En el corazón helado de Tanners Hollow, un rincón aislado del condado de Bell, Kentucky, el invierno de 1886 trajo consigo un horror que se susurraría durante generaciones. Allí vivía la viuda Mercy Wickham con sus gemelos de 17 años, Esra y Esther. Su aislamiento era casi total, interrumpido solo por las visitas mensuales del reverendo Thomas Codel.
A principios de diciembre, la tragedia golpeó. El tío de los gemelos, Silas Wickham, llegó a la cabaña con el pretexto de una visita familiar. Pero Silas sabía que Mercy había ahorrado 1.200 dólares en polvo de oro, el trabajo de siete años. Mercy, sintiendo el peligro, escribió en su diario su creciente temor. Su última entrada, el 2 de diciembre, fue profética: “Él sabe lo del oro. Dios ampare a mis bebés si algo me pasa”.
La noche siguiente, el 3 de diciembre, mientras la familia dormía, Silas tomó el hacha familiar. Atacó a Mercy en su cama, partiéndole el cráneo. Los gemelos, Esra y Esther, se despertaron con los sonidos de la masacre y observaron horrorizados desde sus literas cómo su tío asesinaba a su madre. Mientras Silas registraba la cabaña en busca del oro, los gemelos huyeron por la ventana trasera hacia el bosque helado.
Silas encontró el oro escondido bajo las tablas del suelo. Arrastró el cuerpo de Mercy al cobertizo de leña, limpió la sangre y, al día siguiente, el 4 de diciembre, viajó a Pineville para depositar su botín. Creyó haber cometido el crimen perfecto.
Pero Esra y Esther no habían huido lejos. Consumidos por el dolor y una fría sed de venganza, regresaron a la cabaña vacía. Durante las 24 horas que Silas estuvo fuera, los adolescentes, endurecidos por la vida en la montaña, prepararon su trampa. Robaron cadenas de madera de un aserradero cercano y prepararon grilletes con aros de barril.
Cuando Silas regresó el 5 de diciembre, esperando encontrar una cabaña vacía o dos niños asustados, se encontró con dos vengadores calculadores. Usando las habilidades de caza que la montaña les había enseñado, los gemelos sometieron a su tío. Lo desnudaron hasta dejarlo en ropa interior y lo arrastraron al cobertizo de leña.
Allí, lo encadenaron al mismo tajo de madera, manchado con la sangre de su madre, donde él había arrojado el cuerpo de Mercy. Y así comenzó la larga ejecución.
Durante 23 días, en el invierno más brutal jamás registrado, los gemelos mantuvieron vivo a su tío. Le daban solo lo suficiente para prolongar su agonía: gachas ralas cada tres días y una taza de nieve derretida que a menudo se congelaba antes de que pudiera beberla. Mientras Silas moría lentamente de hambre, exposición y gangrena, los gemelos llevaban a cabo una tortura psicológica. Cocinaban comidas calientes frente al cobertizo, dejando que los olores llegaran a él. Se sentaban a la vista de su prisión, calientes junto al fuego de la cabaña, mientras él temblaba en la oscuridad. Le leían en voz alta pasajes bíblicos sobre la venganza divina y el castigo de los asesinos.
Una vecina, Hannah Parsons, que vivía a tres millas de distancia, escuchó los gritos durante semanas, pero los atribuyó a gatos salvajes peleando en la nieve. Silas, en su desesperación, arañó 23 marcas en una viga sobre su cabeza, contando los días de su tormento antes de que la muerte lo reclamara. Sus últimas palabras lúcidas, susurradas en la oscuridad helada el 25 de enero, fueron: “Nunca quise matarla, solo quería el oro”. Murió al día siguiente.

El 28 de enero, el reverendo Thomas Codel llegó para su servicio mensual. Encontró la granja en un silencio antinatural. No salía humo de la chimenea y no había huellas en la nieve. Un olor nauseabundo lo guio al cobertizo de leña. Al abrir la puerta, Codel descubrió los restos congelados y demacrados de Silas Wickham, encadenados en una exhibición macabra.
Mientras el reverendo retrocedía horrorizado, la puerta de la cabaña se abrió. Esra y Esther salieron con calma. “El tío Silas se lo merecía, reverendo”, dijo uno de ellos. “Mamá siempre decía: ‘El Señor obra de maneras misteriosas’”. Luego, Esther le preguntó si quería café antes del servicio.
Los gemelos le mostraron al reverendo el interior de la cabaña, la ropa ensangrentada de su madre y el lugar donde habían enterrado sus restos. La investigación, dirigida por el sheriff Elijah Ramsey, descubrió rápidamente toda la verdad: el diario de Mercy, los registros bancarios de Silas en Pineville y la confesión tranquila y sin remordimientos de los gemelos.
El juicio de Esra y Esther Wickham en febrero de 1886 se convirtió en una sensación. La sala del tribunal estaba llena de montañeros que apoyaban a los gemelos. El fiscal luchó por condenar a dos niños que habían vengado brutalmente el asesinato de su propia madre. El juez Samuel Morrison se enfrentó a un dilema: la ley prohibía la justicia vigilante, pero el sentido de justicia de la montaña la exigía.
En su veredicto, el juez Morrison reconoció la terrible naturaleza del crimen de los gemelos, pero también la justicia de su causa. “Vieron el mal absoluto”, declaró, “y lo castigaron con una justicia fría, despiadada, pero justa”.
Sentenció a los gemelos a dos años de trabajos forzados, pero recomendó la libertad condicional anticipada. La comunidad inundó al gobernador con peticiones de clemencia, y la sentencia se redujo a solo seis meses, que cumplieron realizando trabajos de mantenimiento en el juzgado. El oro robado por Silas fue recuperado del banco y utilizado para pagar las deudas de Mercy.
Tras su liberación en agosto de 1886, Esra y Esther fueron reubicados con parientes en Tennessee. Allí vivieron vidas adultas normales, se casaron, tuvieron hijos y nunca más tuvieron problemas con la ley. La evidencia física de su oscura justicia —las cadenas, el diario, el hacha— permaneció en el sótano del juzgado del condado de Bell hasta que un incendio en 1924 destruyó el edificio, borrando para siempre los últimos vestigios de la venganza de Tanners Hollow.
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