El silvato del carrito de camotes resonaba en la noche fría de la ciudad de México. Era un sonido que los vecinos

de la colonia Narbarte conocían desde hacía más de tres décadas. El
inconfundible pitido que anunciaba que Feliciano Ortiz Chano, para todos pasaba
vendiendo sus camotes asados a las 9 de la noche. Pero aquella nochebuena del 24
de diciembre era una noche común. Chano empujaba su carrito con más
esfuerzo que de costumbre. Cada paso le arrancaba una mueca de dolor. Su hígado
enfermo, consumido por la cirrosis, que lo mataba lentamente, palpitaba como un
puño cerrado en su costado derecho. Un camote gerito, calientito para la
Nochebuena. ofrecía con voz cansada a los transeútes que pasaban apresurados
cargando regalos y bolsas de comida. Pero la gente tenía prisa. Eran las 10
de la noche y las familias ya estaban reunidas. Chano llevaba apenas 180 pesos
en su bolsillo, 60 pesos menos que un día normal. Y cada peso contaba. En su
pequeño departamento de la colonia obrera, Lupita esperaba. Su hija de 28
años, con síndrome de Down Severo, había pasado todo el día preguntando por la
cena especial navideña que papá había prometido. Camotes asados con miel, su
comida favorita. Ya voy, mi cielo! murmuraba Chano al viento gélido. Ya
voy. El carrito que empujaba no era un simple medio de trabajo, era una
reliquia familiar de 60 años de antigüedad, heredado de su padre, don
Aurelio Ortiz, quien lo había construido con sus propias manos en 1965.
Las llantas de fierro chirriaban sobre el pavimento. La estructura de madera
noble, aunque desgastada, aún conservaba la solidez de los árboles de Michoacán
de donde provenía. El horno de leña negro por décadas de humo, despedía un
aroma dulce que mezclaba el camote asado con recuerdos de infancia. Ese carrito
había alimentado a la familia Ortiz por dos generaciones. Con él, don Aurelio
crió a seis hijos. Con él, Chano había conocido a su esposa Rocío, quien
compraba camotes cada noche, hasta que finalmente aceptó salir con el joven camotero de sonrisa tímida. Con él había
pagado el parto de Lupita, sus terapias, sus medicinas, valuado en apenas 15,000
pesos por un chatarrero. Ese carrito valía para Chano más que cualquier fortuna. Era su historia, su identidad,
su herencia y también era lo único que lo separaba de la indigencia total.
Chano se detuvo en una esquina jadeando. El dolor en su costado se intensificaba.
tocó suavemente el área de su hígado y sintió la hinchazón, la cirrosis
hepática no alcohólica, consecuencia de una hepatitis C contraída 20 años atrás
en una transfusión sanguínea. Estaba en etapa terminal. Los médicos del Hospital
General habían sido claros tres meses atrás. Señor Ortiz, sin un trasplante de
hígado le quedan 4 meses de vida, tal vez menos. ¿Y cuánto cuesta el
trasplante, doctor? 800,000 pesos. Más los medicamentos posteriores, alrededor
de un millón en total. Chano había sonreído con amargura. Un millón de
pesos. Ganaba 250 pesos al día cuando las ventas eran buenas. 60%
se iba en la renta del departamento, 40% en comida y las medicinas de Lupita.
Está en lista de espera, dijo el doctor, pero su tipo de sangre AB negativo es
extremadamente raro. Solo el 0.6% de la población lo tiene. Llevamos 3
años y no ha aparecido un donante compatible. 3 años esperando un milagro
que no llegaba. 3 años empujando un carrito mientras su cuerpo se apagaba
poco a poco. Y ahora, en Nochebuena, con apenas 180 pesos y un hígado que parecía
una roca ardiente en su costado, Chano empujaba su carrito hacia casa. Lupita
lo esperaba. Eso era lo único que importaba. Avanzaba por la calle Nebrasca cuando lo
vio. Un anciano sentado en la banqueta lloraba desconsoladamente.
Vestía un pijama de rayas azules, sucio y rasgado. Estaba descalso. Sus pies,
hinchados y morados por el frío, sangraban levemente, temblaba violentamente. La temperatura había
bajado a 8ºC aquella noche. Chano frenó su carrito y
se acercó. ¿Se encuentra bien, abuelo? El anciano levantó la vista. Sus ojos,
nublados por la confusión y el miedo, buscaron desesperadamente un rostro
conocido. “Joven, joven, ayúdeme, por favor.” Su voz era un hilo quebrado. “No
sé dónde estoy. No reconozco nada. Vivo en la colonia doctores. Mi familia deben
estar buscándome. Colonia doctores. Chano calculó mentalmente. Eso está como a 8 km de
aquí, don. No puedo caminar más, joven. Sozó el anciano. Mis pies me duelen
tanto. Tengo tanto frío. Salí de mi casa esta tarde y ya no supe regresar.
Todo está oscuro, todo está confuso. Chan reconoció los síntomas
inmediatamente. Alzheimer, su propio padre, había padecido la enfermedad en sus últimos
años. ese episodio de desorientación, esa mirada perdida, ese terror
existencial de no saber dónde estás ni quién eres. El anciano tiritaba
peligrosamente. Hipotermia, si permanecía en la calle una hora más, moriría. Abuelo, déjeme llamar una
ambulancia. No, no. El pánico se apoderó del anciano. Las ambulancias se tardan.
Tardan horas. Me voy a morir aquí. Por favor, joven, usted parece buena
persona. Ayúdeme a llegar a mi casa. Se lo suplico. Chano miró su carrito.
Estaba completamente lleno de camotes asados, al menos 3 kg, 200 pesos en
mercancía, su comida del día siguiente, el desayuno y la cena de Lupita. miró al
anciano 70 años, tal vez más, moribundo de frío, solo, perdido, aterrado. Si
llamo a la Cruz Roja, tardarán dos horas mínimo en esta zona para cuando lleguen,
este hombre estará muerto. Hipotermia avanzada. Lo he visto antes. El cuerpo
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