El sol de la mañana se filtraba con una suavidad engañosa por las persianas de la oficina de Isabela mientras ella se recostaba en su silla, el teléfono pegado a la oreja. “Solo quería escuchar tu voz”, dijo con una sonrisa dulce, apartándose un mechón de cabello. Al otro lado, la voz de Mateo era cálida, tierna. “Siempre sabes cómo mejorar mi día. Ya te he echado de menos”, respondió él. El corazón de Isabela revoloteó con sus palabras. Llevaban 5 años casados y, aunque sus agendas se habían vuelto frenéticas, ella quería creer que el afecto permanecía. “¿Cena esta noche?”, preguntó esperanzada. “Absolutamente, solo nosotros”, aseguró Mateo. Intercambiaron unas pocas palabras más antes de que Isabela riera suavemente y dijera: “Está bien, te dejo ir. Te quiero”. “Yo más”, respondió él.

Ella tocó la pantalla para finalizar la llamada, solo para darse cuenta de que no la había presionado correctamente. Un momento de estática siguió antes de que la llamada continuara inesperadamente. Al principio estuvo a punto de desconectar, asumiendo que era solo un retraso, pero luego escuchó a Mateo de nuevo, solo que esta vez la dulzura había desaparecido. “Lo volvió a creer”, se rio entre dientes con un dejo de burla en su tono. El corazón de Isabela se ralentizó. Sus dedos se tensaron alrededor del teléfono. Antes de que pudiera procesar eso, otra voz, la de una mujer, se unió. “Está tan desesperada por ser amada. Es patético”. La risa que siguió hizo que la sangre de Isabela se helara. Esa voz, esa risa… era Sofía, su mejor amiga, su dama de honor. La mujer que había llorado a su lado el día de su boda.

Isabela no hizo ruido. Se quedó congelada, el teléfono pegado a la oreja mientras el ruido de fondo amortiguado de su lado continuaba. Dos personas riéndose de ella a sus espaldas. Su estómago se contrajo. No era solo traición, era humillación disfrazada de amor. Sus oídos zumbaban, pero se quedó en la línea, la respiración superficial. Mientras el peso del momento se asentaba, los ojos de Isabela se llenaron de lágrimas. Algo muy dentro de ella se hizo añicos, pero en silencio. No había esperado que esta llamada fuera el comienzo de desentrañar todo lo que creía real.

Isabela permaneció inmóvil en su silla. El teléfono aún pegado a su oído, el aire de su oficina volviéndose pesado y asfixiante. Su pulso resonaba en su cabeza mientras intentaba entender lo que acababa de escuchar. La risa de Sofía, inconfundible y cruel, aún persistía como humo en sus oídos. “Ella cree que todavía me importa su triste diario”, continuó Sofía. “Escribe como si viviera en un cuento de hadas. Y tú, tú interpretas también al príncipe encantador”. Isabela apretó la mandíbula, sintiendo que el calor le subía por la garganta. Una mezcla de rabia y tristeza. Sus dedos temblaban, pero no colgó la llamada. No podía. Se sentía como ver un accidente de coche que no podía detener, excepto que ella era quien estaba al volante y quien recibía el golpe.

“¿Crees que sospecha algo?”, preguntó Sofía, su voz más suave ahora. “No”, respondió Mateo. “Está demasiado absorta en nosotros como para siquiera notar la verdad”. Isabela finalmente bajó el teléfono, presionándolo contra su regazo, como si la hubiera quemado. Su corazón no solo estaba roto, estaba humillado. Ella le había dado todo a Sofía, su confianza, sus lágrimas, sus triunfos. Y Mateo había construido su vida a su alrededor, creyéndolo su compañero, su lugar seguro. Ahora la calidez en su voz se sentía como veneno en retrospectiva.

Durante minutos se quedó inmóvil mirando el borde de su escritorio con la respiración superficial. La traición no llegó como una bofetada, sino como una lenta asfixia. Cada sonrisa, cada comida compartida, cada broma interna entre Sofía y Mateo de repente se retorció en algo repugnante. “¿Por qué?”, se susurró a sí misma, apenas capaz de escuchar su propia voz. “¿Por qué me harían esto?”. Sintió el peso del mundo presionando contra su pecho. La llamada no solo había expuesto la traición, la había despojado de su dignidad. Y sin embargo, mientras el sol seguía brillando a través de las persianas, mientras los papeles yacían esparcidos sobre su escritorio, Isabela se dio cuenta de algo más profundo. Esto no era solo sobre infidelidad, era sobre lo poco que pensaban de ella. Y eso dolía más que nada.

Cuando Isabela finalmente se levantó de su silla, el peso de su cuerpo se sintió extraño, como si se moviera a través de cemento húmedo. Sus ojos se posaron en su mano izquierda, el anillo de bodas captando un destello de luz como si se burlara de ella. Lo giró lentamente. El símbolo, una vez tan preciado, ahora se sentía como un grillete alrededor de su dedo. Se hundió en el sofá de su oficina, perdida en el torbellino de recuerdos que comenzaron a resurgir con una claridad nítida. Sofía siempre había estado allí a través de su pérdida de empleo, a través del aborto espontáneo, a través de las noches en que Isabela la llamaba llorando. “Soy tan afortunada de tener una mejor amiga como tú”, había dicho una vez apoyando su cabeza en el hombro de Sofía. Ahora ese recuerdo le dejaba un sabor amargo en la boca. ¿Cuánto tiempo llevaba Sofía fingiendo? ¿Cuánto tiempo llevaba Mateo mintiendo? La traición no era solo una grieta, era un deslizamiento de tierra. Levantó el anillo de nuevo y se susurró a sí misma: “¿Qué hice para merecer esto?”.

Sus pensamientos la llevaron a la última noche en que ella y Mateo se sentaron en el balcón bebiendo té. Él le había tomado la mano, le había besado la frente y le había dicho: “Superaremos cualquier cosa juntos”. Ella le había creído. Tontamente recordó a Sofía apareciendo sin invitación esa misma noche con vino y risas, deslizándose fácilmente en su espacio como una segunda esposa. Pero Isabela no lo había visto. Entonces lo había confundido con amor. Su ingenuidad le dolía. Ahora miraba por la ventana, su oficina con vistas a una calle tranquila, gente caminando con cafés y maletines ajenos a la implosión que ocurría dentro de ella. Volvió a mirar su mano y lenta y cuidadosamente se quitó el anillo. Lo colocó sobre su escritorio y lo miró como si fuera un ser vivo lleno de mentiras. Por ahora no lo tiraría. Todavía no. No era solo un anillo, era una prueba. Prueba de que ella había amado y de que ellos lo habían traicionado. Su dolor no era ruidoso, era aterradoramente silencioso, enroscándose en ella como humo debajo de una puerta.

Esa tarde Isabela se sentó en el sofá de la sala con las piernas recogidas debajo de ella, la televisión zumbando de fondo, desapercibida. La casa estaba inusualmente tranquila, pero su mente no lo estaba. Cada crujido del reloj de pared, cada cambio del viento contra las ventanas parecía más fuerte de lo habitual. Sus manos estaban frías. No levantó la vista hasta que escuchó el familiar tintineo de las llaves. Mateo estaba en casa. Su estómago se revolvió. “Cariño”, la llamó al entrar sonriendo, llevando una bolsa de comida para llevar. “Recogí tu arroz favorito de Delias”. Ella asintió apenas levantando los ojos del cojín que apretaba. Mateo se acercó, se inclinó y le besó la frente. “¿Día duro?”, preguntó. Isabela esbozó una leve sonrisa. Le costó todo no estremecerse. Su aliento todavía estaba cálido con mentiras y, sin embargo, él estaba allí normal, desprevenido, amoroso. No tenía idea de que ella lo sabía.

Mateo se sentó a su lado desenvolviendo la comida, charlando sobre el tráfico y algún proyecto en el trabajo. Isabela respondió con los asentimientos cortos necesarios, respuestas de una sola palabra. Él no notó el cambio, o tal vez sí y no le importó. Mientras tomaba su tenedor, dijo: “Por cierto, Sofía está planeando algo de spa para el próximo mes. Deberías ir. Lo necesitas”. La mención de su nombre hizo que Isabela se tensara. “¿Lo pensaré?”, respondió. Su voz era tranquila, casi ensayada, pero por dentro estaba gritando. Estudió su rostro mientras él hablaba, la forma en que sus ojos brillaban, la forma en que se le marcaba el hoyuelo cuando se reía y se preguntó cómo alguien podía fingir afecto tan sin esfuerzo. Quería gritar: “¡Te escuché!”, pero algo la detuvo. Miedo, estrategia, no le daría la satisfacción de un arrebato. Todavía no. Isabela decidió en ese momento que el silencio sería su arma y así sonrió amplia, cálida, creíble. Y por primera vez en años su sonrisa fue completamente una mentira.

En los días que siguieron, Isabela habló menos, pero observó más. Se movía por su casa como una sombra, notando silenciosamente los patrones de Mateo. ¿A qué hora llegaba a casa, cuándo tomaba su teléfono? ¿Cómo hacía una pausa antes de responder ciertos mensajes? Ya no hacía preguntas, no porque no quisiera respuestas, sino porque ya tenía la más dolorosa. Él no la amaba de verdad. Su silencio se volvió tan constante que Mateo comenzó a notarlo. Una noche, mientras yacían en la cama, de espaldas el uno al otro, él preguntó suavemente: “Has estado callada últimamente, ¿todo bien?”. Isabela miró a la pared con la garganta seca. “Solo cansada”, dijo. Era la única verdad que podía ofrecer sin temblar, cansada de fingir, cansada de ocultar su dolor, cansada de escuchar sus voces repetirse en su mente como una grabación maldita.

Comenzó a escribir en un diario encuadernado en cuero que no había tocado en meses. Se convirtió en su refugio, su única forma de gritar sin hacer ruido. Garabateó recuerdos que ahora se sentían contaminados: sus votos de boda, el brindis de Sofía, las escapadas de fin de semana que habían planeado. También escribió preguntas que nunca podría hacer en voz alta: ¿Alguna vez quisiste decir las palabras que me susurraste al oído? ¿Cómo pudieron ambos sentarse frente a mí con cara seria y abrazarme? Mateo notó el diario una vez y bromeó: “Te has vuelto a ser poética”. Ella forzó una risita. “Algo así”, murmuró cerrándolo rápidamente. En verdad, cada página estaba manchada de una devastación silenciosa. No era la ira lo que la consumía, era el luto. El luto por la pérdida de dos personas a las que había amado y confiado más allá de la razón. Y sin embargo, cada mañana se levantaba, se vestía, preparaba el desayuno, existía en el espacio entre la ruptura y la supervivencia, esperando algo, cualquier cosa que tuviera sentido.

Una tarde, mientras miraba fijamente su ordenador, el teléfono de Isabela vibró con un mensaje de Sofía. La notificación le apretó el pecho, a regañadientes lo abrió. Era un meme, un dibujo animado de una pareja acostada en la cama con la mujer con los ojos muy abiertos mientras el hombre roncaba plácidamente. El pie de foto decía: “Yo fingiendo que no estoy pensando demasiado mientras él duerme como un tronco”. Isabela lo miró fijamente durante mucho tiempo con los labios apretados en una línea fina. Luego vino el texto debajo: “Esto es tan tú. Jajaja, tú y tus espirales de ansiedad nocturnas”. La audacia hizo que Isabela parpadeara para contener una oleada de calor detrás de sus ojos. No respondió. No pudo. La mujer que había ayudado a planear su fiesta de compromiso ahora se burlaba de su sinceridad desde ambos lados de la pantalla. Isabela colocó el teléfono boca abajo y fue al baño cerrando la puerta con llave. Allí soltó un aliento que no se había dado cuenta de que estaba conteniendo. Sus ojos se posaron en el espejo, en la mujer que la miraba, todavía vestida con confianza corporativa, pero emocionalmente deshilachada. “¿Crees que soy una broma?”, susurró dirigiéndose al teléfono en el mostrador como si Sofía pudiera escucharla. “¿Crees que soy demasiado débil para averiguarlo, demasiado estúpida para verlo?”. Se salpicó la cara con agua, obligándose a no llorar. No les daría sus lágrimas. Hoy no.

De vuelta a su escritorio, abrió una nueva página en su diario y escribió una línea: “Solía reírme de tus chistes, Sofía. Ahora solo me pregunto si cada risa era a mi costa”. Isabela no borró el mensaje, lo dejó allí como un recordatorio silencioso de cómo se veía la traición en la era digital: bonita, divertida y escondiendo mil cuchillos detrás de un solo emoji.

Ese viernes por la noche, Isabela y Mateo organizaron una cena para algunos amigos cercanos. Era algo que solían disfrutar, pero esa noche se sintió como una actuación. Llevaba una blusa azul suave que Mateo una vez le había elogiado. Sofía llegó última, abrazando a Isabela con fuerza y diciendo: “Te he echado de menos”. Isabela le devolvió el abrazo con cuidado de no tensar su cuerpo. “Igualmente”, respondió la mentira suave en su lengua. La noche transcurrió con risas, recuerdos compartidos y copas tintineantes. Pero Isabela lo notó todo: la forma en que Mateo rellenaba la bebida de Sofía sin que se lo pidieran; su contacto visual de una fracción de segundo cuando una broma privada pasaba entre ellos; la forma en que Sofía se pasaba los dedos por el pelo cada vez que Mateo hacía una broma. Nadie más parecía notarlo, pero Isabela ya no estaba ciega.

A medida que avanzaba la noche, las conversaciones se hicieron más ruidosas, pero Isabela se volvió más silenciosa. Cuando alguien le preguntó cómo iba el trabajo, asintió vagamente, dejando que otros llenaran el silencio. Su mente estaba en otra parte. Observó a Sofía echar la cabeza hacia atrás riéndose de algo que dijo Mateo. Observó cómo los dedos de Sofía le tocaron el brazo brevemente al pasarle un plato. “Ustedes dos siempre terminan los pensamientos del otro”, bromeó un amigo. Sofía sonrió, pero Isabela intervino antes de que Mateo pudiera responder. “Siempre han estado molesta y sincronizados”, dijo con una risa suave, dejando que las palabras cayeran exactamente donde quería. Hubo una breve pausa, lo suficientemente larga como para que Sofía la mirara. Isabela mantuvo su mirada. Ya no era la esposa despistada, ya no era la tonta desesperada. Algo tácito pasó entre ellas y ya no era amistad, era guerra. Pero sin testigos y sin más armas que el silencio.

Isabela se sentó en su rincón de lectura a la mañana siguiente, rodeada por el suave zumbido de los pájaros afuera y el tic tac bajo del reloj de pared. Su taza de té permanecía intacta. En su regazo descansaba un álbum de fotos, uno que no había abierto en años. Pasó las páginas, cada imagen de repente impregnada de un nuevo tipo de traición. Una foto del cumpleaños de Mateo el año pasado mostraba a Sofía inclinándose ligeramente hacia él mientras Isabela cortaba el pastel. Recordaba sentirse agradecida en ese entonces de que su mejor amiga la hubiera ayudado a organizar todo. Ahora esa misma sonrisa que Sofía lucía parecía hueca, calculada. Isabela estudió cada foto de cerca, sus ojos agudos. En una, Sofía llevaba un collar que Mateo una vez había afirmado haber comprado para la esposa de un compañero de trabajo. Ella no lo había pensado dos veces en ese momento, pero ahora cada detalle adquiría una claridad siniestra.

Sus pensamientos se remontaron aún más a cuando Sofía insistió en que Mateo la acompañara a una tienda de muebles, ya que Isabela estaba ocupada con el trabajo. O la vez que Mateo llegó tarde a casa, diciendo que él y Sofía se habían quedado ayudando a un amigo a mudarse. Ella lo había creído todo. Isabela se llevó una mano al pecho. “¿Cuánto tiempo?”, se susurró a sí misma. “¿Realmente estaba tan ciega?”. Agarró su diario de nuevo, anotando fechas, ocasiones, excusas, todo lo que de repente se sentía ensayado. Los hilos siempre habían estado allí tejiendo una red a su alrededor mientras ella sonreía dentro de ella. Pero no fue solo la mentira lo que la rompió, fue su confianza en su ignorancia. No se habían escondido bien porque nunca pensaron que ella miraría y ese fue el insulto más doloroso de todos. La veían como alguien que necesitaba tanto amor que no se daría cuenta cuando estuviera envenenado.

Para el fin de semana, Isabela necesitaba escapar de las paredes de su casa antes de que se tragaran su dolor. Llamó a su prima Elena preguntando suavemente: “¿Estás en casa?”. El temblor en su voz hizo que Elena hiciera una pausa antes de responder: “Siempre”. Sin preguntas, sin juicios, solo calidez. Cuando Isabela llegó, Elena la abrazó con fuerza. Isabela no dijo una palabra, no tenía que hacerlo. Elena la llevó adentro, la arropó con una manta cálida y le preparó té. Se sentaron en silencio un rato, el tipo de silencio que solo el amor familiar profundo puede contener. Finalmente, Elena dijo suavemente: “No tienes que hablar, pero tampoco tienes que llevarlo sola”. Los ojos de Isabela se llenaron de lágrimas contenidas. Miró alrededor de la acogedora sala de estar de Elena, las fotos enmarcadas, el olor a velas con aroma a canela, música suave sonando de fondo. Por primera vez en días sintió que su pecho se aflojaba.

Cuando finalmente encontró su voz, no se sumergió en los detalles. “Escuché algo que no debía”, dijo Isabela. Elena le tomó la mano sin preguntar qué era. Isabela añadió: “Rompió más que solo mi corazón”. Eso fue todo lo que necesitaba decir. Elena apoyó la cabeza en el hombro de Isabela. “Sea lo que sea, no mereces sentarte en ese dolor sola”, dijo. Esa noche Isabela durmió en casa de Elena por primera vez en años. No tuvo pesadillas. Solo una paz frágil, una que no sabía que necesitaba.

De vuelta a casa, a la mañana siguiente, Isabela se sentó junto a la ventana con su diario abierto en su regazo. La luz del sol se derramaba sobre las páginas mientras comenzaba a transcribir, línea por línea, lo que había escuchado durante esa llamada. El tono de Mateo, la risita de Sofía, las frases exactas. Lo documentó todo con una claridad implacable, como si escribiera una declaración para un tribunal. Lo necesitaba en papel para dejar de engañarse a sí misma con dudas. Su letra temblaba, pero no se detuvo. No se trataba de confrontarlos. Todavía no. Se trataba de recuperar su realidad. Si no podía gritar, escribiría. Si no podía irse todavía, se prepararía. Cada palabra en la página era un pedazo de sí misma que estaba volviendo a unir.

Una vez que la transcripción estuvo lista, pasó a la página siguiente y escribió una lista titulada: Lo que ellos no saben que yo sé. Debajo enumeró el contrato de arrendamiento que Mateo mencionó casualmente una vez, los viajes de trabajo que coincidieron con las escapadas al spa de Sofía, su propio susto de embarazo el año pasado. Cómo Mateo había parecido distante en lugar de preocupado. “¿Alguna vez fui realmente tu elección?”, escribió al final. Cerró el diario, presionando la palma de la mano sobre su cubierta, anclándose. Su dolor aún era crudo, pero ahora tenía forma. Ya no era solo una rabia flotante, se había convertido en un dolor silencioso y calculado. Y dentro de ese dolor, algo nuevo comenzaba a crecer: claridad. No estaba lista para quemarlo todo. Todavía no, pero cuando lo hiciera sabía que no fallaría.

Isabela se paró frente a su espejo, ajustando el suave vestido pastel que había elegido cuidadosamente para el brunch de cumpleaños de Sofía. Su rostro lucía un maquillaje sutil, sus rizos recogidos con delicada precisión. Se veía elegante, serena, pero bajo la superficie su estómago se revolvía. Había rechazado tres invitaciones a principios de esa semana antes de finalmente aceptar esta. Si alguna vez hubo un escenario para probar su compostura, era este. El lugar estaba decorado con buen gusto y las risas la recibieron al entrar. Sofía sonrió desde el centro de la habitación. “¡Viniste!”, Isabela chilló abrazándola. Isabela sonrió como si el abrazo no fuera asfixiante. “Claro que sí”, dijo suavemente. “Vale la pena celebrarte”. No era solo una mentira, era una actuación. Cada segundo ese día lo sería.

A medida que el brunch avanzaba, Mateo llegó con una gran caja envuelta en una cinta dorada. “Tuve que pelear con tres personas por esto”, bromeó mientras la colocaba en las manos de Sofía. Sofía jadeó, abriéndola para revelar un juego de bufandas de seda que una vez había admirado en una boutique. “¡Dios mío, te acordaste!”, exclamó abrazándolo. Isabela observó con una sonrisa que no llegaba a sus ojos. Más tarde, con champán, Sofía se volvió hacia ella y dijo: “Mateo es demasiado atento. Le sigo diciendo que está poniendo el listón demasiado alto para ti”. Isabela levantó su copa ligeramente. “Está bien”, respondió suavemente. “Algunos listones son ilusiones de todos modos”. La expresión de Sofía vaciló brevemente. Isabela mantuvo su mirada. Era la primera vez que sus palabras tenían filo y ella pretendía que cortaran. Nadie más notó el cambio, pero Isabela sí. No estaba allí para desmoronarse. Estaba allí para recordarles que no estaba ciega.

Más tarde esa noche, sola en casa, mientras Mateo afirmaba que se reunía con un cliente, Isabela entró en el dormitorio y abrió el cajón de su lado de la cama. No era un acto de paranoia, ahora era claridad. Encontró un sobre metido debajo de documentos viejos, sin sellar, pero doblado. Estaba etiquetado con la letra de Mateo: “Continuará”. Su pecho se apretó, lo abrió lentamente y sacó lo que parecía un contrato de arrendamiento. Sus ojos escanearon los detalles y el nombre que la golpeó como un puñetazo fue Elvira, listada como co-residente. Su corazón se aceleró no porque estuviera sorprendida, sino porque confirmaba lo que ya sospechaba. Él estaba planeando un futuro con Sofía, lo suficientemente abiertamente como para ponerlo por escrito. La cobardía de ello era casi ridícula. Volvió a colocar los papeles exactamente como los encontró y cerró el cajón con deliberada calma. Sus manos estaban firmes. Eso la asustó más que temblar: significaba que su ira se había vuelto algo más frío, algo más afilado.

Se sentó en el borde de la cama por un momento, mirando al vacío antes de tomar su diario y escribir con tinta negrita: “Están construyendo una vida mientras yo sigo de pie en las ruinas de la que ellos rompieron”. No lloró ya no. Las lágrimas se habían secado días atrás y ahora su dolor se estaba convirtiendo en resolución. Cuando Mateo regresó más tarde esa noche, la saludó con un beso y un casual: “El cliente alargó demasiado la reunión”. Ella sonrió débilmente asintiendo. “Está bien. Aproveché el tiempo para organizar algunas cosas”. Y lo había hecho. Estaba organizando sus pruebas, su verdad y lentamente su salida.

A la mañana siguiente, Carlos apareció sin previo aviso con café y su humor habitual. “Pensé en interrumpir tu rutina de fin de semana”, bromeó sosteniendo las tazas. Isabela lo dejó entrar agradecida por la distracción, pero nerviosa al mismo tiempo. Carlos, el hermano menor de Mateo, siempre había sido amable, perceptivo y extrañamente sintonizado con la energía de Isabela. Mientras se sentaban en la sala bebiendo en silencio, Carlos ladeó ligeramente la cabeza y dijo: “Estás más callada de lo habitual. ¿Todo bien?”. Isabela hizo una pausa mirando su café. “Solo he estado pensando”, respondió con cuidado. Él no la presionó, pero tampoco lo dejó pasar. “¿Sabes? Solía pensar que tú y Mateo eran el estándar”, dijo suavemente. “Ahora no estoy seguro de lo que estoy viendo”. Isabela lo miró encontrando sus ojos. “¿Qué estás viendo, Carlos?”, preguntó. Él estudió su rostro por un momento antes de responder: “Una mujer que se esfuerza mucho por no desmoronarse frente a todos”. Isabela no respondió de inmediato. Tenía la garganta demasiado apretada. En cambio, le dio una sonrisa débil y susurró: “Quizás estás viendo más de lo que deberías”. Él dejó su café suavemente. “Quizás estoy viendo lo suficiente como para saber que no estás bien”, dijo, “y que lo que sea que esté pasando mereces algo mejor”. Sus palabras fueron tan genuinas, tan suavemente pronunciadas, que Isabela tuvo que parpadear para contener las lágrimas que amenazaban su compostura. Desvió la mirada asintiendo. Carlos no presionó más. Sabía que era mejor no exigir confesiones de heridas que aún sangraban. Pero su presencia trajo algo que Isabela no había sentido en semanas: consuelo sin pretensiones. Y por ese momento fue suficiente.

Isabela se paró cerca del espejo del pasillo, ajustándose la bufanda alrededor del cuello, cuando Mateo entró en la habitación, elegantemente vestido con un traje azul marino. “Estaré en Sevilla por dos días”, dijo mientras metía un cargador en su bolso. “El cliente quiere una revisión del sitio. No debería tardar mucho”. Ella no lo miró. “Está bien, que tengas buen viaje”, murmuró. Su voz era tranquila, incluso de apoyo. Mateo se inclinó, le besó la mejilla y susurró: “Te llamaré esta noche”. Isabela sonrió, pero sus ojos estaban vacíos. Horas después, después de que él se fuera, ella no esperó mucho antes de revisar la historia de Instagram de Sofía. Rara vez publicaba públicamente, pero hoy tenía un clip en Boomerang de una botella de champán abriéndose en un acogedor apartamento que claramente no era su casa habitual. Isabela pausó el video y amplió la imagen. En el reflejo del cristal lo vio. Hombros anchos, postura familiar, un hombre sosteniendo dos copas. El nudo en su estómago se hizo más profundo. Grabó el clip en pantalla y lo guardó. Esa noche Mateo le envió un mensaje de texto. “Aterrizamos a salvo, día largo por delante. Te echo de menos”. Isabela miró el mensaje. Luego escribió: “Descansa”, antes de borrarlo y apagar su teléfono. No necesitaba seguir el juego esa noche. Su silencio ya no era producto de la confusión. Ahora era deliberado. Se sentó en el sofá con su bata mirando la pantalla en blanco de la televisión, escuchando el zumbido del refrigerador y el eco de su respiración. “Ni siquiera intenta esconderse ya”, se susurró a sí misma. Tomó su diario y escribió una nueva entrada: Lo único real en este matrimonio es el silencio entre nosotros. Ya no le tenía miedo a la verdad. La estaba estudiando, documentándola y en algún lugar muy dentro se estaba preparando para la tormenta que se avecinaba.

A la tarde siguiente, Isabela abrió la puerta para encontrarse con Elena, quien sostenía una bolsa de comestibles y una mirada decidida. “Traje sopa, vino y silencio o conversación. Tú eliges”, dijo entrando sin esperar. Isabela esbozó una sonrisa cansada. “Todo lo anterior en realidad”. Se instalaron en la cocina cocinando como solían hacerlo en los días universitarios. El olor a tomates y tomillo llenaba el aire. Después de un rato, Isabela colocó una copa de vino sobre la mesa y susurró: “Necesito contarte algo”. Elena no reaccionó, simplemente se sentó y esperó. Isabela exhaló profundamente y comenzó. Habló con un ritmo lento y entrecortado sobre la llamada, las voces, las mentiras, los reflejos de las fotos, el sobre. Con cada detalle, el agarre de Elena en su copa se tensó. Cuando Isabela terminó, el silencio llenó la habitación. Los ojos de Elena se llenaron de lágrimas de ira. “Isabela, ¿has estado viviendo esto sola?”. Isabela asintió. “No podía decirlo en voz alta, lo hacía real”. Elena se levantó, rodeó la mesa y abrazó a su prima con fuerza. “Esto es real, pero tú también lo eres y te juro que saldrás de esto más fuerte que ellos dos”. Isabela apoyó la cabeza en el hombro de Elena, permitiéndose apoyarse por primera vez en semanas. “No quiero perder mi dignidad tratando de luchar contra ellos”, confesó. Elena se apartó suavemente. “Entonces, no luches en voz alta. Lucha con inteligencia y lucha una vez, solo una, pero también que nunca lo olviden”. Los labios de Isabela temblaron. Esas palabras no solo ofrecieron consuelo, plantaron una estrategia. El silencio que había elegido no era debilidad, era preparación.

Esa noche, Isabela se paró frente al espejo de su baño, recién salida de una ducha caliente, con una toalla de algodón envuelta alrededor de su cabeza. Se miró a sí misma, a los ojos cansados, las leves sombras debajo de ellos, la curva de su boca atrapada entre la tristeza y la quietud. Inclinó ligeramente la cabeza y susurró: “¿En quién te estás convirtiendo?”. Su reflejo no respondió, pero hizo sus propias preguntas. Isabela buscó su crema hidratante, aplicándola lentamente, como si cada movimiento pudiera recordarle a su cuerpo que aún merecía cuidado. Recordó un tiempo en que amaba los espejos, cuando se vestía con alegría, no con el pesado peso de mantener las apariencias. Ahora cada mirada en el espejo se sentía como una evaluación de desempeño que estaba fallando en silencio. Se echó hacia atrás y estudió su figura. Luego dejó caer la toalla sobre el mostrador. Su piel, sus curvas, su postura aún intactas. “No estás rota”, se dijo en voz baja. “Solo te estás doblando para no romperte”. Esa verdad le dio el más mínimo consuelo. Se volvió hacia su armario, eligiendo un camisón de seda que solía usar para Mateo en noches especiales. Esta noche no. Esta noche lo usó para sí misma. Encendió una vela junto a la cama, se metió en la cama y se cubrió, no para dormir, sino para descansar su corazón. El diario yacía en la mesita de noche y lo abrió en una nueva página. “Incluso el espejo refleja mentiras cuando no sabes lo que estás buscando”, escribió. Pero esa noche había mirado y se había visto a sí misma: cansada. Sí, pero presente. Y eso era algo a lo que valía la pena aferrarse.

Isabela se sentó con las piernas cruzadas en el suelo del dormitorio, rodeada de una vieja caja de zapatos llena de recuerdos, cartas, fotografías, pases de abordar descoloridos y tarjetas de cumpleaños polvorientas. Al fondo de la pila había una unidad USB que no había tocado en años. Al conectarla a su computadora portátil, abrió una carpeta etiquetada “Preparativos boda”. Dentro había clips de audio y notas de voz de cuando ella y Sofía planearon la ceremonia juntas. Al darle play a uno, escuchó la voz de Sofía resonar por los altavoces: “Si yo fuera tú, me aferraría a Mateo con ambas manos. Hombres como él no aparecen dos veces”. Isabela se recostó contra la pared, la ironía cortando más profundo de lo que esperaba. En ese entonces esas palabras estaban destinadas a tranquilizar. Ahora sonaban como una cruel broma interna. Otra nota de voz sonó a continuación. Sofía riendo mientras le decía a Isabela que dejara de pensar demasiado en el plano de asientos, bromeando: “Al final del día son tú y él, nada más importa”. Los dedos de Isabela se cerraron lentamente en puños. Sofía siempre se había posicionado como la voz sensata en los momentos de duda de Isabela, pero ahora se dio cuenta de que Sofía no solo conocía sus vulnerabilidades, las había memorizado, las había guardado como munición. “Me estudiaste“, murmuró Isabela en voz alta. “Y luego me usaste”. Su estómago se revolvió mientras revisaba el resto de los archivos. No los borró. En cambio, copió todo en una nueva carpeta en su escritorio y la llamó “Pruebas”. La traición no solo estaba ocurriendo en el presente, había vivido, prosperado y resonado desde el pasado.

Fue en un almuerzo familiar organizado por su tía cuando Carlos finalmente expresó lo que le había estado pesando. Estaban junto a la parrilla afuera. El ruido de los parientes y los niños amortiguado por la distancia. “Pareces distraído últimamente”, le dijo Carlos a Mateo entregándole una bebida. Mateo se encogió de hombros evitando la mirada de su hermano. “El trabajo ha sido una locura”. Carlos tomó un sorbo lento. Luego dijo con cuidado: “No es solo el trabajo, hombre. Es Isabela. Se ve vacía, como si estuviera en la habitación, pero no en ella. ¿Lo ves, verdad?”. Mateo se rio secamente. “Es sensible. Siempre lo ha sido”. Esa respuesta hizo que la mandíbula de Carlos se tensara. “No la desprecies así. Solías iluminarte solo con hablar de ella. Ahora actúas como si fuera una carga”. Mateo se movió incómodo. “Mira, no lo sabes todo”. Carlos se acercó. “Entonces dímelo, porque odio verla desvanecerse”.