¿Por qué lloras si tienes piernas para caminar? Las palabras de esa niña de 7

años atravesaron el aire helado de Barcelona como un cuchillo al rojo vivo.

Jessica levantó la mirada desde su silla de ruedas, las lágrimas congelándose en

sus mejillas y por primera vez en 8 meses sintió algo peor que el dolor

físico. Vergüenza. Porque tenía razón. Esa pequeña desconocida acababa de

decirle la verdad más brutal que nadie se había atrevido a pronunciar. Era

Nochebuena, 24 de diciembre, las 9:47 de la noche. La nieve caía sobre las

ramblas como ceniza blanca y Jessica Romero, de 32 años, estaba sola frente

al escaparate iluminado de una tienda de juguetes. Dentro, las familias compraban

los últimos regalos. Niños sonrientes señalaban muñecas y robots. Padres

cargaban bolsas repletas de ilusiones envueltas en papel brillante. Ella solo

miraba. Recordaba. Hacía exactamente un año. Su hijo Mateo había presionado su

nariz contra ese mismo cristal, rogándole por un tren eléctrico.

El año que viene, amor, le había dicho Jessica acariciando su cabello negro. El

año que viene, te lo prometo. Pero no hubo año que viene para Mateo. El

accidente había ocurrido el 3 de marzo. Un camión que se saltó un semáforo en

rojo en la diagonal. Su esposo Carlos conducía. Mateo iba en el asiento

trasero cantando una canción de su clase de música. Jessica recuerda todo. El

impacto del metal retorciéndose, los gritos, el olor a gasolina. El silencio

repentino de su hijo. Carlos murió instantáneamente.

Mateo dos días después en el hospital, su manita fría en la de Jessica, mientras las máquinas emitían ese pitido

largo y despiadado que significa que el mundo acaba de terminar. Y ella

sobrevivió. Si a esto se le puede llamar sobrevivir. La columna vertebral

fracturada en tres lugares paraplegia permanente de cintura para abajo. Los

doctores del Hospital Clinic le dijeron que tuvo suerte, que podía usar los

brazos, que podía respirar sin asistencia, que la vida continuaría.

Mentirosos, la vida no continúa cuando entierras a tu hijo de 5 años.

La vida se detiene, se pudre, se convierte en esta cosa horrible que hay

que arrastrar día tras día como una condena perpetua. Los primeros meses

vivió con su hermana en gracia, pero las miradas de lástima, los silencios

incómodos, el sonido de los niños del vecindario jugando en la calle, todo era

una tortura. Así que Jessica tomó su pensión por invalidez y alquiló un estudio diminuto

en el rabal, un cuarto piso sin ascensor. Irónico, ¿verdad? Pero no

importaba. Apenas salía, solo existía, esperando que un día el corazón se le

olvidara latir. Hasta que esta noche algo la sacó del apartamento. No fue

esperanza, fue todo lo contrario. Esta mañana, mientras todos celebraban la

nochebuena en redes sociales, Jessica había escrito una nota de despedida. Dos

líneas. Lo siento, no puedo más. La había dejado sobre la mesita de noche

junto al frasco de pastillas que llevaba semanas ahorrando. Pero antes de hacerlo

quiso ver la ciudad una última vez, ver el árbol de Navidad de la Plaza

Cataluña, ver las luces, ver a las familias felices, recordar que alguna

vez ella también tuvo eso, despedirse del mundo, que una vez amó. Así que aquí

estaba frente a la tienda de juguetes llorando mientras la nieve caía y las

familias pasaban apresuradas a su lado, evitando mirarla. Una mujer en silla de

ruedas llorando en Navidad es demasiado incómodo. Arruina la magia de la noche.

Mejor fingir que no existe. Y entonces esa voz, esa vocecita aguda e

implacable. ¿Por qué lloras si tienes piernas para caminar? Jessica giró bruscamente la silla. Una

niña pequeña la observaba con ojos enormes color avellana, la cabeza

ladeada, con esa curiosidad brutal que solo tienen los niños.

Llevaba un gorro rojo con pompón blanco y un abrigo azul marino, dos tallas más

grande. Sus mejillas estaban rojas del frío. “Yo no tengo piernas para

caminar”, respondió Jessica secándose las lágrimas con rabia. ¿Quién era esta

niña para Pero tienes brazos para abrazar? continuó la pequeña como si

estuviera explicando algo obvio. Y ojos para ver la nieve y boca para comer

turrón. Entonces, ¿por qué lloras? Jessica se quedó sin palabras. El nudo

en su garganta se apretó hasta casi ahogarla. Sofía, no molestes a la señora. Un

hombre alto apareció detrás de la niña colocando una mano protectora en su hombro.

Tendría unos 35 años. Cabello castaño despeinado por el viento, ojos cansados,

pero amables. Llevaba una bolsa de supermercado en la otra mano. Disculpe

la señora. Mi hija a veces dice cosas sin pensar. No es sin pensar, papá, protestó Sofía

sin dejar de mirar a Jessica. Es que está llorando y no entiendo por qué.

Nosotros no lloramos y tenemos menos cosas que ella. El hombre, cuyo nombre era Daniel

Ferrer, cerró los ojos un momento claramente avergonzado. Sofía, por favor. Pero Jessica no estaba

ofendida, estaba conmocionada, confundida. Miró al padre y a la hija.

La ropa del hombre estaba gastada, pero limpia. Los zapatos de la niña tenían

los cordones remendados con cinta adhesiva. La bolsa del supermercado contenía lo básico, pan, leche, un pollo

pequeño. Nada de lujos, nada de regalos envueltos. ¿A dónde van?, preguntó

Jessica sin saber por qué le importaba. A casa respondió Sofía con una sonrisa.

A hacer la cena de Navidad. Papá va a cocinar pollo con patatas. Es lo que más

sabe hacer. Es lo único que sé hacer, corrigió Daniel con una sonrisa tímida.