, sobre señales que podrían dejar para que alguien las encontrara.

Su presencia daba esperanza a mujeres que ya habían perdido la fe. La rutina del horror era precisa como reloj de iglesia. Durante el día, las mujeres permanecían encerradas. Al atardecer, cuando doña Selma encendía los faroles rojos en las ventanas, comenzaba el movimiento. Los clientes llegaban solos o en grupos pequeños, siempre armados, siempre nerviosos.

Santoro los recibía en su oficina, cobraba por adelantado y entregaba llaves numeradas. tenía reglas estrictas, nada de violencia que dejara marcas permanentes, nada de conversaciones sobre escapar. Y quien quisiera llevarse una mujer tenía que pagar cinco veces su valor de inversión. El negocio era tan rentable que Santoro había comenzado a expandirlo.

Mandaba a sus hombres a reclutar mujeres en rancherías abandonadas, prometiendo trabajo y seguridad. Algunas venían voluntariamente, desesperadas por escapar de la guerra. Otras eran traídas por sus propias familias, que las vendían por unos pesos o para saldar deudas. Todas terminaban en los mismos cuartos sin ventanas, prisioneras de un sistema que las convertía en mercancía.

La fama del lugar se extendía por rutas clandestinas. Arrieros y troperos llevaban el rumor de boca en boca. Hombres viajaban desde Durango y Coahuila cuando se enteraban del servicio especial que ofrecía la hacienda Santa Esperanza. El dinero entraba como río en temporal y Santoro se convencía de que era hombre de negocios astuto, no el monstruo que realmente se había vuelto.

Pero en esa tierra de violencia sin límite, donde la muerte llegaba de mil maneras diferentes, existía un código no escrito que separaba a los criminales comunes de las bestias sin alma. Francisco Villa, el centauro del norte, el general más temido y admirado de toda la revolución, tenía reglas claras sobre el trato a las mujeres.

Sus hombres podían robar, podían matar soldados enemigos, podían quemar haciendas de ricos, pero jamás debían tocar a mujer indefensa. Quien violaba esa regla moría fusilado sin juicio. Villa cabalgaba por las sierras de Chihuahua con su ejército irregular, apareciendo donde menos se esperaba, desapareciendo como humo cuando llegaban los federales.

Sus dorados eran jinetes formidables que conocían cada barranca, cada aguaje, cada cueva de las montañas. Llevaban el estandarte de la Virgen de Guadalupe y gritaban tierra y libertad mientras cargaban contra las trincheras enemigas. Era hombre contradictorio, brutal con sus enemigos, pero generoso con los pobres, analfabeta que entendía de estrategia militar mejor que generales educados en academias francesas.

Y fue en este momento cuando la revolución ardía como incendio sin control y los poderosos creían que podían hacer cualquier atrocidad sin consecuencias, que el destino puso en movimiento las piezas de una venganza que se recordaría durante generaciones. Porque en algún lugar de los caminos polvorientos que conectaban pueblos olvidados, un vaquero llamado Joaquín cabalgaba buscando a su hermana perdida.

sin saber aún que su búsqueda lo llevaría hasta el mismísimo Pancho Villa y desataría una tormenta de fuego y plomo sobre la hacienda santa esperanza. En aquella tarde de diciembre, cuando el sol caía como moneda de oro sobre las lomas de Chihuahua, llegó a la hacienda Santa Esperanza un hombre moreno y delgado, con sombrero de palma desgastado y mirada de quien conoce cada piedra del desierto.

Se apeó de su caballo alzán frente a la casa grande y preguntó por trabajo. “Me llamo Joaquín”, dijo quitándose el sombrero. “Soy vaquero de oficio. Vengo de rumbo de Parral buscando chamba. El coronel César Santoro lo examinó desde la galería de su casa. Necesitaba hombres para cuidar el ganado y este parecía conocer el oficio.

Tenía manos callosas de quien había manejado lazo desde niño. Hablaba con respeto, pero sin servilismo. Llevaba un revólver viejo, pero bien cuidado. ¿Sabes leer marcas de fierro?, preguntó el coronel. Las conozco todas desde Sonora hasta Coahuila, patrón. Y disparar, lo que haga falta. Santoro asintió. Le hacía falta gente de confianza.

La revolución había vuelto escasos a los trabajadores honestos. Le dieron un cuarto en la casa de los peones y le dijeron que empezaría al día siguiente cuidando las reces del potrero norte. Joaquín aceptó callado, pero sus ojos ya recorrían cada rincón de la propiedad.

No había venido por trabajo, había venido por su hermana Rosana, que había desaparecido tres meses atrás después de que su padre la trajera a esta mismísima hacienda, prometiendo empleo como sirvienta. El viejo había regresado al rancho con una historia extraña sobre cómo la muchacha se había quedado muy contenta trabajando en la cocina del patrón.

Pero Joaquín conocía a su padre, sabía cuándo mentía. y sabía que algo terrible había pasado. Durante días había preguntado por los pueblos de la región. Nadie quería hablar de la hacienda Santa Esperanza. Los comerciantes desviaban la mirada, las mujeres se persignaban, los hombres cambiaban de tema.

Pero en una cantina de San Andrés, un arriero borracho le había susurrado al oído. Si tu hermana entró ahí, muchacho, ya no es tu hermana, es mercancía del coronel. Esas palabras le habían quemado el alma como hierro candente. La primera noche durmió poco. Escuchaba ruidos extraños que venían del lado trasero de la hacienda.

Voces de hombres, relinchos de caballos que llegaban tarde, gemidos que se confundían con el viento del desierto. Cuando salió a orinar detrás de la casa de los peones, vio luces rojas que se movían en ventanas lejanas. Uno de los otros vaqueros, un viejo llamado Anastasio, lo vio observando y le puso mano en el hombro. No mires pa allá, chamaco le dijo.

Lo que pasa en esa parte no es asunto nuestro. Pero Joaquín no había cabalgado cientos de kilómetros para hacerse de la vista gorda. Al segundo día, cuando los demás trabajadores fueron al pueblo por provisiones, se escabulló hacia los corrales traseros. Lo que encontró le heló la sangre en las venas, una construcción larga y baja, con ventanas enrejadas y puertas con candados grandes como puños.

Desde adentro llegaban voces de mujeres, pero voces apagadas, sin esperanza, como si hablaran desde el fondo de una tumba. Se acercó a una de las ventanas y llamó bajito. ¿Hay alguien ahí? Un rostro apareció entre los barrotes. Una muchacha de unos 18 años delgada como espiga seca, con ojos hundidos y cabello enmarañado. ¿Quién eres? Susurró ella. Me llamo Joaquín. Busco a mi hermana Rosana.

¿La conoces? La muchacha miró hacia atrás. Después volvió a acercarse a la ventana. Rosana está aquí. Está enferma. Lleva días con calentura. El corazón de Joaquín dio un vuelco. ¿Dónde está? ¿Puedo hablar con ella? No puede levantarse. Doña Selma dice que si no mejora pronto. La muchacha no terminó la frase, pero Joaquín entendió.

En este lugar las mujeres enfermas no duraban mucho. ¿Cómo se llamas tú?, preguntó Sofía, respondió ella, era maestra antes de antes de esto. Sus ojos se llenaron de lágrimas que no derramó. Había aprendido que llorar solo traía castigos. “Voy a sacarlas de aquí”, prometió Joaquín. Sofía negó con la cabeza. Es imposible. Tienen guardias armados, perros bravos.

Y aunque lográramos salir, ¿a dónde iríamos? Nos perseguirían hasta encontrarnos. Pero Joaquín ya había tomado su decisión. Conozco gente que puede ayudar, gente que no le tiene miedo al coronel ni a sus pistoleros. Sofía lo miró con curiosidad. Qué gente, Joaquín se acercó más a los barrotes.

¿Han oído hablar de Francisco Villa? El nombre cayó como piedra en agua quieta. Sofía abrió los ojos como platos. Todas habían escuchado historias del centauro del norte, el general que aparecía donde menos se esperaba y desaparecía como fantasma del desierto. Unos decían que era demonio, otros que era santo, pero todos sabían que Villa tenía fama de proteger a las mujeres indefensas y castigar sin piedad a quienes las maltrataran.

¿Conoces a Villa?, preguntó Sofía. Sé dónde encontrarlo. Mi primo Evaristo cabalgó con él el año pasado. Me contó sobre sus escondites en la sierra. Era mentira a medias. Joaquín había oído rumores, historias contadas en fogatas de vaqueros, pero no tenía contacto directo con los revolucionarios.

Sin embargo, estaba dispuesto a jugarse la vida buscándolos. Esa misma noche, después de que todos se durmieran, Joaquín encilló su caballo y salió de la hacienda como sombra. Cabalgó hacia el norte, siguiendo senderos que solo conocían los contrabandistas y los desesperados. Las estrellas lo guiaban entre los cerros mientras su mente repasaba las historias que había escuchado sobre los escondites de Villa.

Dicen que se refugia en las cuevas de la sierra de la silla, que tiene vigías en todos los Pikachos, que sus dorados pueden oler a un federal a 5 km de distancia. El camino era traicionero, lleno de barrancas donde un caballo podía romperse las patas y dejar a su jinete varado para que lo devoraran los coyotes. Pero Joaquín conocía estos rumbos desde niño. Había arriado ganado por estas rutas cuando trabajaba para otros patrones antes de que la revolución volviera loco al mundo entero. Cada piedra, cada nopal, cada aguaje tenía significado para él.

Al amanecer llegó al pie de la sierra. Su caballo estaba cansado con la boca llena de espuma blanca. Joaquín lo llevó hasta un arroyo seco donde quedaba un charco de agua verdosa. Mientras el animal bebía, él estudiaba las montañas que se alzaban como murallas hacia el cielo.

En algún lugar, entre esas rocas estaba el hombre más buscado de todo México, el general que había tomado Columbus y había regresado vivo para contarlo. El que hacía temblar a presidentes y generales por igual. Pero, ¿cómo encontrar a alguien que no quería ser encontrado? Joaquín sabía que los dorados tenían puestos de observación en lugares secretos.

Si subía por el sendero principal, lo verían mucho antes de que él los viera a ellos. Y si lo confundían con espía o federal, terminaría con una bala en la frente sin tiempo de explicar su historia. Decidió hacer una apuesta desesperada. se quitó la camisa blanca y la amarró a una vara larga que cortó de un mezquite.

La levantó como bandera de tregua y comenzó a subir el sendero más transitado, gritando a los ecos. Busco al general Villa. Traigo información importante. No soy federal. Soy vaquero de Chihuahua. Su voz rebotaba entre las rocas, multiplicándose hasta convertirse en coro fantasmal.

Los únicos que le respondían eran los zopilotes que volaban en círculo sobre su cabeza, como si ya estuvieran esperando su cadáver. Pero Joaquín siguió subiendo, gritando su mensaje cada 100 pasos, con el corazón latiéndole como tambor de guerra. Fue después de mediodía, cuando el sol caía a plomo y su caballo jadeaba como perro sediento, que escuchó el sonido que había estado esperando, el chasquido seco de un rifle al montarse, después una voz áspera que venía de las rocas.

Párate ahí, cabrón, una sola movida en falso y te vuelo los cesos. Joaquín levantó las manos sin soltar la bandera blanca. Vengo en paz. Necesito hablar con el general Villa. Risas sarcásticas respondieron desde varios puntos entre las piedras. Y qué te hace pensar que el general tiene tiempo para platicar contigo, vaquero [ __ ] Porque tengo información sobre algo que va a interesarle mucho, gritó Joaquín.

sobre un coronel que tiene esclavas en su hacienda, mujeres prisioneras que vende como ganado. El silencio que siguió fue más elocuente que cualquier palabra. Joaquín sabía que había dado en el clavo. Villa tenía fama de castigar sin misericordia a los hombres que abusaban de mujeres indefensas.

Si había algo que podía despertar la furia del centauro del norte, era precisamente eso. Baja del caballo ordenó la voz. Con las manos arriba, Joaquín obedeció. Sintió que varias armas lo apuntaban desde diferentes direcciones, aunque no podía ver a ninguno de los tiradores. Eran fantasmas del desierto, maestros del camuflaje que habían aprendido a volverse invisibles entre las rocas y los matorrales. Pasos en la grava le anunciaron que se acercaba a alguien.

Un hombre bajo y fornido, con bigote espeso y ojos que parecían brasas. emergió de detrás de una peña grande. Llevaba cartucheras cruzadas en el pecho, pistola al cinto y rifle en las manos. Su sombrero de ala ancha proyectaba sombra sobre un rostro curtido por mil batallas. “¿Así que tienes información para el general?”, preguntó con voz que sonaba como grava molida.

Más te vale que sea cierta, porque si nos estás mintiendo, tu calavera va a blanquear en estas piedras hasta el día del juicio. Joaquín tragó saliva, pero mantuvo la mirada firme. Es cierta y es peor de lo que se imaginan. El dorado que había salido de las rocas se llamaba Rodolfo Fierro, la mano derecha más temida de todo el ejército villista.

Sus ojos estudiaron a Joaquín como Alcón estudia a ratón del desierto. “Sígueme”, le ordenó. “Y no trates de hacer ninguna pendejada porque tengo la mano muy ligera.” Joaquín tomó las riendas de su caballo y siguió al revolucionario por un sendero que parecía cortado por cabras monteses.

Subieron entre peñascos gigantes hasta llegar a una explanada escondida donde humeaban varias fogatas. Lo que Joaquín vio le quitó el aliento. Más de 100 hombres descansaban entre las rocas, pero no eran hombres comunes. Eran los dorados de Villa, la caballería más feroz que había pisado tierra mexicana.

Llevaban sombreros de fieltro adornados con cintas de plata, cartucheras llenas de parque, rifles Winchester que brillaban como espejos al sol. Sus caballos eran pura sangre, alimentados con avena robada a los federales, entrenados para cargar contra cañones sin retroceder. En el centro del campamento, sentado en una silla de montar puesta sobre una piedra plana, estaba el hombre que había puesto de cabeza a todo México.

Francisco Villa parecía más pequeño de lo que Joaquín había imaginado, pero había algo en la forma como se movía, como miraba. que explicaba por qué era llamado el centauro del norte. No era solo el rifle adornado con incrustaciones de plata que tenía atravesado en las piernas, ni el bigote espeso que le cubría el labio superior.

Era la certeza absoluta de quien nunca había conocido la derrota, la confianza de un hombre que había nacido para mandar. Así que vienes a contarme de un coronel que tiene esclavas, preguntó Villa sin levantar la vista del mapa que estudiaba. Su voz era seca como rama de mezquite, pero cargada de una autoridad que hacía que hasta las piedras escucharan.

Joaquín se quitó el sombrero y comenzó su historia, empezando por cómo su padre había llevado a Rosana a la hacienda prometiendo trabajo honrado, cómo había regresado con mentiras extrañas, cómo él había buscado por todos los pueblos de la región hasta encontrar la verdad. Cuando llegó a la parte donde describió lo que había visto en los corrales traseros, los ventanas enrejadas, las mujeres prisioneras, Villa levantó los ojos del mapa.

Eran ojos que habían visto demasiadas cosas horribles, pero que todavía podían arder de indignación cuando escuchaban de injusticias contra inocentes. “¿Cuántas mujeres?”, preguntó Sofía. me dijo que son 12, mi general, algunas muy jóvenes, otras ya enfermas de tanto maltrato. Los dorados que escuchaban comenzaron a murmurar entre ellos.

Algunos escupían en el suelo con disgusto, otros afilaban sus cuchillos con movimientos nerviosos. Conocían a su general lo suficiente para saber que esta noticia lo había puesto de muy mal humor. Villa se levantó de su asiento improvisado y caminó hasta el borde de la explanada, donde se extendía el desierto infinito salpicado de haciendas aisladas.

“¿Cómo se llama ese hijo de la chingada?”, preguntó sin voltearse. César Santoro, mi general, se hace llamar coronel, pero la gente dice que compró sus galones con dinero robado. Villa asintió. Conocía el tipo. México estaba lleno de ratas que se aprovechaban del caos de la revolución para enriquecerse con la desgracia ajena. ¿Cuántos hombres tiene? Vi como 15 guardias, mi general.

Están bien armados, pero son puros desertores y bandidos. No soldados de verdad. Fierro se acercó al general. Era su lugar teniente más confiable, hombre capaz de ejecutar las órdenes más difíciles sin hacer preguntas. ¿Qué opinas, general? Vale la pena. Villa se volvió hacia él con expresión que no dejaba lugar a dudas.

Rodolfo, hay ciertas cosas que no se pueden tolerar. Un hombre puede robar, puede matar en guerra, puede hasta quemar iglesias si es necesario, pero esclavizar mujeres. Su voz se endureció como acero templado. Eso no lo perdona ni Dios ni el [ __ ] El general llamó a otros de sus hombres de confianza. Martín López se acercó corriendo.

Era un muchacho de apenas 20 años, pero tenía fama de ser el mejor dinamito, de todo el ejército villista. Podía volar un puente con tres cartuchos de dinamita o abrir un boquete en muralla de piedra sin desperdiciar ni una chispa de pólvora. ¿Qué se ofrece, mi general? Vas a necesitar tus juguetes para esta misión, le dijo Villa. Vamos a tumbar una hacienda.

También llamó a Luz Corral. Era su mujer, pero no una soldadera común. Luz había cabalgado con villa desde los primeros días de la revolución. Había curado heridas de bala, había peleado codo a codo con los hombres en más batallas de las que podía contar.

Tenía manos suaves para vendar heridas, pero también sabía usar pistola con precisión mortal cuando hacía falta. “Luz, vas a venir con nosotros. Van a necesitar a una mujer para cuidar de esas pobres muchachas cuando las liberemos.” La preparación comenzó inmediatamente. Villa no era hombre de esperar. Cuando había que hacer justicia, Fierro estudió el relato de Joaquín haciéndole preguntas precisas sobre la distribución de la hacienda, los horarios de los guardias, las rutas de entrada y salida.

López preparó sus explosivos calculando cuánta dinamita necesitaría para volar los edificios principales sin dañar los corrales donde estaban prisioneras las mujeres. “Tú vas a regresar a la hacienda”, le dijo Villa a Joaquín. “¿Cómo mi general? Si me fui sin avisar, van a sospechar. Les dices que tu caballo se espantó y te tiró, que pasaste la noche perdido en el desierto buscándolo.

Así tienes la excusa perfecta para llegar todo golpeado y con la ropa sucia. Era lógica brillante. Joaquín asintió, aunque el estómago se le revolvía de nervios al pensar en regresar al lugar donde tenían presa a su hermana. Necesito que estés adentro cuando ataquemos, continuó el general. Vas a ser nuestros ojos y orejas.

Cuando veas tres balazos seguidos al aire, esa es la señal. Te escondes donde puedas y esperas a que terminemos de limpiar la casa. Joaquín tragó saliva. Y si me descubren, mi general, la sonrisa que le dedicó Villa no tenía nada de reconfortante. Entonces, más te vale que sepas rezar rápido porque no vamos a poder ayudarte.

Fierro se acercó con un rifle y una cartuchera llena. Toma esto. Si las cosas se ponen feas antes de que lleguemos, por lo menos podrás defenderte. El arma era un Winchester modelo 1894. El rifle preferido de los revolucionarios mexicanos. Joaquín lo examinó con respeto. Era una belleza de acero y madera capaz de disparar 15 tiros sin recargar.

Gracias, mi general”, le dijo Avilla. “No me des las gracias todavía, muchacho. Agradéceme cuando tu hermana esté libre y ese cabrón de Santoro esté muerto.” El plan era simple, pero efectivo. Joaquín regresaría a la hacienda y retomaría su trabajo como si nada hubiera pasado.

Villa y sus dorados esperarían dos días para que no hubiera sospechas. Después atacarían durante la noche cuando los guardias estuvieran relajados y posiblemente borrachos. López volaría los edificios principales para crear confusión, mientras el resto del grupo liberaría a las mujeres y eliminaría a todos los cómplices de Santoro.

Y el coronel, preguntó Joaquín, el silencio que siguió fue más elocuente que cualquier respuesta. Todos en el campamento sabían qué tipo de justicia aplicaba Villa a los hombres como César Santoro. No era el tipo de justicia que se encontraba en los códigos legales, pero era la única que funcionaba en tierra, donde la ley oficial había dejado de existir.

Mientras Joaquín se preparaba para el regreso, Villa se acercó a hablar con él en privado. Muchacho, lo que vamos a hacer no es guerra, es exterminio. Ese coronel y todos sus hombres van a morir y no va a ser muerte limpia. ¿Estás seguro de que puedes vivir con eso en tu conciencia? Joaquín pensó en Rosana, enferma y prisionera en esos corrales inmundos. pensó en Sofía y las otras mujeres que llevaban meses sufriendo horrores inimaginables.

Mi general, después de lo que he visto, lo único que no podría soportar es no hacer nada. Va, asintió con aprobación. Había conocido muchos hombres en su vida, pero respetaba especialmente a los que ponían el amor familiar por encima del miedo personal. Está bien, pero recuerda una cosa, cuando comience el tiroteo, no trates de ser héroe.

Déjanos el trabajo sucio a nosotros. Tu trabajo es mantenerte vivo para cuidar de tu hermana después. El descenso por el sendero rocoso fue más peligroso que la subida. Joaquín tenía que llegar a la hacienda con aspecto de haber pasado una noche terrible en el desierto, perdido y golpeado.

Para hacer creíble su historia, se revolcó en la tierra, se rasgó la camisa con espinas de nopal, hasta se dio algunos golpes en la cara con una piedra para hincharse los ojos y partirse el labio. Cuando el sol comenzaba a ponerse, llegó a la hacienda cabalgando despacio, encorbado en la silla como hombre derrotado por la desgracia.

Los guardias que vigilaban la entrada lo vieron llegar y corrieron a avisarle al capataz. “¿Dónde chingados andabas?”, le gritó Memo, el mismo que había sido mencionado en las historias como uno de los más crueles. “Mi caballo se espantó con una víbora y me tiró”, respondió Joaquín con voz ronca. Pasé toda la noche buscándolo en la oscuridad.

La historia era creíble, porque cosas así pasaban seguido en el desierto. Los caballos se espantaban con serpientes de cascabel, tiraban a sus jinetes y se perdían por días enteros. Memo lo examinó con desconfianza, pero las heridas en la cara y la ropa desgarrada respaldaban la versión de Joaquín. “La próxima vez avísale al patrón antes de salir a buscar animales perdidos”, le gruñó.

Al coronel no le gusta cuando sus trabajadores desaparecen sin explicaciones. Esa noche, Joaquín se acostó en su camarote, pero no durmió ni un minuto. Su mente repasaba cada detalle del plan, cada cosa que podía salir mal. Y si Villa decidía no cumplir su promesa. Y si los dorados llegaban tarde y encontraban la hacienda vacía.

Y si Santoro descubría la verdad y lo mataba antes de que llegara la ayuda. Pero cada vez que la duda lo asaltaba, pensaba en los ojos tristes de Sofía, hablándole desde detrás de los barrotes, y su determinación se renovaba como fuego que renace de sus cenizas. Al día siguiente trabajó con los otros vaqueros como si nada hubiera pasado, pero cada sonido lo ponía nervioso.

Cada vez que llegaba un jinete a la hacienda, su corazón se aceleraba pensando que podía ser uno de los dorados de Villa, pero sabía que tenía que esperar. El general había dicho dos días y Villa era hombre de palabra. La segunda noche fue aún peor que la primera. Joaquín se levantó varias veces a caminar por el patio con la excusa de ir a la letrina. En una de esas salidas logró acercarse otra vez a los corrales traseros.

Llamó bajito por la ventana donde había visto a Sofía la primera vez. Sofía, ¿estás ahí? La respuesta tardó en llegar, pero finalmente la escuchó. Joaquín, ¿eres tú? Sí. ¿Cómo está mi hermana? Mejor la calentura se le quitó, pero está muy débil. ¿Conseguiste ayuda? Vien en camino, susurró él. Mañana por la noche, cuando escuchen balazos, aviésenles a todas que se tiren al suelo y no se muevan hasta que yo vaya por ustedes. ¿Me entendiste? Sofía sintió que se le cerraba la garganta de la emoción. Después de tantos meses de

desesperanza, por fin había llegado una oportunidad real de escape. De verdad va a pasar. ¿No es un sueño? Es real como que estoy aquí parado. Pero necesito que mantengan la calma. Si doña Selma sospecha algo, puede arruinar todo el plan. Joaquín regresó a su camarote sintiéndose más tranquilo.

Todo estaba en movimiento ahora, como las piezas de un mecanismo de relojería que Villa había diseñado con precisión militar. En algún lugar de las montañas, los dorados se preparaban para cabalgar. Limpiaban sus armas, afilaban sus cuchillos, rezaban sus oraciones de antes de batalla.

Y mañana, cuando se pusiera el sol sobre la hacienda santa esperanza, comenzaría una de las venganzas más sangrientas que se recordarían en todo Chihuahua. La tercera noche llegó, como todas las noches, del desierto chihuahüense, silenciosa y estrellada, pero cargada de presagios que solo los que van a morir pueden sentir en el aire.

Joaquín se levantó antes del amanecer y salió a revisar el ganado con nervios de alambre tenso. Cada ruido lo sobresaltaba. Cada sombra entre los mezquites le parecía un dorado de villa esperando la señal de ataque. Los otros vaqueros notaron su inquietud, pero la achacaron al susto que había pasado cuando su caballo lo tiró en el desierto. Durante el día, la rutina de la hacienda siguió igual que siempre.

Los guardias jugaban cartas bajo la sombra de la galería. Doña Selma llevaba tortillas y frijoles a las mujeres prisioneras. El coronel Santoro recibía clientes en su oficina. Pero Joaquín notó detalles que antes se le habían escapado. La forma como los guardias revisaban sus armas cada pocas horas, los perros que ladraban inquietos sin motivo aparente, las miradas nerviosas que intercambiaban los trabajadores de confianza.

Al atardecer, cuando el sol se ponía como moneda de cobre sobre los cerros lejanos, comenzaron a llegar los clientes de siempre. Joaquín los observó desde lejos. mientras fingía reparar una cerca, tres tratantes de armas que venían del paso, un acendado gordo que llegó en coche tirado por mulas, dos troperos con aspecto de no haberse bañado en semanas, todos llevaban cartucheras llenas y expresión de hombres que sabían que el placer que buscaban tenía precio de sangre.

El coronel Santoro los recibió en la galería de su casa sirviendo tequila en vasos de cristal que contrastaban grotescamente con la brutalidad de sus negocios. Bienvenidos a la hacienda Santa Esperanza, caballeros. Les decía con sonrisa que no llegaba a los ojos. Esta noche tienen ustedes disponibles a las mejores muchachas del norte de México, frescas, obedientes y a precios que no van a encontrar en ninguna casa de Juárez.

Mientras se cerraban los tratos en la casa grande, Joaquín se escurrió hacia los corrales traseros. Necesitaba avisar a las mujeres que esta sería su última noche de cautiverio. Se acercó a la ventana donde había hablado con Sofía y silvó bajito imitando el canto de un tecolote. La respuesta tardó unos minutos, pero finalmente apareció el rostro demacrado de la mujer. Sofia, soy Joaquín. Esta noche viene la ayuda.

Cuando escuchen balazos, avísenle a todas que se tiren al suelo y se cubran la cabeza. No salgan hasta que yo vaya por ustedes. Los ojos de Sofía se iluminaron con una esperanza que llevaba meses apagada. Es cierto, de verdad va a pasar. Es cierto, pero necesito que me prometas algo.

Si las cosas salen mal, si me matan antes de llegar hasta ustedes, busca la forma de avisarle a mi hermana Rosana que vine por ella, que no la abandoné. La voz de Sofía tembló cuando respondió, “No va a hacer falta, Joaquín. Van a salir bien las cosas. Tiene que ser así.

” Pero los dos sabían que en el desierto de Chihuahua las cosas buenas no siempre pasaban a la gente buena. El destino era caprichoso como tormenta de arena y podía destruir a justos y pecadores por igual. Joaquín regresó a la casa de los trabajadores cuando ya habían encendido los faroles rojos en las ventanas de los corrales traseros. Era la señal que conocían todos los clientes.

El burdel abierto para hacer negocios. Se acostó en su camarote completamente vestido, con las botas puestas y el rifle que le había dado fierro escondido bajo el colchón. Sus compañeros de cuarto roncaban como cerdos satisfechos, ajenos al huracán de violencia que se acercaba a la hacienda. Pasaron las horas con lentitud de siglos.

Joaquín contaba los ruidos de la noche, el aullido lejano de los coyotes, los relinchos de los caballos en el corral, las risas borrachas que llegaban de la casa grande, los gemidos ahogados que se escapaban de los corrales traseros. Cada sonido le recordaba por qué villa iba a convertir este lugar en campo de batalla. Era cerca de medianoche cuando empezó a escuchar algo diferente.

Al principio pensó que eran sus nervios jugándole bromas, pero después se dio cuenta de que era real. Cascos de caballos que se acercaban despacio tratando de no hacer ruido sobre la tierra endurecida. Muchos cascos, demasiados para ser clientes que llegaban tarde. Se levantó sin hacer ruido y se asomó por la ventana pequeña del camarote.

La luna estaba en cuarto menguante, dando poca luz, pero sus ojos, habituados a la oscuridad del desierto, pudieron distinguir sombras que se movían entre los mezquites que rodeaban la hacienda. No eran sombras normales, se movían con propósito militar, rodeando la propiedad. como lobos que acercan a un rebaño de ovejas. Su corazón empezó a latir tan fuerte que temió despertar a sus compañeros de cuarto. Villa había llegado.

Los dorados más temidos de toda la revolución mexicana estaban ahí afuera preparándose para hacer justicia a su manera. Joaquín sintió una mezcla de alivio y terror que le nubló la vista por unos segundos. Por un lado, su hermana iba a ser liberada. Por el otro, él estaba en el centro de lo que iba a convertirse en una matanza sin cuartel.

Los guardias de la hacienda no se habían dado cuenta de nada. Estaban demasiado ocupados vigilando a los clientes y demasiado borrachos para notar las sombras que se movían en la periferia. Memo y otro guardia llamado Chui jugaban dominó en la galería de la Casa Grande con una botella de mezcal entre los dos.

Los demás se habían repartido por el perímetro, pero la mayoría dormitaba en sus puestos o se distraía fumando cigarros. Fue entonces cuando Joaquín vio algo que le heló la sangre, una figura pequeña y ágil que se movía entre las sombras hacia los corrales donde estaban las mujeres prisioneras. Era luz corral, reconocible por su forma de caminar y por el rebozo que siempre llevaba puesto.

Se acercaba sigilosamente al edificio donde estaban encerradas las víctimas de Santoro, preparándose para liberarlas antes de que comenzara el tiroteo. Pero justo cuando Luz llegaba cerca de los corrales, doña Selma salió de su cuarto anexo para hacer una ronda de vigilancia.

La vieja bruja tenía oído de murciélago y había escuchado algo que no le gustaba. Llevaba su escopeta en las manos y caminaba con paso cauteloso, escudriñando las sombras como si presintiera el peligro. Los dos mujeres se encontraron cara a cara en el patio polvoriento. Luz había llegado demasiado cerca para retroceder sin ser vista y doña Selma era demasiado desconfiada para dejar pasar a una extraña cerca de sus prisioneras.

¿Quién anda ahí? Gritó la vieja levantando la escopeta. Salga para que la vea o le vuelo los esos. Luz no tuvo opción. Sacó una de sus pistolas y disparó una sola vez. Certero al corazón, doña Selma se desplomó como costal vacío, con expresión de sorpresa grabada para siempre en su cara cruel.

Pero el disparo resonó en la noche silenciosa como campana de alarma, despertando a todos en la hacienda y alertando a los guardias de que algo andaba muy mal. “Nos están atacando”, gritó Memo desde la galería, tirando la botella de mezcal y agarrando su rifle. Los otros guardias salieron corriendo de sus escondites, algunos todavía abrochándose los pantalones, otros tropezándose con sus propias armas en la confusión.

El coronel Santoro apareció en la puerta de su casa en calzoncillos y camisa de dormir, pero con una pistola en cada mano. Fue entonces cuando Joaquín escuchó los tres balazos al aire que Villa había prometido como señal. Boom, bum, bum. Espaciados como latidos de corazón gigante, llegando desde diferentes puntos alrededor de la hacienda. Era el momento. La guerra había comenzado.

El primer ataque vino de donde menos se esperaba. Martín López había colocado sus cargas de dinamita bajo la casa de los guardias durante la confusión causada por el disparo de luz. La explosión iluminó la noche como relámpago del desierto, volando por los aires paredes de adobe, vigas de madera y tres guardias que dormían adentro. Los vidrios de las ventanas se hicieron añicos, los caballos relincharon despavoridos en el corral y una lluvia de tierra y escombros cayó sobre toda la hacienda.

Pero esa fue solo la primera sorpresa. Antes de que el eco de la explosión se apagara entre los cerros, los dorados de Villa atacaron desde todos los flancos. Al mismo tiempo, aparecieron como demonios armados, emergiendo de las sombras, disparando rifles Winchester con precisión mortal, gritando el grito de guerra que había sembrado terror desde Sonora hasta Oaxaca. Viva villa, viva México.

Fierro apareció por el lado norte, cabalgando un caballo negro como la noche, disparando con ambas manos como si fuera pistolero de circo. Sus balas encontraron blanco tras blanco entre los guardias que trataban de organizarse para defender la hacienda. Chui, el que había estado jugando, dominó con Memo.

Recibió un balazo en plena frente que lo tiró hacia atrás como muñeco de trapo. Otro guardia intentó esconderse detrás de un barril de agua, pero las balas de fierro atravesaron la madera como si fuera papel. Por el lado sur llegó otro grupo de dorados comandado por un hombre al que llamaban el gerero Morales. Eran jinetes fantasmales que habían aprendido a disparar desde caballos al galope con la misma precisión que otros hombres disparaban de pie.

Sus rifles escupían fuego en la noche, cada destello revelando rostros pintados por la pólvora y la sed de venganza. Los guardias de Santoro, acostumbrados a intimidar campesinos indefensos, no sabían cómo responder a un ataque coordinado de revolucionarios entrenados en 100 batallas. Memo, el guardia más cruel de toda la hacienda, el mismo que había matado a la muchacha que trataba de escapar en el cold open de nuestra historia, trató de llegar hasta el armero donde Santoro guardaba las armas pesadas, pero se topó con algo que no

esperaba. Joaquín había salido de su cuarto con el rifle que le había dado fierro. Los dos hombres se miraron a los ojos por un segundo que duró una eternidad. “Tú no eres vaquero”, le dijo Memo levantando su arma. “Eres espía de villa y tú eres un asesino de mujeres indefensas”, respondió Joaquín, apuntando con calma mortal.

Esto es por la muchacha que mataste tratando de escapar. El disparo de Joaquín fue un segundo más rápido. Memo se dobló sobre sí mismo, agarrándose el estómago, y cayó de rodillas sobre la tierra que tantas veces había pisoteado con botas de matón. “Esto es por mi hermana”, le dijo Joaquín disparando otra vez.

“Y esto es por todas las que sufrieron en tus manos”. El tercer disparo puso fin a la vida de Memo, que murió con los ojos abiertos y expresión de sorpresa, como si no pudiera creer que alguien se hubiera atrevido a cobrárselas todas juntas. Pero la batalla apenas había comenzado. El coronel Santoro había logrado llegar hasta su oficina donde tenía un arsenal escondido detrás de un librero falso.

Sacó una ametralladora Thompson que había comprado a contrabandistas gringos, el arma más moderna y mortífera de todo el norte de México. Con esa arma en las manos, un solo hombre podía detener a todo un pelotón de atacantes. Santoro salió a la galería de su casa disparando ráfagas que cortaban el aire como tijeras de acero.

Las balas de la Thompson arrancaron pedazos de pared de los edificios donde se habían parapetado algunos dorados. Dos de los hombres de villa cayeron gritando con heridas que sangraban como ríos sobre la tierra seca. El coronel reía como loco mientras disparaba, convencido de que su arma supermoderna lo haría invencible contra los rifles obsoletos de los revolucionarios, pero había subestimado la astucia de Francisco Villa.

El centauro del norte no había sobrevivido tantos años luchando contra federales mejor armados, siendo imprudente. Mientras Santoro se distraía disparando su ametralladora, Villa se había escurrido por el lado contrario de la casa, moviéndose como fantasma entre las sombras.

Cuando el coronel se dio cuenta del peligro, ya era demasiado tarde. Villa apareció detrás de él con su rifle de incrustaciones de plata apuntándole a la cabeza. “Suelta el arma, cabrón”, le ordenó con voz que sonaba como sentencia de muerte. Tu reino de [ __ ] se acabó esta noche.

Santoro se volvió despacio con la ametralladora todavía humeante en las manos y por primera vez en años sintió lo que era el miedo verdadero. Estaba frente al hombre más temido de todo México y en los ojos de Villa vio reflejado su propio final. Suelta el arma, cabrón”, repitió Villa, acercándose un paso más al coronel Santoro. El cañón de su rifle brillaba como plata pulida bajo la luz de los incendios que comenzaban a devorar los edificios de la hacienda.

Santoro calculó sus opciones con la mente fría de quien había sobrevivido años en un negocio donde la menor debilidad significaba muerte segura. podía intentar voltear la ametralladora y disparar, pero Villa estaba demasiado cerca y tenía fama de no fallar nunca un tiro a esa distancia. ¿Sabes quién soy yo, Villa?, preguntó el coronel tratando de ganar tiempo mientras su cerebro buscaba una forma de escape. Tengo conexiones en el paso.

En Washington hay gente poderosa que me protege. Vila soltó una carcajada seca como rama quebrada. Los únicos que te van a proteger esta noche son los sopilotes, cuando vengan a comerse tu carroña mañana por la mañana. Era entonces cuando Santoro cometió el error que le costaría todo. En lugar de rendirse, decidió apostar su vida a una jugada desesperada.

se tiró hacia un lado mientras trataba de voltear la ametralladora hacia villa. Pero el centauro del norte había anticipado el movimiento. Su rifle disparó una vez preciso como relámpago y la bala atravesó la muñeca derecha de Santoro. La Thompson cayó al suelo con estruendo metálico mientras el coronel gritaba agarrándose la mano destrozada.

Eso es para que no se te ocurra volver a tocar un arma”, le dijo Vila. Después disparó otra vez, atravesándole la pierna izquierda. Santoro se desplomó sobre las tablas de la galería, sangrando como cerdo degollado, pero todavía vivo. Y eso es para que no trates de correr. Villa se acercó despacio, saboreando cada segundo del terror que veía en los ojos de su enemigo. Ahora vamos a platicar tú y yo, pero no aquí.

Conozco un lugar mejor. Mientras esto pasaba en la casa grande, Luz Corral, había logrado llegar hasta los corrales traseros, donde estaban prisioneras las mujeres. Las llaves que había quitado del cuerpo de doña Selma abrieron las puertas como si fueran llaves del paraíso. “¡Salan todas!”, gritó apartando los candados. “Están libres!” Pero las mujeres no salían.

Habían escuchado tantas promesas falsas, habían visto tantas esperanzas convertirse en pesadillas, que ya no creían en la salvación. Sofía fue la primera en asomar la cabeza. Sus ojos encontraron los de luz y reconoció algo que había perdido hacía mucho tiempo, la mirada de una mujer libre. Es cierto, susurró.

¿De verdad podemos irnos? Es cierto”, respondió Luz guardándose las pistolas y extendiendo una mano. Pancho Villa mandó que las liberáramos. Ustedes nunca más van a ser esclavas de nadie. Las mujeres comenzaron a salir tímidamente, como animales salvajes que han estado enjaulados tanto tiempo que han olvidado cómo era la libertad.

Rosana, la hermana de Joaquín, era una sombra de la muchacha que había sido. Tenía 17 años, pero parecía de 30, con ojos hundidos y movimientos lentos, de quien ha sufrido demasiado. Cuando Luz le dijo que su hermano había venido a rescatarla, se echó a llorar por primera vez en meses. ¿Dónde está Joaquín? preguntó con voz que sonaba como papel arrugado.

“Está aquí peleando con los hombres de villa para liberarlas a todas ustedes”, respondió Luz. “Pero primero las voy a sacar de este lugar maldito. Después van a tener tiempo para abrazarse.” Una por una, las 12 mujeres salieron del infierno donde habían estado prisioneras. Algunas podían caminar solas, otras necesitaban ayuda porque estaban demasiado débiles o enfermas.

Luz las guió hacia una arboleda de álamos que crecía cerca de un pozo de agua, lejos del tiroteo que seguía sonando entre los edificios de la hacienda. Aquí van a estar seguras”, les dijo, “Mis hombres ya limpiaron esta zona, pero no se muevan de aquí hasta que todo termine.

” Las mujeres se agazaparon entre los árboles como venados espantados, todavía sin creer completamente que su cautiverio había terminado. Mientras tanto, la batalla seguía rugiendo en otras partes de la hacienda. Los guardias de Santoro que quedaban vivos, se habían atrincherado en el establo grande, disparando por las ventanas contra los dorados que los tenían rodeados. Fierro dirigía el ataque desde una posición elevada, gritando órdenes que sus hombres obedecían con precisión militar.

“Martín, necesito que me vueles esa pared norte. Pedro, tú y el chato cubran el flanco izquierdo.” López preparó otra carga de dinamita. Pero esta vez calculó la explosión para abrir un hoyo en la pared sin tumbar todo el edificio. Necesitaban tomar prisioneros para interrogarlos sobre otros cómplices de Santoro.

La explosión sonó como trueno del desierto, abriendo un boquete por donde los dorados pudieron entrar como río desbordado. Lo que siguió fue una batalla cuerpo a cuerpo en la oscuridad humeante del establo. Los guardias lucharon con la desesperación de hombres que sabían que no iba a haber prisioneros de guerra esa noche. Habían visto lo que Villa hacía con los que abusaban de mujeres indefensas.

Mejor morir peleando que enfrentar la justicia del centauro del norte. Pero eran soldados improvisados contra veteranos de 100 batallas. Los dorados conocían cada trucos de la lucha en espacios cerrados, cada forma de usar las sombras y el humo a su favor.

Uno por uno, los últimos guardias de la hacienda fueron cayendo. Algunos murieron por balas de rifle, otros por cuchillos que aparecían desde la oscuridad, otros simplemente desaparecieron en la confusión y nunca más se supo de ellos. Cuando el humo se despejó y se apagaron los últimos disparos, Fierro hizo la cuenta de bajas.

Habían perdido tres dorados en la batalla, pero habían eliminado a toda la banda de Santoro, excepto al coronel mismo. ¿Dónde está el jefe?, preguntó López limpiándose la pólvora de la cara. Con el coronel, respondió Fierro. Y por los gritos que estoy oyendo, parece que la plática ya comenzó.

Efectivamente, desde la dirección de los corrales abandonados llegaban sonidos que helaban la sangre, gritos de dolor que se cortaban de repente, después silencio, después gritos nuevos. Villa había llevado a Santoro al mismo lugar donde el coronel había torturado a tantas mujeres para que pagara sus crímenes en el escenario de sus pecados.

Joaquín apareció corriendo entre las ruinas de la casa de los guardias, todavía con el rifle humeante en las manos. ¿Dónde está mi hermana? Preguntó con voz desesperada. Fierro señaló hacia la arboleda, donde Luz había escondido a las mujeres liberadas. Allá con las demás, pero antes de que vayas, el general quiere verte. Los ojos de Joaquín se endurecieron. Sabía lo que eso significaba.

Villa iba a hacer justicia con Santoro y quería que él fuera testigo. Caminaron hasta los corrales traseros, donde Villa había amarrado al coronel, en el mismo poste donde doña Selma solía atar a las mujeres que trataban de escapar. Santoro estaba consciente, pero destrozado, con heridas en los brazos y las piernas que sangraban lentamente.

Villa se había tomado su tiempo, asegurándose de que el coronel sintiera una fracción del dolor que había causado a sus víctimas. “Jaquín”, dijo Villa sin voltear a verlo. “¿Te dijo este cabrón dónde vendió a otras mujeres?” El coronel levantó la cabeza con esfuerzo. Su cara era un mapa de cortes y moretones, pero sus ojos todavía brillaban con odio desafiante.

No le he dicho nada a tu perro faldero, Villa, y no le voy a decir nada. Villa sonrió, pero era sonrisa que prometía sufrimientos inimaginables. Está bien, tenemos toda la noche para platicar. Lo que siguió fue una lección de justicia que se había perdido en los códigos legales civilizados.

Villa no torturaba por sadismo, sino por información. Cada corte, cada golpe, cada momento de dolor tenía propósito específico, hacer que Santoro revelara los nombres de sus cómplices, las ubicaciones de otros burdeles, los caminos que usaba para traficar mujeres. Era interrogatorio brutal, pero efectivo. Poco a poco, entre gritos y súplicas, el coronel comenzó a hablar.

mencionó nombres de otros hacendados que compraban mujeres, rutas de contrabando que conectaban con tecas, contactos en el paso que lavaban el dinero del tráfico humano. Villa memorizaba cada detalle porque sabía que esta información le serviría para futuras operaciones de limpieza. La red de corrupción era más grande de lo que había imaginado.

¿Y las que se murieron aquí?, preguntó Villa, acercándose con un cuchillo cuya hoja brillaba como espejo mortal. ¿Cuántas fueron? Santoro trató de mentir, pero Villa conocía las mentiras mejor que los curas conocen las oraciones. Cada vez que el coronel trataba de minimizar sus crímenes, el cuchillo encontraba piel nueva que cortar. Al final, la verdad salió completa y horrible.

19 mujeres habían muerto en esa hacienda en los últimos 3 años. 19 hijas, hermanas, madres, esposas que habían llegado buscando refugio y habían encontrado solo muerte lenta y dolorosa. Joaquín sintió que se le cerraba la garganta al escuchar las cifras. Su hermana había estado a punto de convertirse en la número 20.

¿Dónde las enterraron?, preguntó con voz que temblaba de rabia contenida. Santoro señaló con la barbilla hacia un terreno valdío detrás de los corrales, ahí bajo los mezquites, sin cruces, sin nombres. Doña Selma decía que eran [ __ ] y no merecían lugar en campo santo bendito. Fue la gota que derramó el vaso.

Joaquín levantó su rifle y lo apuntó a la cabeza del coronel, pero Villa le puso una mano en el brazo. No, muchacho. Este hijo de perra es mío. Tú ve con tu hermana. Ya ha visto suficiente maldad por una vida. Joaquín obedeció, pero antes de irse se acercó al coronel y le escupió en la cara. Esto es por todas las que mataste, desgraciado. Ojalá te dure mucho el morir.

Se alejó caminando hacia la arboleda, dejando a Villa solo con su víctima. Los gritos que siguieron se escucharon por todo el valle, pero nadie sintió lástima por César Santoro. En tierra donde la justicia oficial había fracasado, la justicia de Francisco Villa era lo único que quedaba.

Cuando Joaquín llegó a la arboleda, encontró a Rosana acurrucada bajo un álamo temblando a pesar del calor de la noche. Al verlo, se levantó tamb valeante y corrió a abrazarlo, llorando como niña perdida, que por fin encuentra a su familia. Joaquín, pensé que nunca te iba a volver a ver. Soyosó contra su pecho. Pensé que me iba a morir en ese lugar horrible.

Ya pasó, hermanita”, le susurró él, acariciándole el cabello sucio y enredado. “Ya pasó todo. Nunca más te va a tocar nadie, te lo prometo.” Pero ambos sabían que las heridas del alma tardan más en sanar que las heridas del cuerpo. Rosana había perdido algo que nunca podría recuperar y Joaquín había aprendido que el mundo contenía maldades que no había imaginado en sus peores pesadillas.

Las otras mujeres los observaban con mezcla de alegría y envidia. Sofía se acercó y puso mano en el hombro de Joaquín. “Gracias”, le dijo simplemente, “Gracias por no olvidarnos.” Él asintió sin poder hablar. Las palabras no alcanzaban para expresar todo lo que sentía: alivio, rabia, tristeza, gratitud hacia Villa y sus hombres, odio hacia Santoro y todo lo que había representado. Luz corral.

apareció entre los árboles con expresión grave. “Las mujeres necesitan doctoe”, dijo. “Algunas están muy enfermas, otras tienen heridas que pueden infectarse y todas van a necesitar tiempo para recuperarse de”. No terminó la frase, pero todos entendieron. El daño psicológico iba a ser más difícil de curar que cualquier herida física. “¿Conoce algún lugar seguro donde puedan quedarse?”, preguntó Joaquín.

“Sí”, respondió Luz. “Tengo una prima en Chihuahua que dirige una casa para mujeres desamparadas. Es lugar discreto donde no hacen preguntas incómodas. Pueden quedarse ahí hasta que decidan qué hacer con sus vidas.” Era solución temporal, pero mejor que dejarlas a la deriva en un mundo que las había traicionado una vez y podía volverlo a hacer. Los gritos desde los corrales habían cesado.

Un silencio pesado cayó sobre la hacienda en ruinas, interrumpido solo por el crepitar de los incendios que todavía devoraban algunos edificios. Villa había terminado su trabajo con el coronel. César Santoro había pagado por sus crímenes con la moneda que él mismo había establecido, sufrimiento prolongado hasta que la muerte llegara como liberación.

Francisco Villa salió de los corrales traseros, limpiándose las manos ensangrentadas en un trapo sucio. Su rostro no mostraba satisfacción ni remordimiento, solo la expresión neutra de quien había cumplido con un deber necesario. César Santoro había dejado de existir de la forma más dolorosa posible, pero su muerte no devolvería la inocencia perdida a las mujeres que había destruido.

Era justicia, pero justicia que llegaba demasiado tarde para las 19 que yacían bajo los mezquites, sin nombre ni cruz. Fierro se acercó con un reporte de la situación. General, ya limpiamos toda la hacienda. Encontramos a 15 guardias muertos, tres tratantes de armas que venían de Texas, un acendado gordo que se escondía en el granero y dos troperos que intentaron escapar por el río, todos eliminados. Villa asintió sin comentarios.

En esta guerra sin cuartel no había lugar para prisioneros que habían participado en el tráfico de mujeres. ¿Y nuestras bajas? Preguntó. Tres dorados heridos, uno grave. El chato se llevó una bala en el hombro, pero va a vivir. Pedro tiene cortes de vidrio en la cara, nada serio. El gerero Morales está mal, bala en el estómago.

Luz lo está atendiendo, pero Fierro no terminó la frase. Ambos conocían las estadísticas. Heridas de bala en el vientre mataban más soldados que todas las otras heridas juntas. Villa caminó hasta donde sus hombres habían improvisado un hospital de campaña bajo los álamos. El gerero Morales estaba tendido sobre un zarape con la camisa empapada de sangre y respiración entrecortada.

Era un muchacho de apenas 19 años que había seguido a villa desde Durango lleno de sueños de gloria revolucionaria. Ahora iba a morir en tierra ajena, lejos de su familia. por liberar mujeres que nunca había conocido. Luz levantó los ojos cuando Villa se acercó. Su expresión lo dijo todo sin necesidad de palabras. “¿Cuánto tiempo?”, preguntó el general en voz baja.

“Una hora, tal vez dos”, respondió ella. La bala le perforó el intestino. Está perdiendo mucha sangre y no tenemos los medicamentos que necesitaría. Villa se arrodilló junto al moribundo. Gerüero, ¿me escuchas? Los ojos del muchacho se enfocaron con dificultad en el rostro de su general. Sí, jefe. Ya terminamos aquí. Ya terminamos. Liberamos a todas las mujeres.

Matamos a todos los cabrones que las tenían presas. Tu bala no fue en vano. Una sonrisa débil apareció en los labios pálidos del gero. Está bien, entonces. Está bien. Cerró los ojos y su respiración se hizo más lenta. Moría en paz, sabiendo que había peleado por algo que valía la pena.

Villa se quedó junto al cuerpo hasta que el último aliento se escapó entre los dientes apretados del muchacho. Después se levantó y se dirigió a Fierro. Envuélvelo en su zarape y átenlo a su caballo. Lo vamos a enterrar en tierra revolucionaria, no en este lugar maldito. Era el último honor que podía darle.

Descansar en suelo limpio, lejos de la corrupción que había manchado la hacienda Santa Esperanza. Mientras sus hombres preparaban al muerto para el viaje, Villa se acercó a las mujeres liberadas. todavía estaban agrupadas bajo los árboles como animales salvajes que han estado tanto tiempo en jaulas que han olvidado cómo es la libertad. Algunas lloraban, otras permanecían en silencio, todas mostraban en sus rostros las cicatrices invisibles del trauma que habían sufrido.

“Señoras”, dijo Villa quitándose el sombrero en gesto de respeto. “Lamento mucho lo que han pasado en este lugar. Lamento haber llegado tarde para evitarles tanto sufrimiento. Su voz, que había rugido órdenes de batalla toda la noche, ahora sonaba suave como susurro de viento entre mezquites. Pero quiero que sepan que esto se acabó para siempre.

Nadie más va a tocarlas contra su voluntad. Sofía se levantó con dificultad y se acercó al general. A pesar de su debilidad física, había recuperado algo de la dignidad que había perdido durante meses de cautiverio. “General Villa, no tenemos cómo pagarle lo que ha hecho por nosotras”, dijo con voz que temblaba de emoción.

Usted nos devolvió la vida cuando ya la habíamos perdido. Villa la miró con respeto. Esta mujer había sobrevivido al infierno y todavía tenía fuerzas para agradecer en lugar de lamentarse. No me deben nada, señora. Lo que hice fue obligación de cualquier hombre que se respete.

Además, añadió con voz más dura, el que me tiene que pagar ya me pagó con intereses. Luz Corral se acercó con una bolsa de dinero que habían encontrado escondida en la oficina de Santoro. Era el dinero manchado de sangre que el coronel había ganado con el sufrimiento de mujeres inocentes. ¿Qué hacemos con esto, Francisco? Villa miró la bolsa como si contuviera víboras venenosas.

Ese dinero representaba lágrimas, dolor, vidas destrozadas, pero también podía representar un nuevo comienzo para las supervivientes. Divídanlo entre las mujeres ordenó. Van a necesitar para empezar vida nueva para doctores, para ropa, para lo que haga falta. Sofía trató de protestar. General, nosotras no podemos aceptar. Si pueden y van a aceptar.

La interrumpió Villa con tono que no admitía discusión. Ese dinero es de ustedes por derecho. Se lo ganaron con su sufrimiento. Mientras Luz repartía el dinero entre las mujeres liberadas, Villa llamó aparte a Joaquín. Muchacho, tu hermana va a necesitar mucho cuidado. Lo que vivió aquí no se olvida de un día para otro.

Joaquín asintió cargando sobre sus hombros peso de la responsabilidad. Lo sé, mi general. Voy a cuidarla el resto de mi vida si hace falta. Está bien, pero también tienes que cuidarte tú. Lo que viste aquí, lo que hiciste aquí, también deja marcas en el alma. Villa puso una mano pesada en el hombro del joven.

Si algún día necesitas trabajo, busca a mis compadres. Un hombre que pone la familia por encima del miedo siempre tiene lugar entre los dorados. Joaquín sintió que se le hinchaba el pecho de orgullo, pero al mismo tiempo sabía que lo único que quería era alejarse de la violencia para siempre.

“Gracias, mi general, pero creo que ya tuve suficiente guerra por toda una vida.” Villa sonrió con comprensión. Así debe ser. Los que tenemos estómago para la violencia la hacemos para que otros puedan vivir en paz. Los dorados comenzaron a prepararse para la partida. Habían terminado su trabajo en la hacienda Santa Esperanza y necesitaban alejarse antes de que llegaran soldados federales a investigar el humo y los disparos.

Fierro organizó la retirada con eficiencia militar, asegurándose de que no quedaran rastros que pudieran llevar a los federales hasta sus escondites en la sierra. Pero antes de irse, Villa tenía una tarea más que cumplir. Se dirigió hacia el terreno valdío, donde Santoro había confesado que estaban enterradas las mujeres muertas.

Con sus propias manos comenzó a acabar, ayudado por algunos de sus hombres. No podía devolverles la vida, pero sí podía darles sepultura digna. Encontraron los restos de 19 mujeres enterradas como animales, sin ataúdes, sin cruces, sin oraciones. Villa las hizo exumar con cuidado y las envolvió en zarapes limpios. Estas mujeres van a tener entierro cristiano”, declaró.

“Las vamos a llevar al panteón de Parral, donde van a descansar en tierra bendita con sus nombres en lápidas de piedra.” Era promesa que cumpliría. Semanas después, cuando la noticia de la liberación de la hacienda Santa Esperanza se extendiera por todo Chihuahua, Villa mandaría construir un monumento en el cementerio de Parral, dedicado a las mártires de Santa Esperanza, como comenzaron a ser conocidas las víctimas de César Santoro.

Mientras los dorados terminaban de cargar los cuerpos en mulas de carga, Luz ayudó a las mujeres supervivientes a subir a carretas que habían tomado de los establos de la hacienda. Algunas podían viajar solas, otras necesitaban ayuda porque estaban demasiado débiles o enfermas.

Rosana se aferró a su hermano como si temiera que todo fuera un sueño y que fuera a despertar otra vez en los corrales malditos. ¿A dónde vamos? Preguntó con voz de niña asustada. Primero a Chihuahua, donde una prima de luz las va a cuidar hasta que se recuperen, le explicó Joaquín. Después, cuando estés mejor, vamos a volver al rancho. Papá nos está esperando. No mencionó que tenía planeado ajustar cuentas con el viejo por haber vendido a su hija como ganado.

Esa conversación podía esperar. El convoy se puso en marcha cuando las primeras luces del amanecer comenzaron a pintar de rosa las montañas del horizonte. Villa cabalgaba en su caballo siete leguas al frente de la columna con expresión pensativa. Habían ganado una batalla más contra la injusticia, pero sabía que por cada César Santoro que eliminaba, había 10 más esperando su oportunidad en lugares remotos del país.

La revolución había desatado todos los demonios que vivían escondidos en el alma humana. Por cada hombre que luchaba por justicia genuina, había otros que aprovechaban el caos para enriquecerse con el dolor ajeno. Era lucha sin fin, como tratar de vaciar el mar con una cuchara, pero Villa estaba dispuesto a pelearla hasta que la muerte lo alcanzara.

Atrás quedaba la hacienda Santa Esperanza, convertida en montón de cenizas y escombros. Los incendios habían devorado los edificios principales y lo poco que quedaba en pie sería reclamado pronto por el desierto. Los mezquites crecerían entre las ruinas, los coyotes harían nidos en los cimientos de piedra y en pocas décadas no quedaría nada que recordara la maldad que había florecido en ese lugar.

Pero la historia sobreviviría en la memoria de la gente. Los corridos ya estaban naciendo en las mentes de los trobadores que habían escuchado rumores de la liberación. Pronto se cantaría por toda la frontera norte la historia del general Villa, que había quemado el burdel del [ __ ] y había dado libertad a las esclavas del placer.

Como todas las leyendas, crecería con cada repetición, agregando detalles fantásticos y omitiendo otros más crudos. Sofía cabalgaba en una de las carretas, mirando hacia atrás una última vez al lugar donde había perdido tanto y donde por fin había recuperado su libertad. No sabía qué le deparaba el futuro, pero por primera vez en meses podía pensar en mañana sin sentir terror.

Eso ya era más de lo que había esperado cuando despertó esa misma mañana en su celda de pesadilla. El convoy llegó a Chihuahua tres días después, levantando polvareda dorada bajo el sol del mediodía. La ciudad bullía con rumores sobre el ataque a la hacienda Santa Esperanza, pero nadie se atrevía a hacer preguntas. directas cuando vieron a Francisco Villa cabalgando al frente de la columna.

Los ciudadanos se apartaban respetuosamente del camino, quitándose los sombreros, persignándose algunos, murmurando oraciones otros. El centauro del norte inspiraba mezcla de terror y admiración que pocos hombres en la historia habían logrado despertar.

Luz Corral dirigió las carretas que transportaban a las mujeres liberadas hacia una casa modesta en las afueras de la ciudad. Era la residencia de su prima Esperanza Morales, una mujer de mediana edad que se dedicaba a dar refugio a mujeres desamparadas sin hacer preguntas incómodas sobre su pasado. Cuando vio la condición de las recién llegadas, no necesitó explicaciones.

Sus ojos habían visto demasiado sufrimiento femenino durante la revolución para necesitar detalles. Pueden quedarse el tiempo que necesiten. Les dijo con voz maternal que no habían escuchado en meses. Aquí están seguras. Nadie va a tocarlas. Nadie va a hacerles preguntas que no quieran responder. Las mujeres comenzaron a llorar otra vez, pero esta vez eran lágrimas de alivio, no de desesperación.

Por primera vez su cautiverio estaban en lugar donde podían bajar la guardia sin temer por sus vidas. Sofía se había convertido en líder natural del grupo. A pesar de su debilidad física, organizaba a las otras mujeres, las consolaba cuando tenían pesadillas, las animaba a comer cuando el trauma les quitaba el apetito. Tenemos que recuperarnos, les decía, no por nosotras solas, sino por las que no pudieron escapar de otros lugares como el que dejamos atrás.

Algunas de las mujeres decidieron quedarse en Chihuahua para empezar vida nueva con identidades falsas. Era más fácil reinventarse en ciudad grande donde nadie conocía su historia. Otras eligieron regresar a sus lugares de origen a buscar familias que tal vez las habían dado por muertas. Cada una tenía que encontrar su propio camino hacia la sanación y no había recetas universales para curar heridas tan profundas. Rosana era caso especial.

Su trauma era tan severo que apenas podía hablar sin empezar a temblar. Joaquín se quedó con ella en Chihuahua durante dos semanas hasta que los doctores dijeron que estaba lo suficientemente estable para viajar. Durante esas noches largas, cuando ella despertaba gritando por pesadillas, él la consolaba con historias de su infancia, recordándole el mundo que había existido antes del horror.

“¿Te acuerdas cuando íbamos a pescar al río los domingos?”, le preguntaba acariciándole el cabello, como había hecho cuando eran niños. “¿Te acuerdas de las truchas que agarrabas con las manos?” Lentamente, muy lentamente, Rosana comenzó a recordar que había tenido vida antes del cautiverio. Era proceso doloroso, como volver a aprender a caminar después de tener las piernas quebradas, pero era progreso.

Villa se quedó en Chihuahua solo el tiempo necesario para organizar el entierro de las 19 mujeres que habían sacado de la hacienda. Cumplió su promesa de darles sepultura digna. Las enterraron en el cementerio principal con ataúdes de madera labrada, con cruces de hierro forjado, con sus nombres grabados en lápidas de mármol, aunque nadie supiera los apellidos verdaderos de algunas.

El día del entierro medio Chihuahua se presentó en el cementerio no solo revolucionarios y simpatizantes villistas, sino comerciantes, artesanos, amas de casa, niños de la calle. Todos habían escuchado la historia de las esclavas liberadas y todos querían rendir homenaje a las que habían muerto sin poder ver la libertad.

Un cura viejo y valiente dijo misa por sus almas, declarando que habían sido mártires de la maldad humana y que Dios las recibiría en su reino con brazos abiertos. Durante la ceremonia, Villa permaneció apartado del gentío con sombrero en la mano y expresión sombría. No era hombre religioso en el sentido convencional, pero respetaba el poder de los rituales para sanar las heridas del alma.

Cuando bajaron el último ataúd a la tierra chihuahüense, se acercó a la fosa común y dejó caer un puñado de tierra con sus propias manos. “Descansen en paz, señoras”, murmuró. “Su muerte ya fue vengada. Su memoria no será olvidada. Era promesa que cumpliría durante el resto de su vida. Cada vez que se topara con hombres que traficaran con mujeres, recordaría las caras de esas 19 víctimas y su justicia sería implacable.

Después del entierro, Villa se despidió de Joaquín y Rosana. El joven había decidido llevar a su hermana de regreso al rancho familiar, pero por rutas que evitaran pueblos grandes donde pudieran encontrarse con conocidos curiosos. La historia de Rosana no era para contar en cantinas ni para convertir en chisme de comadres.

“Cuídala bien, muchacho”, le dijo Villa estrechándole la mano. “Y cuídate tú también. Lo que vivieron ustedes no es fácil de olvidar.” Le entregó una bolsa con monedas de oro, parte del dinero confiscado de Santoro, para que no les falte nada mientras ella se recupera. Y si algún día necesitas algo, cualquier cosa, nada más manda decir con alguno de mis compadres. Joaquín aceptó el dinero sin falsa modestia.

Lo iba a necesitar para pagar doctores, medicinas, tal vez hasta para mudarse lejos si Rosana no podía soportar vivir en lugares que le recordaran el pasado. Gracias, mi general por todo. Villa asintió y se montó en siete leguas. tenía que regresar a la sierra, donde lo esperaban otras batallas, otras injusticias que corregir, otros poderosos que necesitaban lecciones de humildad.

Los dorados se alejaron de Chihuahua como habían llegado, levantando polvareda y dejando leyendas a su paso. La historia de la liberación de la Hacienda Santa Esperanza ya se había extendido por todo el norte de México, creciendo y cambiando con cada repetición. Los cantantes ciegos en las plazas comenzaron a componer corridos sobre Villa el Libertador, el general que había quemado el burdel del [ __ ] y había dado libertad a las esclavas del coronel malvado. Como suele pasar con las leyendas, los hechos reales se

mezclaron con fantasía. Algunos corridos decían que Villa había liberado a 100 mujeres, otros que había matado al coronel con sus propias manos en duelo a machetes. Otros que las llamas de la hacienda habían durado 7 días y se podían ver desde el paso. Pero la esencia de la historia permanecía intacta.

En tierra donde la ley había fracasado, la justicia de los hombres armados era mejor que ninguna justicia. Acabas de escuchar el canal Legendarios del Norte y ahora en tu pantalla tienes la próxima historia. Haz clic en ella y nos veremos del otro lado.

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