El Aliento del Río
El sol de poniente teñía de sangre los cañones mientras Silas, un vaquero tan solitario como las rocas que lo rodeaban, guiaba a su caballo por la orilla del sinuoso río San Pedro. Llevaba días siguiendo una res perdida, una excusa tan buena como cualquier otra para mantenerse alejado de los pueblos y de la gente que los habitaba. Prefería el silencio del desierto, un silencio que solo fue roto por un destello de color turquesa atrapado entre las ramas de un álamo caído en el agua.
Al acercarse, el corazón se le heló. No era una manta ni una alforja. Era el cuerpo de una mujer, su cabello negro y largo flotando como algas oscuras en la corriente. Sin pensarlo dos veces, saltó del caballo, se adentró en el agua helada y luchó contra la corriente para arrastrarla hasta la orilla arenosa. Era joven, apache por sus facciones y sus vestiduras de piel de ante, y estaba terriblemente quieta. No respiraba.
Silas había visto morir a muchos hombres, pero algo en el rostro sereno de aquella desconocida se negó a dejarlo aceptar su destino. Recordó una técnica que un médico le había descrito una vez en una cantina, un método extraño para “engañar a la muerte”. La colocó de espaldas, entrelazó sus manos sobre el pecho de la mujer y comenzó a presionar con un ritmo desesperado, contando en voz alta para no perder el compás. “Uno, dos, tres…” El eco de su propia voz era un sonido fantasma en la inmensidad.
No había respuesta. Con un nudo de pánico en la garganta, se inclinó, juntó sus labios con los de ella y sopló el aliento de vida en sus pulmones inertes, una y otra vez. Era un acto de una intimidad violenta y desesperada. Y entonces, ocurrió el milagro. La mujer se convulsionó, tosió un torrente de agua y abrió los ojos con una bocanada de aire temblorosa. Sus ojos, oscuros y profundos, se fijaron en los de él con una mezcla de terror y confusión.

Silas apenas tuvo tiempo de sentir alivio. Como surgidos de la tierra misma, tres guerreros apaches aparecieron en el borde del río, con los arcos tensados y las miradas ardiendo de furia. Vieron a uno de los suyos, a una de sus mujeres, yaciendo a los pies de un hombre blanco que aún tenía sus manos sobre ella. La escena no necesitaba explicación para ellos, y ninguna que Silas pudiera ofrecer sería escuchada.
Fue capturado sin resistencia. Atado y arrastrado a su campamento oculto en las montañas, fue arrojado ante el jefe de la tribu, un anciano de rostro severo llamado Chatto. La mujer que había salvado, cuyo nombre supo que era Nita, ya se recuperaba junto al fuego, envuelta en mantas. Contó lo sucedido, explicó que el hombre blanco la había sacado del río, que le había devuelto la vida.
Pero su testimonio solo complicó las cosas. El chamán de la tribu, un hombre viejo y ciego de un ojo, se acercó a Silas y lo examinó. “No la tocó con violencia”, sentenció, “sino con una extraña magia. Puso su boca sobre la de ella e insufló su propio espíritu en su cuerpo para expulsar al espíritu del agua que la reclamaba”.
Silas intentó explicar que solo era aire, que no era magia, pero sus palabras se perdían en la traducción. Para los apaches, el aliento era la esencia de la vida, el alma misma. Al forzar su aliento dentro de Nita, Silas no solo la había salvado; había creado un vínculo antinatural y poderoso, un nudo espiritual que no podía deshacerse. La había profanado y salvado en un mismo acto.
Las consecuencias de su acto de piedad se desplegaron ante él, implacables. No podían matarlo, pues su espíritu ahora estaba entrelazado con el de Nita. Matarlo a él podría debilitarla o incluso matarla a ella. Pero tampoco podían dejarlo ir, pues un hombre blanco que poseía una parte del alma de una mujer apache era un peligro, una profanación que caminaba libre.
El jefe Chatto dictó su sentencia. Silas viviría, pero su vida ya no le pertenecía. Se quedaría con ellos, bajo su vigilancia, para asegurar que el espíritu de Nita permaneciera completo y a salvo. Dejaría de ser Silas, el vaquero solitario, para convertirse en “El que respira por dos”, una curiosidad, un prisionero y un miembro a la fuerza de la tribu que, en otras circunstancias, habría sido su enemiga mortal.
Y así, el vaquero que solo buscaba la soledad la perdió para siempre. Atrapado entre dos mundos por un solo aliento desesperado, descubrió que la consecuencia de salvar una vida fue, para él, la pérdida total de la suya. O quizás, el inesperado comienzo de una completamente nueva.
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