La tarde caía con una pesadez inusual sobre aquella pequeña casa de paredes

desgastadas, donde las sombras comenzaban a alargarse como dedos

acusadores, señalando los rincones más oscuros de la habitación. En la cocina,

el único ruido que rompía el silencio sepulcral era el tintineo metálico de

una cuchara golpeando rítmicamente contra el borde de una taza de cerámica.

Allí estaba él, un hombre de mediana edad, con el rostro marcado por la

insatisfacción y los ojos fijos en la tarea que tenía entre manos. No estaba

preparando una cena llena de amor o gratitud. Sus movimientos eran calculados, fríos y precisos,

desprovistos de cualquier calidez humana. Frente a él, sobre la encimera

de madera, vieja y manchada por los años, descansaba un pequeño comprimido

blanco, una pastilla aparentemente inofensiva que, sin embargo, cargaba con

el peso de una traición imperdonable. Con el mango de un cuchillo pesado,

comenzó a triturar la medicina sobre una servilleta de papel. El sonido del

crujido era mínimo, casi imperceptible, pero en la mente del hombre resonaba

como un estruendo. Observaba como la pastilla se convertía en un polvo fino y

blanquecino, asegurándose de que no quedara ningún fragmento grande que

pudiera delatar su presencia. Sus manos no temblaban. La repetición de este acto

atroz había endurecido sus nervios. convirtiendo lo que debería ser un

momento de vacilación moral en una simple rutina necesaria para sus fines

egoístas. Una vez que el polvo estuvo listo, lo vertió con cuidado dentro de

un plato hondo donde humeaba una sopa de verduras. El olor del caldo llenaba la

cocina, un aroma que evocaba hogar y familia, pero que esa noche servía solo

como disfraz para el engaño. Revolvió el contenido con paciencia. observando como los grumos blancos se

disolvían y desaparecían entre el caldo y los vegetales, volviéndose invisibles

al ojo humano, pero letales para la consciencia. Mientras lo hacía, levantó

la vista levemente hacia el marco de la puerta que daba a la sala de estar. Desde allí podía verla a ella, su madre,

una mujer anciana, de cabellos plateados y espalda encorbada por el peso de

décadas de trabajo y sacrificio. Estaba sentada en su sillón favorito con una

manta de lana cubriendo sus piernas frágiles, mirando hacia la nada con una

expresión de paz y confianza absoluta. Ella no sospechaba nada. Para ella, su

hijo era su protector, la única familia que le quedaba, el hombre al que había

criado con tanto amor y por quien daría la vida sin dudarlo. La ironía de la

situación era cruel. La persona en la que más confiaba era en ese preciso

momento, el arquitecto de su desgracia. El hombre tomó el plato caliente entre

sus manos, sintiendo el calor de la cerámica quemarle ligeramente las palmas, un recordatorio físico de lo que

estaba a punto de hacer. Respiró hondo, compuso su rostro en una máscara de

neutralidad absoluta, borrando cualquier rastro de culpa o ansiedad, y caminó

hacia la sala. Sus pasos sobre el suelo de madera crujían suavemente, anunciando

su llegada. Al verlo entrar, el rostro de la anciana se iluminó con una sonrisa

genuina, una de esas sonrisas que solo una madre puede ofrecer, llena de

ternura y agradecimiento. Ella intentó acomodarse mejor en el sillón, preparándose para recibir el

alimento que su hijo tan atento le había preparado. Él colocó la bandeja sobre

las rodillas de su madre con movimientos suaves, casi delicados. Si alguien

hubiera estado observando la escena desde fuera, habría visto un cuadro conmovedor, un hijo devoto cuidando de

su madre anciana, pero la realidad oculta era mucho más siniestra. Él se

quedó de pie a su lado, observando con una intensidad depredadora mientras ella

tomaba la cuchara. Cada movimiento de la anciana era lento y tembloroso, propio

de su edad avanzada. sopló suavemente el vapor que emanaba

del plato y llevó la primera cucharada a su boca. El hombre contuvo la

respiración por una fracción de segundo, sus ojos clavados en las reacciones faciales de ella, buscando cualquier

signo de rechazo, cualquier mueca que indicara que había detectado el sabor amargo del sedante, pero no hubo tal

reacción. La madre tragó la sopa y asintió levemente, haciendo un gesto con

la mano para indicar que estaba deliciosa. Incluso, murmuró un agradecimiento silencioso, sus ojos

brillando con gratitud por el cuidado recibido. Él forzó una media sonrisa, un

gesto vacío que no llegaba a sus ojos y se retiró unos pasos hacia atrás,

apoyándose contra el marco de la puerta, cruzando los brazos sobre el pecho.

Desde esa posición estratégica, podía vigilarla sin parecer demasiado

insistente. La veía comer cucharada tras cucharada,

ingiriendo la sustancia que pronto la asumiría en un sueño profundo y

artificial, dejándola completamente indefensa ante las intenciones de su

propia sangre. El reloj de pared marcaba los segundos con un tic tac monótono que

parecía amplificarse en el silencio de la casa. Cada golpe del péndulo era un

paso más hacia el objetivo del hijo. Él no veía a una madre alimentándose, veía

un obstáculo que estaba siendo neutralizado. Su mente ya no estaba en la cena, sino

volando hacia los rincones de la casa, donde sabía que ella guardaba sus

pequeños tesoros. Pensaba en los cajones cerrados, en las cajas de galletas

viejas que no contenían dulces, sino billetes arrugados, fruto de una pensión