El sol de junio caía como plomo derretido sobre las tierras de San Rafael del Olvido, la hacienda más próspera del norte de Guanajuato. Era 1908 y México todavía respiraba bajo el puño de hierro del porfiriato. Esa época dorada para unos pocos y oscura como carbón para la mayoría.

Don Sebastián Valdivia caminaba por los corredores de su casona colonial con la seguridad de quien sabe que todo lo que sus ojos alcanzan le pertenece: la tierra, el ganado, el maíz y también las personas que trabajan desde el amanecer hasta que sus cuerpos ya no pueden más. Tenía 52 años, bigote engomado a la usanza francesa y una reputación que lo precedía. Los periódicos lo llamaban benefactor; los sacerdotes, ejemplo de caridad. Pero en los jacales de adobe, donde dormían hacinadas las familias de los trabajadores, su nombre se pronunciaba en susurros, como una maldición.

Esa tarde, mientras Valdivia revisaba sus libros de contabilidad, su capataz, Eusebio Garza, tocó a la puerta. Garza era un hombre bajo y fornido, con cicatrices que cruzaban su rostro, un hombre que había aprendido que en San Rafael del Olvido solo se obedecía. Informó que todo estaba listo para la fiesta del sábado: los invitados de Querétaro y San Luis Potosí, las habitaciones preparadas y “las muchachas seleccionadas”. Valdivia asintió y despidió a Garza como una sombra.

En el jacal número siete, al otro extremo de la propiedad, vivía la familia Mendoza. Jacinto Mendoza tenía 40 años, pero parecía de 60, con la espalda encorvada por décadas de trabajo. Viudo desde hacía tres años, vivía solo con sus tres hijas: Dolores, de 19 años; Rosa, de 16; y Esperanza, de 14. Las tres tenían los ojos oscuros de su madre y el mismo silencio aprendido de generaciones. Dolores trabajaba en la casa grande limpiando pisos; Rosa ayudaba en las cocinas. Ninguna sabía leer, pero todas sabían reconocer el peligro.

Esa noche, Jacinto reunió a sus hijas bajo la luz de una vela de sebo. “Este sábado hay fiesta en la casa grande”, comenzó con voz rasposa. “Ustedes tres se van a quedar aquí. No saldrán. No importa quién llame, trancan la puerta con la viga.”

“¿Por qué, ‘apá?”, preguntó Dolores, aunque ya conocía la respuesta.

“Porque en esas fiestas desaparecen muchachas”, dijo finalmente. “Y algunas no regresan.”

Pero el destino tiene formas crueles de burlarse. Al día siguiente, Eusebio Garza llegó al jacal número siete con dos hombres armados. “Don Sebastián necesita que Dolores y Rosa vayan a ayudar mañana por la noche”, dijo con voz que no admitía réplica. Jacinto sintió que el suelo se abría. Intentó protestar: dijo que estaban enfermas, que él iría en su lugar. Garza sonrió sin alegría. “No estoy preguntando, Jacinto. Si tus hijas no se presentan, tú y tu familia tendrán que buscar trabajo en otra hacienda. Y ya sabes cómo está la situación.” El mensaje era claro.

Esa noche, Jacinto no durmió. Se quedó en el umbral, pensando en su padre y su abuelo, muertos en esos mismos campos sin conocer la libertad. Pensó en sus hijas, ajenas al horror que se avecinaba. Había escuchado los rumores: las muchachas que entraban a servir en las fiestas y salían con algo roto en la mirada; las que desaparecían por semanas y regresaban como cascarones vacíos; y las que, como Mercedes Torres, nunca regresaban.

Dolores tampoco durmió. Había escuchado al capataz. Sabía lo que significaba. Había visto a Lucía Ramírez con moretones que ningún trabajo de limpieza podía causar. Había visto a Carmen Flores desaparecer y volver sin alma. Ahora era su turno y el de Rosa. Se sentó junto a su padre en el umbral, compartiendo un dolor para el que no existían palabras.

El sábado amaneció con un cielo despejado que parecía una burla. La Casa Grande bullía de actividad. Llegaban carretas con vino, cocineras contratadas llenaban el aire de olores a carne asada y músicos afinaban sus instrumentos bajo candelabros de cristal. Don Sebastián supervisaba cada detalle. Sus invitados eran hombres importantes: el Juez Romualdo Santibáñez, conocido por sus sentencias que siempre favorecían a los ricos; el Padre Jacinto Ugalde, cuyas homilías hablaban de caridad mientras cerraba los ojos a la injusticia; y el político Mauricio Landeros, que había amasado una fortuna vendiendo contratos.

A las 6 de la tarde, Dolores y Rosa llegaron a la puerta trasera. La señora Petra, el ama de llaves, las recibió con una mezcla de compasión y resignación. Las llevó a una habitación donde otras seis muchachas esperaban con la misma expresión de terror contenido. Les explicó que servirían la cena y que “después, alguien vendría por ellas”. “Que Dios las proteja”, susurró Petra, aunque su voz dejaba claro que no creía que ni siquiera Dios pudiera hacer algo en ese lugar.

Los invitados comenzaron a llegar al atardecer en carruajes elegantes. Don Sebastián los recibía en el pórtico, estrechando manos con calidez calculada. En la cocina, el calor era insoportable. Dolores y Rosa se movían entre las otras muchachas, llevando bandejas pesadas, esquivando manotazos. Cuando sonó la campana del comedor, Dolores sintió la mano de Rosa buscando la suya. “No estás sola”, le susurró, aunque sabía que era una mentira piadosa.

El comedor era una exhibición obscena de riqueza. Los invitados comían y bebían, hablando de negocios y de las tierras que habían adquirido a precios ridículos. El Juez Santibáñez contó entre risas cómo había desestimado el caso de un campesino que reclamaba su propia tierra. Dolores entró con una jarra de vino tinto, sus manos temblando. Al servir al Padre Ugalde, él la miró un segundo más de lo necesario, una mirada que la hizo sentir desnuda. “Gracias, hija”, dijo con voz melosa. Al otro lado de la mesa, Mauricio Landeros observaba a Rosa como un depredador evaluando a su presa.

La cena se extendió durante horas. Cerca de la medianoche, Don Sebastián hizo una seña casi imperceptible a Eusebio Garza. El capataz salió y regresó para susurrar algo al oído de su patrón. Valdivia sonrió y se puso de pie, golpeando su copa. “Caballeros”, anunció, “ha llegado el momento de retirarnos a la biblioteca para disfrutar de un cigarro y quizás algo de entretenimiento más privado.”

En la cocina, la señora Petra llamó a las ocho muchachas seleccionadas. Les entregó a cada una una bata de seda china, ridículamente fina y transparente, y les ordenó que se cambiaran. Algunas lloraban en silencio; otras estaban paralizadas por el miedo. Rosa temblaba tan violentamente que Dolores tuvo que ayudarla a abrocharse los botones.

Garza las condujo en fila india al ala este de la casa, un lugar al que las sirvientas comunes nunca entraban. Los pasillos eran anchos, las alfombras gruesas y los cuadros en las paredes oscuros y perturbadores. Llegaron a una serie de habitaciones. “Tú aquí”, le dijo Garza a Guadalupe, una chica de ojos asustados. “Tú en esta”, a Catalina, cuya mirada vacía decía que ya había pasado por esto. A Dolores la dirigió a una habitación al final del pasillo; a Rosa, dos puertas más allá.

Dolores entró y la puerta se cerró con el clic de una tumba. La habitación era lujosa: una cama enorme con cortinas de terciopelo rojo, espejos dorados y una ventana cubierta por cortinas gruesas. Se quedó de pie, abrazándose a sí misma, tratando de rezar, pero las palabras se le escapaban.

No supo cuánto tiempo pasó antes de que la puerta se abriera. Era Mauricio Landeros, el político. “Bonita”, murmuró. Dolores retrocedió hasta chocar contra la pared. “No tengas miedo”, dijo él con voz depredadora. “Don Sebastián me aseguró que serías complaciente.” Antes de que ella pudiera gritar, él había cerrado la distancia.

En otra habitación, Rosa experimentaba su propio infierno. En otra, Guadalupe lloraba mientras el Juez Santibáñez ignoraba sus lágrimas. Y en el salón principal, Don Sebastián servía más coñac, conversando sobre la próxima subasta de tierras, como si nada extraordinario estuviera ocurriendo.

Las primeras luces del alba se filtraron por las rendijas. Dolores yacía en la cama, con la mirada fija en el techo. Landeros se había ido hacía horas, dejando dinero sobre la cómoda. Ella no podía mirarlo sin sentir náuseas. Le dolía el cuerpo, pero el verdadero dolor estaba en su alma, donde algo se había roto para siempre.

Entró la señora Petra con una palangana. No dijo nada. Ayudó a Dolores a lavarse y a vestirse. “Lo que pasó aquí no fue tu culpa”, le dijo con voz firme. “Nunca fue tu culpa. Ahora ve. Busca a tu hermana y váyanse a casa. No hables de esto con nadie. Es la única forma de sobrevivir.”

Dolores caminó por el pasillo como una sonámbula. Encontró la habitación de Rosa. Empujó la puerta y lo que vio la hizo tambalearse. Rosa estaba acurrucada en una esquina, con la bata de seda rasgada, meciéndose hacia delante y hacia atrás. Sus ojos estaban abiertos, pero no veían nada. Había sangre. “Rosa”, susurró Dolores, pero su hermana solo emitía un gemido bajo, como un animal herido.

Con ayuda de Petra, Dolores vistió a Rosa y la sacó de la casa. Caminaron los 500 metros hasta el jacal. Cuando Jacinto las vio llegar, el color abandonó su rostro. No necesitó preguntar. Lo supo por la ausencia de luz en sus ojos.

Los días siguientes fueron los más oscuros. Rosa no hablaba ni comía; solo se quedaba sentada mirando la pared. Dolores volvió a sus labores en la Casa Grande, moviéndose como un fantasma. El miedo se instaló en San Rafael del Olvido. Guadalupe había aprendido el silencio; Catalina se había vuelto más dura, comenzando a observar y memorizar.

Tres semanas después, una de las muchachas de esa noche, Teresa Molina, de 15 años, no regresó a su jacal. Su madre, Josefa, la buscó. Garza le dijo que se había ido a la ciudad. Josefa no le creyó y fue a hablar con Valdivia. El hacendado la amenazó hasta silenciarla. Pero los rumores circularon: decían que habían visto a Garza y dos hombres salir de madrugada con algo envuelto en una sábana hacia los campos de henequén.

La desaparición de Teresa encendió una rabia fría en Dolores. Una tarde, mientras limpiaba el despacho de Valdivia, lo encontró. Un cajón con cerradura, dejado abierto por descuido. Dentro había un libro de contabilidad diferente. Dolores no leía bien, pero reconoció nombres de muchachas, fechas, cantidades de dinero y nombres de invitados. Era un registro meticuloso de años de fiestas. Algunas muchachas tenían una cruz junto a su nombre. Teresa Molina tenía una cruz. Había otras doce cruces en los últimos cinco años.

Con manos temblorosas, Dolores arrancó varias páginas, las dobló y las escondió en su ropa. Esa noche, en el jacal, esperó a que su padre durmiera y extendió los papeles arrugados. Rosa se acercó. Dolores le explicó en voz baja lo que había encontrado. Los ojos muertos de Rosa mostraron una chispa. “¿Qué vamos a hacer?”, preguntó, su voz más firme que en semanas.

“No lo sé todavía”, respondió Dolores. “Pero esto no puede quedar en silencio.”

El año 1910 llegó con vientos de Revolución. Se hablaba de Francisco Madero, de tierra y libertad. En la hacienda, Valdivia seguía con sus fiestas, pero Dolores esperaba. Con la ayuda de Catalina, que sí sabía escribir, comenzó a reunir testimonios. En hojas arrancadas, Catalina escribía lo que otras muchachas le contaban en susurros: nombres, descripciones, fechas aproximadas y los nombres de los invitados.

Dolores supo que la justicia local, encarnada por el Juez Santibáñez y el Padre Ugalde, era su enemiga. Su única esperanza eran los rumores de revolucionarios maderistas en las colinas, liderados por un Capitán Inocencio Reyes, que administraba justicia rápida a los hacendados leales a Díaz.

Una noche, Dolores tomó la decisión. Con las páginas del libro y los testimonios cosidos en el forro de su falda, se escabulló de la hacienda. Caminó durante horas hasta que los centinelas revolucionarios la capturaron. Exigió ver al Capitán Reyes. La llevaron ante él, esperando a una espía. En lugar de eso, encontraron a una mujer consumida por una rabia fría.

Dolores desplegó las páginas manchadas. “Ustedes luchan por la tierra,” dijo. “Yo lucho por esto.”

El Capitán Reyes, un ex minero, leyó los nombres. Reconoció al Juez, al político, al Padre. Vio las cruces junto a los nombres de las niñas desaparecidas. Su rostro se oscureció.

“Don Sebastián Valdivia tiene una fiesta este sábado,” informó Dolores. “Todos estarán allí.”

La noche del sábado, la fiesta en San Rafael del Olvido fue la más opulenta. Valdivia brindaba por la pronta derrota de Madero. Pero el ataque no vino de los campos; vino desde adentro. Dolores y Catalina habían abierto las puertas de servicio.

Los revolucionarios irrumpieron en el comedor en medio del coñac. El caos fue instantáneo. Los invitados poderosos se acobardaron. Eusebio Garza intentó defender a su patrón, pero Jacinto Mendoza, armado con el machete que había usado toda su vida para cortar henequén, lo detuvo en el pasillo. Fue una justicia breve y sangrienta.

Dolores no luchó. Subió al ala este y liberó a las muchachas aterrorizadas que habían sido seleccionadas para esa noche. “Se acabó,” les dijo. “Son libres.”

Encontraron a Valdivia en su despacho, intentando salvar sus libros de dinero, no los de crímenes. El Capitán Reyes entró, seguido por Dolores.

“Esto es un ultraje,” balbuceó Valdivia.

El Capitán Reyes desenrolló las páginas robadas. “Según esto,” dijo con voz gélida, “usted es un monstruo.”

El juicio se llevó a cabo en el patio principal al amanecer. Valdivia, Landeros, Santibáñez y el Padre Ugalde fueron puestos frente a los trabajadores. El Capitán Reyes leyó los crímenes, citando los testimonios de Dolores y Catalina. La sentencia fue unánime.

Cuando el sol se levantó sobre San Rafael del Olvido, iluminaba una nueva era. La casona ardía, un símbolo del viejo régimen cayendo. Los trabajadores, ahora dueños de la tierra, miraban el fuego en silencio.

Dolores encontró a Rosa sentada en el umbral de su jacal, mirando las llamas. Por primera vez en meses, una lágrima corrió por la mejilla de Rosa.

“¿Se terminó, Dolores?”, preguntó, su voz apenas un susurro.

Dolores se sentó a su lado, sintiendo el peso de los últimos años levantarse de sus hombros. Miró el humo que se elevaba hacia el cielo limpio de la mañana.

“Sí, hermanita,” dijo. “Se terminó. Ahora podemos empezar a vivir.”