AbaAbandonados sin nada, construyeron un imperio desde una cabaña destruida.

Diego despertó con el sonido de goteras cayendo en el piso de madera podrida. La lluvia del amanecer había empeorado las

condiciones de la cabaña abandonada donde él y su hermana habían pasado la noche. Su hermana Sofía dormía

acurrucada en un rincón, abrazando al gato pelusa, el único compañero que les

quedaba después de que sus padres desaparecieran sin dejar rastro. El niño de 9 años sostuvo la nota arrugada que

había encontrado en la mesa por décima vez esa mañana. Las palabras escritas a

prisa aún le dolían en el pecho como una herida abierta. Ya no podemos cuidarlos.

Perdónenos. Era todo lo que sus padres habían dejado antes de desaparecer en la

calada de la madrugada, abandonando a sus hijos en una propiedad aislada en el

interior de Guanajuato. Sofía despertó sobresaltada cuando una gota helada le salpicó la cara. A sus 7

años aún no comprendía completamente lo que había sucedido, pero la ausencia de sus padres pesaba en su corazón como una

piedra. Diego, ¿dónde está mamá?, preguntó con la voz entrecortada.

Ella se fueron a trabajar a la ciudad. Van a regresar pronto mintió el hermano

intentando protegerla de la dura realidad. El niño miró a su alrededor la cabaña en ruinas. El techo tenía

agujeros enormes, las ventanas no tenían vidrios y la puerta apenas se sostenía

en los goznes oxidados. No había comida, agua corriente o energía eléctrica. Todo

lo que tenían era la ropa que llevaban puesta y su gato de mascota. “Tengo

hambre”, murmuró Sofía frotándose los ojos hinchados de tanto llorar. Diego

sintió el peso de la responsabilidad caer sobre sus pequeños hombros. Él era

ahora el hombre de la casa, aunque solo fuera un niño. Necesitaba encontrar una forma de sobrevivir y cuidar de su

hermana. Vamos a buscar algo para comer en la parte trasera de la casa, dijo intentando sonar confiado. Los hermanos

salieron de la cabaña y caminaron por el terreno cubierto de maleza alta. La propiedad se extendía por varias

hectáreas, pero todo había estado abandonado durante años. Viejas cercas

de madera podrida marcaban los límites y al fondo estaban los restos de una huerta que alguna vez fue próspera.

Sofía encontró algunas frutas silvestres en arbustos esparcidos por el terreno.

No era mucho, pero serviría para calmar el hambre por ahora. Diego cabó con las manos un hoyo cerca de un arroyo que

corría en la parte trasera de la propiedad, creando un pequeño pozo de donde obtuvieron agua limpia para beber.

Mira, Diego. Sofía señaló una construcción pequeña, medio escondida entre los árboles. Era un antiguo

gallinero, aún en mejores condiciones que la cabaña principal. Diego tuvo una

idea. Tal vez podrían arreglar ese lugar y convertirlo en su nuevo hogar temporal. Esa tarde, mientras

organizaban pedazos de madera encontrados en el terreno, escucharon el sonido de pasos acercándose.

Una mujer de mediana edad, vestida con un vestido sencillo y sombrero de paja,

apareció caminando por el sendero. “Hola, niños”, dijo con una sonrisa

cálida. “Soy doña Rosalva. Vivo en el rancho de al lado. No había visto

movimiento por aquí en días. ¿Dónde están sus padres?” Diego y Sofía se miraron nerviosamente.

El niño respiró hondo antes de responder. Se fueron a trabajar a la ciudad. Van a regresar esta noche.

Repitió la misma mentira. Doña Rosalva entrecerró los ojos percibiendo que algo

no estaba bien. Los niños parecían sucios, delgados y asustados. Su ropa

estaba arrugada como si hubieran dormido con ella. ¿Qué tipo de trabajo?, preguntó gentilmente.

Trabajo normal, tartamudeó Diego sin saber cómo elaborar la mentira. La mujer

notó la incomodidad del niño y decidió no presionar. En cambio, abrió la bolsa

que llevaba y sacó algunas frutas y panes. “Traje esto de mi rancho. Sobró del mercado de hoy.” Mintió también

notando que los niños tenían hambre. Pueden quedarse con todo. Sofía corrió a

tomar los alimentos, pero Diego la detuvo del brazo. No necesitamos caridad, dijo con orgullo, aunque su

estómago rugía. No es caridad, muchacho, es vecindad. Aquí en el interior siempre

nos ayudamos unos a otros, explicó doña Rosalva con paciencia. Querido oyente,

si te está gustando la historia, aprovecha para dejar tu like y sobre todo suscribirte al canal. Eso ayuda

mucho a quienes estamos empezando ahora. Continuando. Diego bajó la guardia y aceptó la

comida. Esa noche, por primera vez desde el abandono, los hermanos lograron

dormir con el estómago lleno. Doña Rosalva volvió al día siguiente trayendo

más provisiones y algunas herramientas viejas. Ella no hizo más preguntas sobre

los padres, pero observaba a los niños con creciente preocupación.

¿Ustedes saben trabajar la tierra? preguntó señalando la huerta abandonada. “Un poquito”, respondió Sofía

tímidamente. La abuelita tenía una huerta en su casa. ¿Qué tal si ayudamos a arreglar esa

huerta? Así podrán tener sus propios alimentos frescos. Diego se animó con la

idea. Trabajar la tierra significaba no depender de la caridad de nadie. Pasaron

el resto de la semana limpiando el terreno, quitando maleza y preparando la tierra para la siembra. Sofía descubrió

que tenía un talento natural para trabajar con plantas. Sus manos pequeñas

podían cuidar los brotes con una delicadeza que impresionaba hasta a doña Rosalba. Las semillas que ella plantaba

germinaban más rápido que las de los demás. “Esta niña tiene el don verde”,

comentó la vecina con admiración. Algunas personas nacen sabiendo conversar con la naturaleza. Durante los

trabajos en la huerta, Diego encontró una caja vieja enterrada cerca del arroyo. Dentro había documentos antiguos

y algunas monedas de oro. Los papeles estaban en pésimo estado, pero logró leer alguna información. Esa propiedad

había pertenecido a la familia Ramírez hacía décadas. “Doña Rosalva, ¿usted

conoce a la familia Ramírez?”, preguntó el niño. La mujer dejó de deshiervar y

lo miró con sorpresa. Claro que sí. Su abuelo, Roberto Ramírez era dueño de

esta tierra. Él y su esposa Guadalupe criaron aquí a cinco hijos. Después que