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  • Había algo en las muñecas de mi abuela Elena que nunca supe nombrar. No era solo la piel arrugada o las manchas de los años. Eran las marcas. Unas cicatrices finas, simétricas, como anillos viejos que el tiempo no había logrado borrar. Cuando era niña, las tocaba con curiosidad, pero ella solo se reía bajito y decía:
  • Llovía ese martes de octubre como si el cielo también llorara por mi hijo. Cada gota era un clavo más en el ataúd de mi alma. Roberto, mi único hijo, mi muchachito, el que me decía “ma” con esa voz gruesa y dulce, se había ido para siempre por culpa de una carretera mojada y una curva maldita. Tenía solo veintiocho años y toda una vida por delante. La vida que ahora me sobraba a mí.
  • El pueblo entero parecía contener la respiración aquella tarde. Llovía como si el cielo tuviera coraje guardado desde hace años, y la tierra, resignada, lo aceptaba en silencio. Yo tenía once años y estaba sentada junto a la ventana, viendo las gotas golpear el vidrio con una furia callada, cuando ella apareció.
  • Sofía lloraba. No de berrinche, ni de capricho, sino de vergüenza. De esa que te aprieta el estómago y te arde en los ojos como si el alma se te estuviera derritiendo por dentro. Tenía nueve años, los zapatos rotos, el uniforme desteñido… y la mochila vacía.
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    Sofía lloraba. No de berrinche, ni de capricho, sino de vergüenza. De esa que te aprieta el estómago y te arde en los ojos como si el alma se te estuviera derritiendo por dentro. Tenía nueve años, los zapatos rotos, el uniforme desteñido… y la mochila vacía.

  • Tenía ocho años cuando descubrí que el hambre puede doler más que una herida abierta. A esa edad, uno debería estar pensando en juegos, en cuentos, en correr por la calle con los zapatos desabrochados y la nariz sucia. Pero yo pensaba en pan. En miga caliente. En ese aroma que salía de las panaderías como si fuera una burla, como si dijera: “Esto no es para ti, mocoso”.
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    Tenía ocho años cuando descubrí que el hambre puede doler más que una herida abierta. A esa edad, uno debería estar pensando en juegos, en cuentos, en correr por la calle con los zapatos desabrochados y la nariz sucia. Pero yo pensaba en pan. En miga caliente. En ese aroma que salía de las panaderías como si fuera una burla, como si dijera: “Esto no es para ti, mocoso”.

  • Desde el primer instante que Diego cruzó la puerta de su casa con Marianela tomada de la mano, supo que su madre iba a encontrar algo que criticarle. No se equivocó. Doña Amaranta apenas alzó la mirada desde el sillón, pero en sus ojos ya se dibujaba el juicio.
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    Desde el primer instante que Diego cruzó la puerta de su casa con Marianela tomada de la mano, supo que su madre iba a encontrar algo que criticarle. No se equivocó. Doña Amaranta apenas alzó la mirada desde el sillón, pero en sus ojos ya se dibujaba el juicio.

  • Entré a la panadería con el estómago vacío… y el corazón todavía más. Tenía apenas ocho años, la ropa rota, los pies sucios, y no recordaba la última vez que había comido algo calientito.
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    Entré a la panadería con el estómago vacío… y el corazón todavía más. Tenía apenas ocho años, la ropa rota, los pies sucios, y no recordaba la última vez que había comido algo calientito.

  • Había algo en las muñecas de mi abuela Elena que nunca supe nombrar. No era solo la piel arrugada o las manchas de los años. Eran las marcas. Unas cicatrices finas, simétricas, como anillos viejos que el tiempo no había logrado borrar. Cuando era niña, las tocaba con curiosidad, pero ella solo se reía bajito y decía:
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    Había algo en las muñecas de mi abuela Elena que nunca supe nombrar. No era solo la piel arrugada o las manchas de los años. Eran las marcas. Unas cicatrices finas, simétricas, como anillos viejos que el tiempo no había logrado borrar. Cuando era niña, las tocaba con curiosidad, pero ella solo se reía bajito y decía:

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    August 3, 2025

    LA NIÑA ENC4D€N4DA: Crónica del Silencio y el Amor Capítulo 1: El Reflejo en las Cicatrices Había algo en las…

  • Llovía ese martes de octubre como si el cielo también llorara por mi hijo. Cada gota era un clavo más en el ataúd de mi alma. Roberto, mi único hijo, mi muchachito, el que me decía “ma” con esa voz gruesa y dulce, se había ido para siempre por culpa de una carretera mojada y una curva maldita. Tenía solo veintiocho años y toda una vida por delante. La vida que ahora me sobraba a mí.
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    Llovía ese martes de octubre como si el cielo también llorara por mi hijo. Cada gota era un clavo más en el ataúd de mi alma. Roberto, mi único hijo, mi muchachito, el que me decía “ma” con esa voz gruesa y dulce, se había ido para siempre por culpa de una carretera mojada y una curva maldita. Tenía solo veintiocho años y toda una vida por delante. La vida que ahora me sobraba a mí.

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    August 3, 2025

    “Lo enterré bajo la lluvia” Llovía ese martes de octubre como si el cielo también llorara por mi hijo. Cada…

  • El pueblo entero parecía contener la respiración aquella tarde. Llovía como si el cielo tuviera coraje guardado desde hace años, y la tierra, resignada, lo aceptaba en silencio. Yo tenía once años y estaba sentada junto a la ventana, viendo las gotas golpear el vidrio con una furia callada, cuando ella apareció.
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    El pueblo entero parecía contener la respiración aquella tarde. Llovía como si el cielo tuviera coraje guardado desde hace años, y la tierra, resignada, lo aceptaba en silencio. Yo tenía once años y estaba sentada junto a la ventana, viendo las gotas golpear el vidrio con una furia callada, cuando ella apareció.

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    August 3, 2025

    “El pan más amargo” Tenía ocho años cuando descubrí que el hambre puede doler más que una herida abierta. A…

  • Sofía lloraba. No de berrinche, ni de capricho, sino de vergüenza. De esa que te aprieta el estómago y te arde en los ojos como si el alma se te estuviera derritiendo por dentro. Tenía nueve años, los zapatos rotos, el uniforme desteñido… y la mochila vacía.
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    Sofía lloraba. No de berrinche, ni de capricho, sino de vergüenza. De esa que te aprieta el estómago y te arde en los ojos como si el alma se te estuviera derritiendo por dentro. Tenía nueve años, los zapatos rotos, el uniforme desteñido… y la mochila vacía.

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    August 3, 2025

    El cuaderno que me salvó Sofía lloraba. No de berrinche, ni de capricho, sino de vergüenza. De esa que te…

  • Tenía ocho años cuando descubrí que el hambre puede doler más que una herida abierta. A esa edad, uno debería estar pensando en juegos, en cuentos, en correr por la calle con los zapatos desabrochados y la nariz sucia. Pero yo pensaba en pan. En miga caliente. En ese aroma que salía de las panaderías como si fuera una burla, como si dijera: “Esto no es para ti, mocoso”.
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  • Desde el primer instante que Diego cruzó la puerta de su casa con Marianela tomada de la mano, supo que su madre iba a encontrar algo que criticarle. No se equivocó. Doña Amaranta apenas alzó la mirada desde el sillón, pero en sus ojos ya se dibujaba el juicio.
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    Desde el primer instante que Diego cruzó la puerta de su casa con Marianela tomada de la mano, supo que su madre iba a encontrar algo que criticarle. No se equivocó. Doña Amaranta apenas alzó la mirada desde el sillón, pero en sus ojos ya se dibujaba el juicio.

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    August 3, 2025

    “Tú y esa niña son pasado” Desde el primer instante que Diego cruzó la puerta de su casa con Marianela…

  • Entré a la panadería con el estómago vacío… y el corazón todavía más. Tenía apenas ocho años, la ropa rota, los pies sucios, y no recordaba la última vez que había comido algo calientito.
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    Entré a la panadería con el estómago vacío… y el corazón todavía más. Tenía apenas ocho años, la ropa rota, los pies sucios, y no recordaba la última vez que había comido algo calientito.

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    August 3, 2025

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    August 3, 2025

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    Mi marido amaneció con unas ganas tremendas de salir de fiesta. Ya sabes, de esas veces que traen el cuerpo bailador y la lengua dulcera. Pero yo todavía traía atravesada la rabia de la noche anterior, porque me había hecho enojar como nunca. Así que me puse en modo bruja vengadora, y se me ocurrió la idea más cruel… pero también más divertida: esconderle el ojo de vidrio.

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  • Tienes que comer, Sofía —susurraba en aquellas madrugadas grises mientras le calentaba leche con la estufa casi sin gas—. No te preocupes, mamá va a arreglárselas.
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  • Había algo en las muñecas de mi abuela Elena que nunca supe nombrar. No era solo la piel arrugada o las manchas de los años. Eran las marcas. Unas cicatrices finas, simétricas, como anillos viejos que el tiempo no había logrado borrar. Cuando era niña, las tocaba con curiosidad, pero ella solo se reía bajito y decía:

    Había algo en las muñecas de mi abuela Elena que nunca supe nombrar. No era solo la piel arrugada o las manchas de los años. Eran las marcas. Unas cicatrices finas, simétricas, como anillos viejos que el tiempo no había logrado borrar. Cuando era niña, las tocaba con curiosidad, pero ella solo se reía bajito y decía:

  • Llovía ese martes de octubre como si el cielo también llorara por mi hijo. Cada gota era un clavo más en el ataúd de mi alma. Roberto, mi único hijo, mi muchachito, el que me decía “ma” con esa voz gruesa y dulce, se había ido para siempre por culpa de una carretera mojada y una curva maldita. Tenía solo veintiocho años y toda una vida por delante. La vida que ahora me sobraba a mí.

  • El pueblo entero parecía contener la respiración aquella tarde. Llovía como si el cielo tuviera coraje guardado desde hace años, y la tierra, resignada, lo aceptaba en silencio. Yo tenía once años y estaba sentada junto a la ventana, viendo las gotas golpear el vidrio con una furia callada, cuando ella apareció.

  • Sofía lloraba. No de berrinche, ni de capricho, sino de vergüenza. De esa que te aprieta el estómago y te arde en los ojos como si el alma se te estuviera derritiendo por dentro. Tenía nueve años, los zapatos rotos, el uniforme desteñido… y la mochila vacía.

  • Tenía ocho años cuando descubrí que el hambre puede doler más que una herida abierta. A esa edad, uno debería estar pensando en juegos, en cuentos, en correr por la calle con los zapatos desabrochados y la nariz sucia. Pero yo pensaba en pan. En miga caliente. En ese aroma que salía de las panaderías como si fuera una burla, como si dijera: “Esto no es para ti, mocoso”.

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    Había algo en las muñecas de mi abuela Elena que nunca supe nombrar. No era solo la piel arrugada o las manchas de los años. Eran las marcas. Unas cicatrices finas, simétricas, como anillos viejos que el tiempo no había logrado borrar. Cuando era niña, las tocaba con curiosidad, pero ella solo se reía bajito y decía:

  • Llovía ese martes de octubre como si el cielo también llorara por mi hijo. Cada gota era un clavo más en el ataúd de mi alma. Roberto, mi único hijo, mi muchachito, el que me decía “ma” con esa voz gruesa y dulce, se había ido para siempre por culpa de una carretera mojada y una curva maldita. Tenía solo veintiocho años y toda una vida por delante. La vida que ahora me sobraba a mí.

    Llovía ese martes de octubre como si el cielo también llorara por mi hijo. Cada gota era un clavo más en el ataúd de mi alma. Roberto, mi único hijo, mi muchachito, el que me decía “ma” con esa voz gruesa y dulce, se había ido para siempre por culpa de una carretera mojada y una curva maldita. Tenía solo veintiocho años y toda una vida por delante. La vida que ahora me sobraba a mí.

  • El pueblo entero parecía contener la respiración aquella tarde. Llovía como si el cielo tuviera coraje guardado desde hace años, y la tierra, resignada, lo aceptaba en silencio. Yo tenía once años y estaba sentada junto a la ventana, viendo las gotas golpear el vidrio con una furia callada, cuando ella apareció.

    El pueblo entero parecía contener la respiración aquella tarde. Llovía como si el cielo tuviera coraje guardado desde hace años, y la tierra, resignada, lo aceptaba en silencio. Yo tenía once años y estaba sentada junto a la ventana, viendo las gotas golpear el vidrio con una furia callada, cuando ella apareció.

  • Sofía lloraba. No de berrinche, ni de capricho, sino de vergüenza. De esa que te aprieta el estómago y te arde en los ojos como si el alma se te estuviera derritiendo por dentro. Tenía nueve años, los zapatos rotos, el uniforme desteñido… y la mochila vacía.

    Sofía lloraba. No de berrinche, ni de capricho, sino de vergüenza. De esa que te aprieta el estómago y te arde en los ojos como si el alma se te estuviera derritiendo por dentro. Tenía nueve años, los zapatos rotos, el uniforme desteñido… y la mochila vacía.

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  • Había algo en las muñecas de mi abuela Elena que nunca supe nombrar. No era solo la piel arrugada o las manchas de los años. Eran las marcas. Unas cicatrices finas, simétricas, como anillos viejos que el tiempo no había logrado borrar. Cuando era niña, las tocaba con curiosidad, pero ella solo se reía bajito y decía:

  • Llovía ese martes de octubre como si el cielo también llorara por mi hijo. Cada gota era un clavo más en el ataúd de mi alma. Roberto, mi único hijo, mi muchachito, el que me decía “ma” con esa voz gruesa y dulce, se había ido para siempre por culpa de una carretera mojada y una curva maldita. Tenía solo veintiocho años y toda una vida por delante. La vida que ahora me sobraba a mí.

  • El pueblo entero parecía contener la respiración aquella tarde. Llovía como si el cielo tuviera coraje guardado desde hace años, y la tierra, resignada, lo aceptaba en silencio. Yo tenía once años y estaba sentada junto a la ventana, viendo las gotas golpear el vidrio con una furia callada, cuando ella apareció.

  • Sofía lloraba. No de berrinche, ni de capricho, sino de vergüenza. De esa que te aprieta el estómago y te arde en los ojos como si el alma se te estuviera derritiendo por dentro. Tenía nueve años, los zapatos rotos, el uniforme desteñido… y la mochila vacía.

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