La Furia del Centauro: El Audaz Asalto de Pancho Villa al Amanecer para Rescatar a Rodolfo Fierro de la Crucifixión y el Fuego
En los anales de la Revolución Mexicana, pocas historias capturan la brutalidad, casi primigenia, de la lealtad y la violencia con tanta intensidad como el rescate de Rodolfo Fierro. Conocido como “El Carnicero” y el más temido sicario de Pancho Villa, Fierro había sido capturado y sometido a torturas indecibles por el Coronel Ignacio Rábago, un oficial federal consumido por una venganza de sangre de tres años. El meticuloso plan de Rábago era simple: crucificar y quemar vivo a Fierro al mediodía en el patio de su formidable Hacienda San Patricio, obligando a Villa a ver morir a su hombre más leal.

Pero Rábago había subestimado gravemente la velocidad y la ferocidad de Pancho Villa. Guiados por un valiente muchacho anónimo, Villa y 30 de sus Dorados de élite ejecutaron una carga nocturna silenciosa y castigadora, situándose justo a las afueras de la fortaleza federal mientras las primeras luces del amanecer se cernían sobre la Sierra Madre. El escenario estaba preparado para un choque explosivo entre la calculada venganza de Rábago y la furia imparable de Villa.

La Trampa Inexpugnable
La Hacienda San Patricio no era solo una casa; era un testimonio de la paranoia de Rábago y su singular obsesión: matar a Pancho Villa. El extenso complejo de 25 hectáreas estaba rodeado por muros de adobe de tres metros de altura, rematados con alambre de púas y brillantes fragmentos de vidrio. En las cuatro esquinas se alzaban torres de vigilancia de piedra, cada una armada con una ametralladora Hotchkiss: instrumentos de carnicería indiscriminada que dominaban un campo de tiro despejado sobre cada aproximación. La puerta principal era un monstruoso escudo de hierro y roble reforzado.

Dentro, Rábago comandaba a 60 veteranos soldados federales y 40 peones armados. El propio Coronel, meticuloso y sádico, había transformado su elegante casa porfiriana en un centro de mando militar, con mapas detallados y líneas de comunicación. Sin embargo, su verdadera obra maestra se encontraba en el patio: la pesada cruz de mezquite, las pilas de leña seca y las latas de queroseno, todo preparado para el agonizante espectáculo de la inmolación de Fierro.

Rábago estaba convencido de que el orgullo de Villa garantizaría su presencia. Se sentó dentro, revisando las comunicaciones, con la seguridad de saber que su fortaleza era inexpugnable. Le dijo a su esposa, doña Carmen: «Es demasiado orgulloso para abandonar a uno de sus hombres. Y cuando venga, lo estaré esperando aquí».

La agonía y la esperanza de Fierro
Mientras tanto, colgado en el patio, Rodolfo Fierro soportaba su propio infierno. Los soldados, siguiendo la orden calculada de Rábago, habían limpiado superficialmente sus heridas, no por piedad, sino para asegurar que sobreviviera lo suficiente durante la aterradora duración de la crucifixión y la quema.

La mente de Fierro era un torbellino de dolor y oración desesperada. Había sido capturado en una emboscada clásica, perfectamente ejecutada, en el Cañón del [nombre faltante] tras apoderarse de oro y suministros destinados a sobornos federales. Fierro y diez Dorados habían luchado con furia frenética, pero las ametralladoras estratégicamente ubicadas de Rábago y la abrumadora superioridad numérica habían dejado a todos sus hombres muertos, con sus cuerpos tendidos entre sus caballos derribados. Fierro fue el único sobreviviente, salvado solo para servir de cebo definitivo.

Ahora, al acercarse el amanecer, se obligó a concentrarse más allá de la agonía punzante en su espalda. Conocía los métodos de Rábago. Conocía la muerte agonizante que le aguardaba en la cruz, consumido lentamente por el fuego bajo el implacable sol del mediodía. Sin embargo, a través de la bruma del dolor, una sola certeza brillaba: Villa vendría.

“Dios mío”, pensó el hombre torturado, con una oración sincera escapando de sus labios, “Si tengo que arder en esa cruz, que al menos sirva para algo. Que Villa sepa de lo que es capaz este hijo de puta”.

La audacia del general: plan y ejecución
Justo cuando Rábago se preparaba para comenzar la etapa final de la tortura —la crucifixión misma—, Villa y sus 31 jinetes llegaron a las inmediaciones de San Patricio. El muchacho los había guiado impecablemente, guiando la caravana a través de los traicioneros cañones inexplorados que conducían a la parte trasera expuesta de la hacienda.

Villa, todavía montado en Siete Leguas, observaba la fortaleza. Su pregunta a su teniente, Martín López, fue retórica: “¿Cómo entramos? Ese lugar está más fortificado que la prisión de Lecumberri”.

La respuesta de Villa no fue un asalto frontal, sino un acto de brutal y calculada audacia, basado en una combinación de velocidad, sigilo y dinamita, la herramienta favorita del revolucionario.

El Equipo de Demolición: Villa envió a Candelario Cervantes, el experto en demoliciones (presumiblemente reemplazado tras su supuesta muerte en la emboscada anterior, o quizás se trata de otro Candelario, o la narrativa es ligeramente inconsistente), y a otros dos Dorados. Su misión: aprovechar las sombras persistentes de la noche y los altos muros para acercarse al portón principal, que Rábago creía inexpugnable.

La Distracción: Tres pequeños equipos fueron enviados a escalar los muros usando cuerdas y ganchos, con el objetivo de silenciar simultáneamente las torres de ametralladoras, eliminando así la principal defensa de la fortaleza.