Hola a todos hermanos y hermanas de nuestra gran comunidad. Antes de comenzar esta historia, quiero saber

algo. ¿Desde dónde nos están viendo hoy? ¿Están en México, en Estados Unidos,
quizás en algún otro rincón del mundo? Déjenme saberlo en los comentarios,
porque esta historia que voy a contarles hoy es nuestra, es de todos nosotros, es
sobre hombres que llevaron nuestros colores hasta el otro lado del planeta en el momento más oscuro de la historia
moderna. Esta es la historia del Escuadrón 2011, las Águilas aztecas y de
lo que dijeron los japoneses cuando supieron que pilotos mexicanos estaban entrando en la guerra. Quedan con
nosotros porque lo que van a escuchar hoy les va a llenar el corazón de orgullo. El sol de marzo de 1945
caía implacable sobre la base aérea de Randolfeld en Texas, donde 300 hombres
vestidos con uniformes que aún olían a nuevo marchaban en formación bajo la mirada escrutadora de instructores
norteamericanos que no ocultaban su escepticismo. Eran pilotos mexicanos, oficiales de la
Fuerza Aérea Expedicionaria Mexicana, el Escuadrón 2011, y habían llegado a
territorio estadounidense con un objetivo que parecía imposible para muchos, convertirse en guerreros del
aire capaces de enfrentar a los veteranos pilotos japoneses en el Teatro del Pacífico, donde cada día el cielo se
teñía de sangre y metal retorcido. Entre ellos estaba el capitán Radamés
Gaxiola Andrade, un piloto de Sinaloa con ojos que parecían contener todo el
fuego del desierto sonorense, quien miraba los cazas P47 Thunderbolt
alineados en la pista con una mezcla de reverencia y determinación que hacía
temblar sus manos cuando nadie lo veía. A su lado, el teniente Mario López
Portillo observaba el mismo horizonte pensando en su padre, en su madre que
había llorado cuando él anunció que se uniría a la guerra, en su pequeña hermana que le había dado una medalla de
la Virgen de Guadalupe que ahora colgaba bajo su uniforme, cerca del corazón que
latía, con la fuerza de 1000 tambores aztecas. La decisión de México de enviar
tropas a la Segunda Guerra Mundial había sido controversial, debatida en cada
cantina, en cada plaza, en cada hogar del país. Pero cuando los submarinos
alemanes hundieron los buques petroleros mexicanos potrero del Llano y Faja de
Oro, en mayo de 1942, algo se rompió en el alma nacional. No
era solo una cuestión de política o alianzas, era una cuestión de dignidad,
de respeto, de demostrar que México no era una nación que se arrodillaba ante
nadie. El presidente Manuel Ávila Camacho había declarado la guerra al eje
y ahora, 3 años después, los mejores pilotos del país estaban a punto de
demostrar de qué estaba hecho el temple mexicano. Los instructores americanos,
muchos de ellos veteranos curtidos de las campañas europeas y del Pacífico,
miraban a estos hombres morenos con uniformes impecables y no podían evitar
preguntarse si realmente estaban preparados para lo que venía. Uno de
ellos, el mayor John Patterson, un texano de Houston con cicatrices en el
rostro producto de un accidente de entrenamiento, había comentado en el comedor de oficiales que esperaba que
los mexicanos al menos supieran distinguir entre un acelerador y un
freno. Comentario que provocó risas nerviosas entre sus colegas, pero que
también reveló el prejuicio que existía. esa subestimación que ardía como ácido
en el orgullo de cada uno de los pilotos del 2011. El entrenamiento fue brutal,
diseñado para romper a los hombres y reconstruirlos como máquinas de guerra.
Comenzaban antes del amanecer con ejercicios físicos que dejaban sus uniformes empapados de sudor. Seguían
con clases técnicas sobre el funcionamiento del P47 Thunderbolt, un
monstruo de acero con un motor Prat and Whdney de 2000 caballos de fuerza que
rugía como un jaguar enfurecido cuando alcanzaba su máxima potencia.
Aprendieron sobre tácticas de combate aéreo, sobre cómo identificar a los casas japoneses Cero y Óscar, sobre cómo
ejecutar maniobras de ataque en picada, sobre cómo mantener la calma cuando las
balas trazadoras cruzaban el cielo buscando convertir tu cabina en un ataúdal.
El capitán Gaxiola demostraba un talento natural para el vuelo, ejecutando giros
y maniobras con una precisión que hacía que incluso los instructores más duros
asintieran con aprobación. Durante una sesión de vuelo de formación, cuando el
mayor Patterson ordenó una maniobra compleja de separación y reagrupamiento,
Gaxiola la ejecutó sin un solo error, llevando su P47 a través del cielo
tejano como si hubiera nacido con alas. Esa tarde Patterson se le acercó en el
hangar. Capitán, vuela como si el cielo le perteneciera. siga así y quizás
sobreviva. Gaxiola lo miró directo a los ojos. No voy a sobrevivir, mayor. Voy a vencer.
Mientras tanto, en Tokio, en las oficinas del alto mando imperial japonés, el coronel Takeshi Yamamoto
estudiaba informes con creciente preocupación. Los documentos compilados
por espías y agentes que operaban en territorio neutral y por
interceptaciones de comunicaciones aliadas confirmaban algo que inicialmente había parecido un rumor sin
importancia. México, una nación que hasta ese momento había sido considerada
irrelevante en el Teatro del Pacífico. Estaba enviando pilotos de combate para
unirse a las fuerzas estadounidenses en Filipinas. Ylamamoto, un hombre delgado
con anteojos redondos y una mente analítica formada en la Academia Naval Imperial, convocó una reunión urgente
con sus superiores en una sala austera, decorada únicamente con un retrato del
emperador Hirojito y un mapa del Pacífico cubierto de alfileres que
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