La Tormenta y la Esperanza: El Legado de Joana

 

¿Te imaginas una madrugada fría de tormenta, de esas en las que el viento aúlla con una fuerza primitiva y el cielo parece haberse rasgado sobre una carretera de tierra batida que corta el inmenso y árido Sertón de Crato, en Ceará? Imagina un lugar donde las luces de las casas son apenas parpadeos temblorosos a lo lejos y el sonido de los truenos explota como dinamita sobre las montañas secas.

Era una noche de esas, sin piedad, sin tregua, donde el barro rojo característico de la región se mezclaba con el agua que descendía en torrentes violentos, formando ríos caudalosos donde horas antes solo había polvo, sequía y grietas en el suelo. Y allí, en medio de la furia de la naturaleza, en una casa vieja de madera crujiente y tejas agujereadas, vivía una mujer que cargaba en su vientre la cuarta vida que Dios le había confiado.

Mientras sus tres primeros hijos dormían amontonados sobre un colchón fino en el rincón más seco de la sala, temblando de frío bajo una sábana raída que ya no protegía de nada, ella permanecía de pie junto a la ventana sin vidrio. Miraba la tormenta con ojos que habían visto demasiado, sufrido demasiado y llorado demasiado, pero que, por una terquedad divina, aún insistían en creer que habría un amanecer después de aquella oscuridad.

Fue en ese preciso instante, con el viento golpeándole la cara y la lluvia mojando el suelo de tierra apisonada dentro de la casa, cuando sintió la primera contracción. Fue ese dolor profundo y visceral que toda madre reconoce al instante; el dolor antiguo que anuncia que una vida está lista para llegar, quiera el mundo o no.

Joana lo sabía. Con la certeza que cabía en su corazón cansado, sabía que no había tiempo. No había ayuda, no había médico, no había partera. No había nada más que ella, la tormenta rugiendo afuera, sus tres hijos pequeños durmiendo ajenos al drama, y Dios, si es que Él todavía miraba hacia aquel rincón olvidado del mundo.

Joana tenía 32 años, pero su rostro, marcado por el sol inclemente del nordeste brasileño y por el sufrimiento, aparentaba muchos más. Era viuda desde hacía casi dos años, desde que su marido murió en un accidente de trabajo en una obra en Juazeiro do Norte. Él la había dejado sola, con dos hijos y embarazada del tercero en aquel entonces. Ahora, estaba a punto de dar a luz al cuarto, sin dinero, sin casa propia, sin nada más que una fuerza que brotaba de un lugar que ella misma no sabía explicar. Quizás era fe, quizás era rabia, o tal vez era la pura teimosía de quien nace en el sertón y aprende desde la cuna que la vida no regala nada; que todo lo que se conquista es a base de sudor, dolor y resistencia.

La casa donde vivía era prestada. Pertenecía a un terrateniente que, por lástima, le permitió quedarse allí hasta que “arreglara algo mejor”. Pero los meses se convirtieron en años y ella seguía allí, pagando el “alquiler” con faenas, lavando ropa ajena, cosiendo, haciendo cualquier cosa que apareciera. Para Joana, el trabajo digno nunca fue el problema; el problema era la falta de él.

Aquella noche, con el dolor aumentando y el cuerpo pidiendo a gritos rendirse, Joana sintió el peso de todas sus elecciones y soledades. Se arrodilló en el suelo de barro, ahora convertido en lodo por las goteras, respiró hondo y elevó una oración. No fue una oración bonita, ni decorada, ni litúrgica. Fue una conversación cruda y desesperada:

—”Dios, si estás ahí, ayúdame ahora, porque no aguanto más sola. No aguanto perder a nadie más. No soporto ver a mis hijos pasando hambre y frío, creciendo sin padre. Si esta criatura que viene es una bendición, dame fuerzas para recibirla. Pero si es para más sufrimiento, entonces llévatela contigo, porque no sé si tengo más fuerzas”.

Lloró allí, arrodillada, mientras el cielo parecía caerse a pedazos sobre el techo. Pero tras el llanto, se levantó. Se limpió el rostro con la mano sucia de barro y tomó una decisión inquebrantable: iba a vivir. Iba a parir a esa criatura y atravesaría esa noche infernal. Porque rendirse significaba abandonar a cuatro vidas a su propia suerte, y eso, para Joana, era impensable.

La tormenta no daba señales de amainar. Las contracciones venían ahora en olas más cortas e intensas. El cuerpo de Joana se preparaba, la naturaleza tomaba el control. Comenzó a organizarse con lo poco que tenía. Buscó el único lenzuolo (sábana) limpio que guardaba como un tesoro para emergencias. Tomó la vieja tijera de costura y la pasó por la llama del lampión de queroseno para esterilizarla, tal como había visto hacer a la partera años atrás. Colocó un balde para recoger el agua de lluvia y preparó su lecho en el suelo.

Verificó una vez más a sus hijos. Agradeció que siguieran dormidos; no quería que vieran su dolor, no quería que esa imagen de sufrimiento se grabara en sus memorias infantiles. Volvió a su rincón, se sentó en el suelo y apoyó la espalda contra la pared de madera fría. Comenzó a respirar. Inhalar, exhalar. Contar hasta diez. Recordó sus partos anteriores: el primero con su marido y su madre vivos; el segundo, difícil pero con apoyo; el tercero, ya viuda y desesperada. Y ahora este, el de la soledad absoluta.

No sabía si sería niño o niña. No sabía si nacería bien. No sabía si ella sobreviviría a la hemorragia o al dolor. Solo sabía que debía empujar.

Cuando el dolor se volvió insoportable, se arrastró hasta el colchón. Y allí, empapada en sudor y agua de lluvia, comenzó a pujar. La fuerza que salió de ella no venía de sus músculos, sino de su alma. Era la fuerza de la supervivencia. No gritó para no despertar a los niños; solo gimió bajito, mordiéndose los labios hasta casi sangrar.

Empujó una, dos, tres veces, sintiendo cómo su cuerpo se abría, cómo la vida se abría paso entre la carne y el dolor. Y entonces, sintió algo deslizarse. Extendió la mano y tocó una cabecita húmeda y caliente. En ese segundo, el mundo se detuvo. La tormenta pareció silenciarse.

Joana terminó de sacar a la criatura, la trajo hacia su pecho, le limpió la carita con la punta de la sábana y esperó. Ese silencio aterrador de los primeros segundos se rompió finalmente con un llanto. Al principio débil, luego fuerte, indignado, vital.

Joana se derrumbó. No de tristeza, sino de un alivio oceánico. Abrazó a la niña —porque era una niña, pequeñita y magra— contra su pecho, aún unidas por el cordón umbilical. Lloró todo lo que había guardado durante años. Miró a esa niña como quien mira un milagro, porque eso era: un milagro nacido en el ojo del huracán.

Con manos temblorosas pero precisas, cortó el cordón con la tijera y lo amarró con un hilo grueso. Limpió a su hija, la envolvió en la tela limpia y la pegó a su piel para darle calor. Allí se quedó, escuchando la lluvia golpear el techo y los ronquidos de sus otros hijos, sintiendo por primera vez en mucho tiempo algo parecido a la paz.

Al amanecer, la tormenta había pasado. Solo quedaba el barro rojo, el goteo rítmico de los tejados y el canto lejano de un gallo que había sobrevivido a la noche. Cuando la luz del sol comenzó a entrar por las rendijas, el hijo mayor se despertó. Al ver a su madre en el suelo con un bulto en brazos, sus ojos se abrieron como platos.

—Mamá, ¿de dónde salió? —preguntó con la inocencia de quien aún cree en la magia.

Joana, pálida y exhausta, sonrió débilmente: —Dios nos la mandó, hijo. La mandó en la tormenta para que no olvidemos que después de la lluvia siempre sale el sol.

Le puso por nombre Esperança (Esperanza). No porque fuera un nombre bonito, sino porque era su estandarte. La promesa de que los días mejores vendrían.

La noticia del parto solitario corrió por el pueblo. Las vecinas, mujeres curtidas por la misma dureza del sertón, llegaron con platos de comida, pañales de tela y palabras de aliento. La vieja partera del pueblo, Doña Francisca, la examinó y sentenció: —Eres una guerrera, Joana. Esa niña va a crecer fuerte porque nació de una madre de hierro.

Los años pasaron y la vida no se hizo más fácil, pero Joana se hizo más fuerte. Trabajaba de sol a sol: lavando en el río, rozando tierra, cocinando. Por las noches, reunía a sus cuatro hijos y, aunque la cena fuera escasa, les alimentaba el alma con historias. Inventaba un mundo donde no había hambre ni frío, y sus hijos la escuchaban con ojos brillantes, aprendiendo a soñar.

Un día, casi un año después del nacimiento de Esperança, Joana regresaba del río con una pesada carga de ropa sobre la cabeza. Se cruzó con el Señor Agostinho, el dueño de las tierras donde vivía. Él, un hombre serio y de pocas palabras, se detuvo, se quitó el sombrero y le dijo:

—Joana, estoy vendiendo aquel pedazo de tierra al fondo, son unas tres hectáreas. Sé que no tienes dinero, pero también sé que eres una mujer de palabra. Vi cómo pariste sola aquella noche. Vi cómo crías a esos cuatro hijos sin pedir limosna. Si alguien merece un pedazo de suelo, eres tú. Págamelo como puedas, poco a poco. Cuando termines, será tuyo.

Joana sintió que las piernas le fallaban. ¿Era posible? ¿Tener algo propio? —Señor Agostinho —dijo con voz firme a pesar de las lágrimas—, le voy a pagar cada centavo. Aunque me tarde la vida entera. Y haré de esa tierra un hogar de verdad.

Y cumplió. Joana trabajó como una bestia de carga. Madrugaba para cultivar frijol, maíz y mandioca en su pequeña parcela, y luego se iba a trabajar para otros. Sus hijos crecieron trabajando a su lado. El mayor aprendió a cuidar animales; la del medio cosía; el tercero leía todo lo que encontraba; y Esperança, la niña de la tormenta, crecía con un liderazgo natural, siguiendo a su madre a todas partes.

Cinco años después, en una tarde seca de agosto, Joana entregó el último pago. El Señor Agostinho le dio un papel manuscrito, simple, pero que valía más que el oro. —La tierra es tuya, Joana. Y que Dios bendiga a esta familia.

Joana reunió a sus hijos en medio de su terreno, bajo una manguera que ella misma había plantado. —Esta tierra —les dijo con severidad y amor— no es solo tierra. Es sudor, es sangre y es lágrima. Es cada noche que no dormí y cada dolor que aguanté. Cuídenla con honra, porque la honra es lo único que nadie les puede quitar.

El tiempo siguió su curso implacable. Joana envejeció rápido, como sucede con los pobres del campo. A los 50 años, sus manos estaban deformadas por el trabajo y su espalda curvada. Pero su espíritu estaba intacto. Vio a sus hijos convertirse en personas de bien. Esperança estudió con dificultad, viajando en camiones de carga hasta la ciudad, y se convirtió en maestra. Regresó al pueblo para enseñar a leer a los niños, contando siempre la historia de su madre como lección de vida.

Una mañana tranquila, muchos años después, Joana sintió un dolor diferente en el pecho. No era dolor de trabajo, era el aviso final. Llamó a sus hijos, se sentó en su vieja silla bajo la manguera y les dijo: —He vivido todo lo que tenía que vivir. Sufrí lo que tenía que sufrir y amé todo lo que tenía que amar. Estoy cansada, pero estoy en paz. No lloren, porque dejo un legado que la muerte no toca.

Joana murió tres días después, durmiendo, sin tormentas, en la calma absoluta de quien ha cumplido su misión. Fue enterrada en su propia tierra.

Hoy, Esperança es una anciana. Se sienta en la misma varanda, ahora de una casa de ladrillo sólida, con cisterna llena y animales gordos en el corral. Mira a sus nietos y bisnietos correr por donde antes solo había barro y miseria. Mira al cielo estrellado del sertón y conversa con su madre.

—Valió la pena, mamá —susurra al viento—. Mira lo que construiste. La tormenta pasó, pero tú te quedaste.

La historia de Joana se convirtió en leyenda en Crato. No está en los libros de historia, ni tiene estatuas en las plazas. Pero vive en la memoria de su gente. Es la historia de que la fuerza no está en los músculos, sino en la decisión de no rendirse. Nos enseña que, aunque la noche sea oscura y la tormenta parezca eterna, somos hechos de una materia que el viento no se lleva y el agua no disuelve. Somos hechos de fe, amor y esperanza. Y mientras eso exista, siempre, inevitablemente, saldrá el sol.