Pero lo que nadie imaginaba es que detrás de su silencio había un corazón esperando ser salvado. Bienvenidos a Tiempos…

El silencio en la sala del trono era tan denso como el humo que salía de las antorchas. Astrid mantenía la cabeza erguida, aunque el corazón le golpeaba el pecho como un tambor de guerra. Frente a ella, su padre, el Harl de Norwald, caminaba de un lado a otro con las manos entrelazadas detrás de la espalda.

Afuera, la nieve comenzaba a caer como cenizas sobre el tejado de madera y el eco de los cuervos sobrevolando la aldea anunciaba que algo estaba por cambiar. “Has sido elegida”, dijo su padre sin mirarla. Mañana al amanecer partirás a las tierras del norte. Te casarás con Eirik de Barheim. Astrid sintió que el suelo se hundía bajo sus pies. ¿Qué estás diciendo? Es parte del tratado. El Consejo de Clanes lo aprobó esta mañana.

El único modo de sellar la paz después de tantos inviernos de sangre es con un lazo de sangre. matrimonio. Un rugido sordo nació en el pecho de Astrid. Dio un paso al frente y me lo dices así, como si fuera un saco de cebada que puedes intercambiar. El Harl levantó la mirada. Su rostro, sincelado por los años y las decisiones crueles, no mostraba emoción, pero sus ojos sus ojos estaban cansados.

No sabes lo que es ver morir asientos por una guerra que no pediste, hija. He hecho cosas que me persiguen al cerrar los ojos. Si este matrimonio impide otra masacre, entonces vale cada sacrificio. Astrid se giró hacia la ventana. El viento helado golpeaba el cristal. A lo lejos, entre los árboles cubiertos de escarcha, imaginó las tierras de Bargame, montañas oscuras.

fortalezas de piedra, lobos acechando en la niebla y al centro de todo Eikr había escuchado historias sobre él desde niña. Algunos decían que no hablaba desde la muerte de sus padres, otros que había arrancado el corazón de un traidor con las propias manos. Era un guerrero sin igual, forjado en fuego, temido por todos los reinos del norte.

Su nombre bastaba para silenciar tabernas y ahora sería su esposo. Esa noche Astrid no durmió. Empacó su capa de invierno, sus libros escondidos y el medallón que su madre le había dejado antes de morir. Cada objeto parecía un adiós. Cuando salió al patio al amanecer, su caballo la esperaba. Detrás de él dos escoltas armados.

¿Algún mensaje que quieras que entregue a tu nuevo señor?, preguntó uno con sarcasmo. Astrid subió al caballo sin responder. Ajustó la capa y sostuvo la mirada del hombre. Dile que no pienso inclinar la cabeza, ni siquiera en la noche de bodas. Los hombres soltaron una risa incómoda, pero ella no. Su espalda permaneció recta mientras la puerta de madera del castillo se cerraba detrás de ella, marcando el fin de una vida y el comienzo de otra.

Tres días cabalgaron por caminos helados, pasando por aldeas silenciosas y ríos congelados. Cada paso la acercaba más a él, a Airikr. La tarde del cuarto día, la fortaleza de Barheim apareció entre la niebla. Era más grande de lo que imaginaba, pero también más fría. No había adornos ni estandartes, solo piedra, metal y silencio. En las murallas, soldados vigilaban sin moverse. No saludaron, no sonrieron.

En el patio principal, Astrid bajó del caballo. El viento la azotó como una bofetada. Entonces lo vio un shirikr alto, vestido con una capa de piel negra y armadura de hierro oscuro, con cicatrices cruzándole el rostro y una barba espesa como los bosques del norte. Sus ojos eran de un gris tempestuoso, fijos en ella, como si pudieran atravesarla. No dijo una palabra.

Astrid de Norwald anunció el sacerdote. Aceptas a Eiker de Bargin como tu esposo en nombre de la paz entre clanes. Ella tragó saliva. Quiso correr, gritar, golpear algo, pero levantó el mentón. Acepto. El sacerdote giró hacia Erikr. Él no respondió. Solo asintió una vez. Con la mandíbula tensa, el lazo fue atado.

La ceremonia terminó en menos de 5 minutos. No hubo banquete, no hubo música, solo miradas frías y la sombra del deber. Eirikr caminó hacia ella. No la tocó, no la felicitó, solo dijo, “Sígueme.” Ella lo siguió. Y supo, al cruzar el umbral de piedra de esa fortaleza, que su vida anterior había muerto en el momento en que pronunció esa palabra, acepto. El pasillo era largo, angosto y helado.

Las paredes de piedra resumaban humedad y el eco de sus pasos parecía arrastrarse como un fantasma a través de los corredores. Street caminaba detrás de Eirikr sin decir una palabra, sin saber si debía mirarlo o mantener la vista en el suelo. La capa pesaba sobre sus hombros como una cadena y la tensión en el aire era tan densa que podía cortar con un cuchillo. Eriker no había vuelto a dirigirle la palabra desde el patio.

Tampoco había tocado su brazo ni ofrecido ayuda con sus pertenencias. Simplemente se movía como un lobo marcando territorio, sin prisa, pero con una presencia tan brutal que nadie se atrevía a interponerse. Pasaron junto a varios soldados que bajaban la mirada al verlo.

También criadas que desaparecían tras las puertas sin emitir sonido. Aquel castillo no era una casa, era una tumba de piedra con ventanas pequeñas y antorchas que apenas lograban vencer la oscuridad. Astrid se sintió tragada por las paredes como si algo invisible le robara el aliento. Finalmente se detuvieron frente a una enorme puerta de roble tallado.

Eikr la empujó sin esfuerzo y entró. Astrid lo siguió. Era una habitación austera, pero amplia. La chimenea crepitaba con fuego bajo y el mobiliario era de madera vieja. Una cama grande estaba en el centro. cubierta por pieles oscuras. Había un baúl, una mesa con mapas, una estantería con varios tomos antiguos y silencio.

Eikerr caminó hasta la ventana, abrió apenas las cortinas y luego se giró hacia ella por primera vez desde la ceremonia. Este será tu cuarto. Su voz era grave, pero no áspera. No te preocupes, no voy a tocarte. Astrid frunció el ceño. ¿Y por qué debería creerte? Eriker no respondió.

Caminó hacia el rincón, retiró su espada del cinturón, la apoyó contra la pared y comenzó a desabrochar lentamente las placas de su armadura. Ella no apartó la mirada, no por deseo, sino por desafío. Si él pensaba que iba a asustarla con ese silencio de piedra, estaba equivocado. “Dormiremos en la misma habitación porque es lo que esperan.” dijo sin mirarla. “Pero puedes tomar ese lado.

Yo no cruzaré.” “¿Y qué esperan exactamente?”, preguntó ella con una mezcla. de ironía y dolor, que tengamos hijos para unir los clanes como cabras de cría. Icker se quedó quieto como una estatua. Esperan que no nos matemos. Ya es suficiente. Astrid dio unos pasos hacia el fuego. Estaba helada. Extendió las manos para sentir el calor, pero no encontró consuelo.

Todo en ese lugar le era ajeno. El olor, la madera quemada, el silencio constante y él lo observó de reojo. Eriker se había quitado el manto, revelando un cuerpo cubierto de cicatrices. Hombros anchos, espalda marcada por heridas viejas, piel curtida por el combate. No era joven, pero tampoco viejo.

Tenía la edad exacta para haberse endurecido por la guerra y aún conservar algo que no supiera que poseía. Alma. ¿Siempre vives así? Preguntó ella sin pensar. Eiker levantó la mirada. Así como solo es más fácil. Fácil para quién no hubo respuesta. Astrid suspiró, caminó hacia la cama, dejó su capa sobre el extremo derecho y comenzó a desatar los cordones de sus botas.

Él la observó sin moverse, no como un hombre que desea, sino como un guardián midiendo al enemigo. Era frustrante, incómodo, pero también intrigante. No necesito tu compasión, dijo ella sin mirarlo. Y yo y yo no necesito tu aprobación, respondió él sin levantar la voz. El silencio volvió. Astrid se tumbó sobre las pieles sin meterse del todo bajo ellas.

Eikr tomó una manta extra del arcón y se instaló sobre una silla junto al fuego. Aparentemente dormiría allí. No se despidieron, no se miraron de nuevo, pero ella no cerró los ojos porque primera vez en su vida no sabía si esa noche iba a soñar. Cruest o a sobrevivir. El amanecer no trajo pájaros, solo viento.

Astrid abrió los ojos lentamente, envuelta en pieles ajenas y pensamientos aún más fríos que la piedra bajo su espalda. El fuego de la chimenea se había reducido a brasas silenciosas y la habitación olía a humo antiguo y madera húmeda. Eikr ya no estaba. Se sentó despacio con el cuerpo entumecido y el orgullo más despierto que nunca. Miró hacia la silla donde él había dormido la noche anterior.

La manta aún colgaba del respaldo, doblada con precisión. Ni una arruga, ni una huella, como si nunca hubiera estado allí. Durante los siguientes días, el patrón se repitió como un ritual silencioso. Al despertar, Astrid encontraba la habitación vacía. Al anochecer, Eikr volvía, se quitaba la armadura sin mirarla y dormía en la misma silla sin pronunciar más de tres palabras. A veces ni siquiera eso.

¿Vas a seguir ignorándome hasta que termine el invierno? Preguntó ella una noche sin mirarlo directamente. Eikr, sentado junto al fuego, afilaba una daga con movimientos lentos y rítmicos. No necesito conversación”, respondió al fin. “Solo cooperación”. Astrid apretó los dientes. “¡Qué romántico! Si tu intención es convertirme en un mueble decorativo del tratado, vas por buen camino.” Él detuvo la piedra de afilar.

“No pedí esto ni yo”, replicó ella de inmediato. Se quedaron en silencio de nuevo. Solo el fuego habló durante varios minutos. Las sombras danzaban en las paredes como espectros de algo que jamás existió entre ellos. En el castillo, la servidumbre apenas se atrevía a hablar con ella. La miraban con respeto forzado y algo de lástima.

A fin de cuentas, ¿quién querría ser la esposa del lobo del norte? Pero Astrid no era de las que se escondían detrás de muros. Empezó a recorrer la fortaleza con pasos firmes y mirada alta. Descubrió corredores secretos, salas cubiertas de polvo y libros antiguos que nadie parecía haber tocado en décadas. También notó que había pocos soldados, demasiado pocos para un hombre con fama de sanguinario.

Y los que estaban allí, aunque obedientes, no mostraban miedo, mostraban lealtad, no por obligación, sino por algo más profundo. Una noche, mientras cenaban en completo silencio, Astrid lo observó con atención. ¿Por qué nadie te teme dentro de estas paredes? Eikerr alzó la vista de su plato. Porque saben quién soy de verdad y quién eres.

Alguien que no deberías intentar conocer. Los días pasaban y aunque la rutina parecía la misma, algo comenzaba a cambiar. Pequeños gestos casi imperceptibles, un trozo de pan extra en su bandeja, una capa más gruesa doblada junto a su silla, una mirada que duraba un segundo más de lo necesario. Una noche, al regresar empapada por la nieve, tras una caminata solitaria, encontró una taza caliente esperándola en la mesa.

Él no dijo nada, solo estaba allí de pie junto al fuego con los brazos cruzados. Gracias”, murmuró ella tomando la bebida entre las manos heladas. Eikr asintió sin decir palabra y se giró hacia la ventana. Algunos rumores comenzaron a llegar de los pasillos. Habladurías de que la nueva señora tenía más valor del que aparentaba, que había discutido con él, que seguía viva, que caminaba libremente por el castillo como si no le temiera. Y eso impresionaba.

Una criada anciana, mientras le trenzaba el cabello se atrevió a hablarle. Mi esposo murió en la última guerra por proteger este castillo”, dijo en voz baja. Lord lo cargó sobre sus hombros durante cuatro leguas, solo para enterrarlo con honor. Astrid no respondió, pero esa noche lo miró distinto.

La tensión entre ellos seguía, pero ya no era la misma, no era fría, era densa, cargada, como si algo latiera en el aire cada vez que se cruzaban, como si ambos supieran que estaban midiendo el terreno antes de dar el primer paso. Y sin embargo, Eirikr se mantenía distante, siempre correcto, nunca cruel, pero tampoco amable. Una noche, Astrid se acercó a la ventana.

La nieve caía con fuerza afuera. cubriendo todo de blanco. Siempre nieva así en Barheim. Eikre, sentado a su lado, apenas giró la cabeza. No, este invierno está siendo más largo de lo normal. Ella lo miró. Tal vez porque los dioses están observando. Eikr sostuvo su mirada por primera vez sin barreras.

O tal vez están esperando que algo cambie. Astrid sintió un nudo en la garganta. no respondió. Pero esa noche, cuando él apagó el fuego y se acomodó en la silla, ella no pudo dormir porque por primera vez se preguntó si bajo toda esa armadura había alguien esperando ser salvado. La tormenta golpeaba con fuerza los muros de piedra de Barheim.

Afuera, el viento ululaba como una criatura herida, y la nieve caía en espirales furiosas que borraban cualquier señal de sendero o refugio. Era una noche para temerle a los dioses o para hablar con los fantasmas. Astrid no podía dormir. Había dado vueltas bajo las pieles durante horas, escuchando el crepitar del fuego, el aullido lejano de algún lobo y la respiración de Airic estaba en su silla como siempre, envuelto en su capa oscura, con los brazos cruzados y la cabeza apoyada contra la pared, pero no dormía.

Ella lo sabía. Podía sentir su vigilia, ese estado constante de alerta que parecía formar parte de su piel, como si no supiera vivir sin prepararse para un ataque. Entonces, sin pensarlo demasiado, Astrid habló. ¿Alguna vez fuiste niño? El silencio se estiró entre ellos, largo y tenso. Pensó que él no respondería.

Pensó que una vez más su pregunta caería al vacío, pero no fue así. No por mucho tiempo, respondió con voz baja y ronca. Ella se incorporó un poco en la cama. ¿Qué te lo quitó? Eriker giró la cabeza apenas. La luz del fuego dibujó sombras en su rostro. Sus ojos brillaban no con rabia, sino con recuerdos que parecían hechos de ceniza. La guerra. Pausa.

Mi padre murió defendiendo este castillo. Mi madre murió tratando de curar a los heridos. Después de eso, ya no hubo más juegos. Solo acero. Astrid bajó la mirada. No esperaba una respuesta tan directa. Lo siento. Él frunció ligeramente el ceño. No lo sientas. No me conocías. Pero eso no significa que no duela. Por primera vez, Eirik la miró como un hombre y no como un estratega, como si algo, en sus palabras hubiera perforado una capa de hielo que llevaba años sin derretirse.

Y tú, preguntó, “¿Cómo era tu vida antes de esto?” Astrid suspiró. Vivía con libros, canciones y planes. No era una princesa de acuentos. Mi padre me educó para ser fuerte, pero no esperaba convertirme en una ofrenda política. ¿Y estás enojada con él? Estoy enojada con todos, dijo sin dudar, con los que hicieron esta guerra, con los que la firmaron, con los que me miran como si llevara una soga invisible en el cuello.

Erik la observó en silencio. Después se levantó. Astrid se tensó. Era la primera vez que él se acercaba a la cama. desde que compartían la habitación. Pero él no la tocó, solo caminó hasta el arcón, sacó una botella de vidrio oscuro y dos pequeños cuencos de madera. Sirvió el líquido, algo fuerte y ambarino, y le ofreció uno. Ella lo aceptó con cautela.

Por los tratados que no se pueden romper, dijo ella con ironía, y por las guerras que aún no han terminado respondió él. Chocáron los en cuencos, bebieron. El calor de la bebida se expandió por la garganta como una llama suave. Astrid cerró los ojos un momento. Cuando los abrió, Erie se había sentado al borde de la cama, manteniendo una distancia respetuosa. “¿Siempre llevas la carga tú solo?”, preguntó ella con voz suave.

“¿Es más fácil que repartirla?” No siempre él la miró largo rato como si intentara decidir si sus palabras eran una amenaza o una promesa. No estoy acostumbrado a hablar, dijo al fin. Entonces escucha, a veces eso también es un acto de guerra. Una pequeña sonrisa, apenas un gesto en la comisura de sus labios, se dibujó por primera vez en el rostro de Erik.

No era burla, era gratitud o algo parecido. El fuego crepitó más fuerte, la tormenta seguía rugiendo afuera, pero dentro de esas paredes de piedra algo había cambiado. No era confianza, aún no, pero era un primer puente. Cuando Eik se levantó y volvió a su silla, no lo hizo como antes.

Y cuando Astrid se recostó, lo hizo sabiendo que al menos por esa noche no estaban solos. Al día siguiente, Astrid salió temprano antes que el sol despuntara por completo. La nieve cubría el patio como un sudario blanco y los árboles alrededor del castillo parecían estatuas congeladas por los dioses. Caminó en silencio, envuelta en un manto grueso. Sus botas crujían bajo el peso del hielo.

se dirigió hacia los establos, buscando una excusa para salir, para respirar un poco más allá de las piedras sombrías de Bargame. Allí, entre caballos inquietos y el vapor de Minento, los cuerpos tibios, encontró a una mujer de edad avanzada trenzando eno con manos curtidas. “¿Puedo ayudarte con algo?”, preguntó Astrid.

La mujer la observó con desconfianza al principio, pero luego bajó la mirada y asintió con respeto. Mi señora, no es costumbre que usted pise la tierra con los nuestros. No soy una estatua de mármol, respondió Astrid. Además, necesito entender este lugar si voy a vivir en él. La mujer, que se llamaba Sigrid, la miró un momento en silencio antes de soltar una frase que quedó flotando en el aire como aliento helado.

Si quiere entender este lugar, debe entender a él. Astrid se detuvo. Eirikr Sigrid asintió. Muchos piensan que es una bestia, otros que no tiene alma, pero no todos conocen su historia y pocos tienen el valor de mirarlo a los ojos por más de un latido. Astrid la observó en silencio.

Sigridó trabajando, pero su voz se volvió más baja, más íntima. Cuando era solo un muchacho, vio morir a sus padres durante el sitio de Barheim. No lloró, no gritó. se levantó, tomó la espada de su padre, aún manchada de sangre, y defendió este lugar como si fuera el único pedazo de mundo que le quedaba.

Durante cinco días y cinco noches, lideró a hombres tres veces mayores que él. Astrid sintió un nudo en el pecho. Era solo un niño y ya no volvió a hacerlo. Desde entonces no vivió para sí mismo, solo para su pueblo, para no volver a ver morir a nadie más bajo sus muros. se convirtió en el lobo que todos necesitaban, aunque eso significara perderse a sí mismo. Sigrid levantó la mirada firme.

No lo odie por su silencio, mi señora. A veces el silencio es el único escudo que nos queda. Esa tarde Astrid caminó por la galería superior del castillo, donde los ventanales mostraban vistas de los valles helados. Llevaba un libro abierto, pero no lo leía. Su mente estaba llena de imágenes que no le pertenecían.

Un niño de pie entre cadáveres, una espada más grande que sus brazos, un fuego que lo consumía sin devorarlo del todo. Cuando Eirik entró al salón de entrenamiento al anochecer, la encontró allí sentada en un banco observando las armas alineadas en las paredes. Viniste a pelear. preguntó con ironía. Ella alzó una ceja.

Solo estoy conociendo tu mundo, o eso también está prohibido. Eric dejó caer su capa y se acercó a la mesa donde reposaban varias dagas, hachas y espadas. Tomó una de ellas con cuidado, se la tendió. ¿Sabes usarla? Sé no cortarme con el filo respondió ella. De momento es suficiente. Él esbozó una leve sonrisa, apenas un suspiro. Eso es un comienzo. Astrid se levantó. Tomó la espada con ambas manos, pesada, desequilibrada.

Dio un par de pasos torpes. Parece más fácil en las historias. En las historias no sangras, dijo él. Luego se colocó detrás de ella sin tocarla. Su voz era suave, directa, los pies firmes, las muñecas firmes pero flexibles, el filo siempre visible para ti. Tu vida depende de tu postura, no de tu fuerza.

Ella intentó seguir las indicaciones, no era torpe, pero tampoco hábil. Se giró frustrada. ¿Cómo aprendiste tú? Eikre miró al vacío un segundo. Sobre cuerpos que ya no están para contarlo. Ella bajó la espada. Lo siento, no quería. Está bien, pausa. No, todos tienen el lujo de aprender con tiempo.

Algunos lo hacemos por instinto o morimos. Astrid respiró hondo. Lo observó un momento. ¿Por qué no me enseñas? Eriker la miró sorprendido por la petición directa. Porque no vine a ser maestro de nadie. Entonces, enséñame como soldado. Si la guerra regresa, no quiero morir inútil. Los ojos de Eiker se endurecieron.

La idea de una nueva guerra parecía sacudir algo profundo en él. Finalmente asintió. Mañana al amanecer. No faltes. Esa noche, de vuelta en la habitación, compartieron la misma rutina, pero algo era distinto. Astrid se recostó con una determinación nueva y Eirikr permaneció sentado junto al fuego, pero esta vez con la espada envainada a un lado y una segunda manta sobre sus piernas.

Cuando el viento ahuyó contra la ventana, ella lo miró de reojo. Gracias por hoy. Él no respondió de inmediato, pero antes de que el sueño la atrapara, lo oyó decir en voz baja, gracias por no tener miedo. Y aunque ambos estaban separados por sombras y recuerdos, esa noche durmieron menos solos que nunca. El sol apenas había tocado las montañas.

Cuando Astrid se presentó en el patio de entrenamiento, el aire helado mordía su rostro y su aliento formaba nubes frente a sus labios. Llevaba una capa gruesa, el cabello recogido en una trenza apretada y los ojos decididos. En el centro del patio, sobre la nieve pisoteada y endurecida, Eirik ya la esperaba. No dijo palabra al verla, solo señaló una espada de entrenamiento de madera que reposaba sobre un tronco cortado. Astrid la tomó con ambas manos.

Hoy aprenderás a caer dijo él con seriedad. No es mejor aprender a golpear primero no respondió. Cualquiera puede golpear. Solo los que saben caer sobreviven. Y así comenzaron. Los movimientos eran duros. exigentes. Astrid caía una y otra vez sobre la nieve, levantando vapor a cada impacto. Eric no suavizaba sus indicaciones, pero tampoco se burlaba.

Era preciso, honesto, como si cada corrección no viniera de la impaciencia, sino de la experiencia. Tus pies más abiertos. Estás cediendo espacio al enemigo, decía él. Quizás el enemigo necesita más espacio que yo respondía ella jadeando. El enemigo nunca lo necesita, solo lo toma. Al final del entrenamiento, sus brazos temblaban y sus piernas parecían hechas de plomo.

Pero había una chispa nueva en su mirada, una satisfacción diferente. Cuando soltó la espada, Erik la miró. Para ser una noble, no eres tan frágil como pensaba. Astrid lo miró con una ceja alzada. Y tú, para ser un monstruo, no enseñas tan mal. Un silencio cómodo se instaló entre ellos y en ese momento por primera vez Eric no pareció una sombra, sino un hombre fatigado, presente.

Más tarde, Astrid decidió hacer algo por su cuenta. Entró a las cocinas desafiando miradas sorprendidas y pidió ingredientes de su aldea natal. No fue fácil convencer al cocinero, un hombre robusto, que no comprendía por qué la esposa del Señor quería ensuciarse las manos, pero finalmente cedió ante su insistencia.

Pasó horas allí mezclando especias, preparando caldos, removiendo recuerdos. El olor a eno, cebolla y clavo llenó el aire. No era un banquete, era un pedazo de hogar. Esa noche, al regresar al cuarto, encontró a Eirikr quitándose los guantes junto al fuego. ¿Tienes hambre?, preguntó ella. Él la miró con desconfianza. Siempre tengo hambre, pero no suelo confiar en extraños.

Ella dejó un cuenco de madera sobre la mesa. Entonces, considérame una menos extraña. Es estofado de salmón al estilo de Norwald. Si no lo pruebas, lo lamentarás. Eikr se acercó, tomó la cuchara y probó una pequeña porción. Masticó lentamente, luego tragó sin decir nada. Astrid lo observaba como si esperara el veredicto de un dios antiguo. Está caliente, dijo él.

Solo caliente y bueno, muy bueno. Astrid sonríó. Tal vez no sepa blandir una espada, pero sí sé vencer con un cucharón. No hablaron más esa noche, pero cuando ella despertó en la madrugada, lo encontró dormido, no en la silla, sino sobre una piel tendida en el suelo, cerca del fuego.

Aún mantenía la distancia, pero ya no parecía una prisión, era elección. Y sobre la mesa, el cuenco estaba vacío. Al día siguiente los entrenamientos continuaron, cada día un poco más intensos. Erik lacía repetir los movimientos hasta que los pies le ardían. Astrid aprendía rápido, no porque quisiera luchar, sino porque quería comprender.

Cada corrección era más suave, cada mirada más larga. En una de esas tardes, tras un ejercicio de esquiva, Eiriker se acercó por detrás y con voz baja dijo, “Estás leyendo mis movimientos. Muy pocos logran eso. Eso es un cumplido. Es una advertencia. Ella sonríó sin miedo. Entonces voy por buen camino. La noche siguiente, mientras cenaban en silencio, Astrid le hizo una pregunta que no había tenido el valor de formular antes.

¿Por qué nunca sales del castillo? Eriker dejó la copa sobre la mesa. Porque allá afuera todos creen conocerme. Aquí nadie lo intenta. Yo lo intento. Él la miró largo, firme. Tú eres diferente. Eso es bueno. Aún no lo he decidido. Astrid sostuvo su mirada. Pues decídelo pronto, porque estoy cansada de hablar con la pared.

Eiker bajó la mirada por primera vez y aunque no respondió. Esa noche, cuando se acercó al fuego, lo hizo sin armadura, solo con una camisa simple, humano. No había besos, ni caricias, ni palabras dulces, pero había algo creciendo, silencioso, lento, como las raíces de un árbol bajo la nieve. La mañana amaneció con neblina cerrada.

El cielo era una sábana gris espesa que oprimía el aire y el frío se colaba por las rendijas del castillo como un animal invisible. Astrid se levantó antes de que encendieran las antorchas del pasillo. Se vistió en silencio, se trenzó el cabello sola y descendió al patio con la misma determinación con la que había cruzado el umbral de Barheim días atrás. Allí estaba él como siempre, Eirik K.

De pie junto al bastión, el cabello recogido en una trenza baja, sin armadura, con una túnica de lino grueso y las manos cruzadas detrás de la espalda. Al verla no dijo palabra, solo extendió una espada de entrenamiento más pesada que las anteriores. Era una réplica de hierro sin filo, pero su peso real hacía que el brazo doliera tras cada golpe. Astrid la tomó sin titubear.

Hoy aprenderás a girar, dijo él, a usar tu peso, no contra él, a convertir tu debilidad en impulso. Ya me lo estás enseñando desde que llegué, murmuró ella blandiendo la espada. Erikr esbozó una sombra de sonrisa, apenas un eco en su rostro, y comenzó el ejercicio. Una, dos, tres veces. Astrid giraba. esquivaba, caía, se levantaba. Su cuerpo se acostumbraba al peso, al equilibrio, a leer los pies de él antes de que moviera la espada.

Los ruidos de los golpes sordos se mezclaban con el jadeo de su respiración y las órdenes secas que él le lanzaba con firmeza, pero sin dureza. Caderas, decía. El giro empieza en las caderas, no en los brazos. Me estoy girando entera”, protestaba ella, y me voy a desarmar por completo. Entonces vuélvete un arma entera.

Nadie sobrevive siendo mitad guerrera. En un giro mal hecho, Astrid tropezó. Su bota resbaló en la nieve húmeda y cayó de rodillas frente a él. Eriker dio un paso hacia ella. Ella levantó la mirada. Respiraba agitada, la nieve pegada a su rostro, las mejillas rojas, las manos heridas. Él le tendió la mano.

Por un instante ella dudó, pero la tomó. Y fue la primera vez que se tocaron. Sus dedos eran cálidos, firmes. La levantó con facilidad, pero no soltó su mano de inmediato. Ambos se miraron. Por un segundo eran maestro y aprendiz, ni enemigos de clanes distintos, solo dos cuerpos latiendo al mismo ritmo. Eikr apartó la mirada primero, soltó su mano sin decir nada y dio media vuelta.

El entrenamiento ha terminado por hoy. Esa tarde Astrid subió a la torre de vigilancia buscando aire. Desde allí se veía todo el valle blanco, inmenso, implacable. El castillo parecía una fortaleza flotando sobre la nada. Pensó en las palabras de su padre antes de partir en su antigua vida. ¿En quién era ella ahora? Una mujer casada con el guerrero más temido de los reinos, que le enseñaba a luchar como si le estuviera confiando su alma.

Sigrid apareció detrás de ella envuelta en una manta. “Estás aprendiendo rápido”, dijo la anciana. Solo trato de no morir en el intento. Tú no lo ves, pero él te está cediendo cosas que nunca ha dado a nadie. Astrid no respondió. No quería ilusionarse. No quería pensar que esa cercanía significaba algo más que respeto.

Pero cada vez que Eikr la corregía en el entrenamiento, había algo en su voz, una suavidad que se colaba entre las órdenes, una pausa que antes no existía. Esa noche, mientras comían en silencio, Astrid rompió la rutina. ¿Por qué lo haces? Eiker levantó la vista. ¿Qué? Enseñarme, cuidarme, protegerme, como si lo hubieras prometido.

Es por el tratado. Él dejó la copa sobre la mesa. Porque si alguna vez no estoy, quiero que sepas defenderte. La frase cayó como un cuchillo sobre la mesa, no por su crudeza, sino por la ternura oculta. Astrid tragó saliva. Y planeas no estar siempre hay guerra al norte y yo soy parte de ella. Ella bajó la mirada.

No quiero que mueras. Eikre no respondió, pero cuando se levantó apagó las velas con lentitud, como si tampoco quisiera terminar esa conversación. Al meterse en la cama, Astrid notó que el fuego seguía encendido. Eigr no estaba en su silla. Había extendido una manta junto al hogar como las últimas noches.

Pero esta vez su espada estaba del otro lado del cuarto, desarmado. Era un gesto silencioso, íntimo. Ella cerró los ojos con una sonrisa que no mostró a nadie porque ahora lo sabía. La distancia entre ellos se estaba llenando de algo que no se podía nombrar aún más sí sentir. La primavera aún estaba lejos, pero el hielo del patio comenzaba a derretirse, al menos entre ellos.

Los entrenamientos se tornaron rituales diarios. Astrid ya no temía la espada. Sus movimientos eran más firmes, sus giros más seguros. Su cuerpo ya no era extraño al esfuerzo y su respiración se acompasaba con la de Eirik en cada paso, como si compartieran un mismo compás secreto.

Cada día él exigía más y cada día ella entregaba más. No por él, por sí misma, porque algo en su interior había despertado, una fuerza que no dependía del apellido que llevaba ni del castillo en el que vivía. Ahora, ordenó Erikr una mañana, defiéndete como si fuera tu última pelea. Astrid giró la espada, se impulsó con los pies y bloqueó el golpe de él con un impacto seco. El eco retumbó en el patio.

Los dos se quedaron congelados por un instante, respirando con fuerza. Sus ojos se encontraron. No había rabia, había fuego. Él bajó la espada primero. Has mejorado. Eso fue un alago. Fue una advertencia, replicó él, pero sonrió. De verdad, por primera vez desde que ella había llegado a Bargame, Astrid lo miró como si no pudiera creerlo.

Ríes muy de vez en cuando. Deberías hacerlo más seguido. Te cambia el rostro. Él alzó una ceja. ¿Para bien? Para algo más humano, Erik rebajó la mirada incómodo, pero no dejó de sonreír. Siguieron entrenando hasta que el sol comenzó a declinar y cuando terminaron no se alejaron como antes.

Caminaron juntos hasta la entrada del castillo sin hablar. Pero caminando lado a lado en los pasillos, los murmullos ya no eran de temor, eran de asombro. ¿Viste como la mira? Decían algunos soldados entre susurros. Ella lo hace reír. Es como si ella le quitara el peso del hierro que siempre lleva encima.

Sigrid, la anciana, los escuchaba y solo sonreía en silencio, porque ella sabía. Había visto reyes caer por menos que una mirada así. Una tarde mientras nevaba suave. Eikre condujo a Astrid hasta una sala que ella no conocía. No era gran cosa, solo una biblioteca vieja con estanterías cubiertas de polvo y ventanas angostas, pero allí había algo que le arrancó el aliento, música.

Un viejo instrumento de cuerdas reposaba en una esquina roto, pero no olvidado. Es enduyo preguntó ella, acariciando las cuerdas desgastadas. Era de mi madre, respondió él. Solía tocarlo en las noches antes de dormir. Después de su muerte, nadie volvió a entrar aquí. Astrid se sentó en el suelo, cruzó las piernas y comenzó a afinarlo con dedos torpes. Quizás sea hora de que vuelva a sonar.

Eirik se recostó contra la pared, observándola. La luz entraba por la ventana y bañaba su cabello trenzado, su rostro inclinado con concentración. Por un instante, todo en él se ablandó, como si cada capa de hielo se diera ante el calor de esa escena. Ella pulsó una nota torcida, luego otra, luego otra más suave.

Si puedo blandir una espada, puedo aprender a tocar esto. Eres terca. Soy libre. Él asintió. Eso es aún más raro que la música. En estos tiempos, esa noche cuando regresaron al cuarto, Astrid dejó una pequeña flor seca sobre la mesa de noche. No dijo nada, solo la dejó allí. La había encontrado entre los libros olvidados de la sala.

Erie Creo. Se acercó con cautela como si temiera romperla solo con la mirada. ¿Qué significa? Preguntó. que incluso en los lugares más fríos puede crecer algo vivo. Él no respondió, pero tomó la flor y la colocó entre las páginas de un libro. Luego la cerró con cuidado, como si guardara un secreto. En los días siguientes, la rutina cambió sutilmente.

Eiker la esperaba para desayunar. A veces, cuando entrenaban, sus manos se rozaban más de la cuenta. En las noches, el fuego se mantenía encendido hasta más tarde. Ninguno de los dos lo decía, pero ya no estaban construyendo solo confianza.

Estaban aprendiendo el ritmo del cuerpo, el peso de una mirada, el valor de una pausa antes de tocar, la música de dos silencios compartidos. En una madrugada helada, Astrid despertó agitada por una pesadilla. Sentía el pecho oprimido, las manos sudadas. Se sentó respirando con dificultad. Eriker estaba en su lugar junto al fuego, pero sus ojos estaban abiertos. ¿Qué viste?, preguntó con voz grave.

Mi padre muriendo y yo, sin poder hacer nada. Él se acercó, no se sentó en la cama, no la tocó, solo se arrodilló frente a ella. Mientras respire, nadie te va a tocar sin pasar por mi espada. Astrid lo miró y por impulso le tomó la mano. No hubo palabras, no hubo promesas, solo piel sobre piel.

Y la certeza de que aunque no lo dijeran, ya no eran extraños. La nieve había comenzado a ceder lentamente, dejando a la vista los primeros rastros de barro y tierra húmeda. Las aguas del río cercano ya no estaban completamente congeladas y el sol, aunque tímido, comenzaba a teñir las murallas de Vheim. Con tonos dorados al atardecer, los entrenamientos seguían, pero algo había cambiado.

Ya no eran solo rutinas físicas, eran encuentros, diálogos silenciosos con el cuerpo. Sus espadas chocaban con menos violencia y más precisión. Sus respiraciones una frente a la otra se sincronizaban como tambores de guerra que ya no anunciaban peligro, sino deseo contenido. Ese día entrenaban en un claro del bosque, más allá de los muros.

La tierra húmeda hacía difícil mantener el equilibrio y el viento jugaba con los cabellos de Astrid que se le pegaban al rostro a cada giro. “Gira con la cadera, no con la espalda”, indicó Eirikr. Estoy girando todo mi cuerpo, incluyendo mis pensamientos, resopló ella jadeando. “Entonces piensa más bajo en tus pies.

” Ella se lanzó hacia él en un movimiento rápido, pero perdió el equilibrio por el barro y cayó sobre sus rodillas. Eikr se acercó para ayudarla. Astrid alzó la vista y en un segundo todo se detuvo. Él estaba demasiado cerca. Ella estaba en el suelo con la respiración entrecortada. Su mirada se encontró con la de él y en lugar de ofrecerle la mano, Eiker la contempló por primera vez sin armadura, sin escudo, sin palabras.

Astrid, en un gesto que no pensó, le tocó el dorso de la mano con la suya. Sus dedos estaban fríos, los de él tibios, se rozaron, no se aferraron. Fue apenas un roce, pero bastó para encender algo entre ambos, como una chispa en una habitación oscura. “Tus manos,” murmuró ella, son firmes, pero no duras. “Y las tuyas, él bajó la voz, tiemblan, pero no retroceden.

” Eikr la ayudó a levantarse, pero cuando lo hizo, no soltó su mano. De inmediato la sostuvo con fuerza, con pausa, con algo que no se atrevía a nombrar. Los ojos de Astrid viajaron de sus labios a sus pupilas, buscando una señal, una rendija, un permiso. Pero Erik, como tantas veces, fue quien se retiró primero, dio un paso atrás, bajó la mirada y soltó su mano lentamente.

“Ya has aprendido a caer”, dijo con tono más seco. “Ahora aprende a no dejarte caer por nada más de regreso al castillo.” No hablaron. Caminaron en silencio juntos, pero no cerca, como si cada paso sobre el lodo fuera un intento de enfriar algo que ambos sabían que ardía.

Astrid llegó a la habitación primero, se quitó el manto, sacudió la tierra seca de sus botas y se sentó al borde de la cama. No quería cenar, no quería dormir, solo pensar cómo era posible que un solo gesto, una sola mano la hubiera hecho temblar más que una espada en el cuello. Eikr entró después, caminó directo hacia la mesa, dejó su espada con un golpe seco y luego se detuvo junto al fuego.

Parecía inquieto, como si algo en él se resistiera a su propio cuerpo. ¿Estás molesto?, preguntó Astrid sin volverse. No. Entonces él se giró hacia ella. No sé qué hacer contigo. La frase cayó como un susurro que no estaba destinado a ser oído. Astri se levantó, caminó hasta quedar frente a él.

¿Y qué harías si supieras? Eikard la miró fijo, como si esa fuera la batalla que más temía. Probablemente me perdería. Entonces, tal vez ya estés perdido. Ella alzó una mano, la colocó con suavidad sobre su pecho, justo donde el latido golpeaba fuerte, desesperado, humano. No era un guerrero ahí, era un hombre. Siendo alcanzado, Eirikr bajó la mirada, cerró los ojos, atrapó la mano de ella entre las suyas, la sostuvo, luego la bajó lento hasta que quedó colgando entre ellos. No, hoy”, dijo con voz ronca. No así. Astridó en silencio. No

lloró, no reclamó, solo le ofreció algo que él no estaba acostumbrado a recibir. Tiempo. Esa noche durmieron cada uno en su lugar, pero no en sus mundos, porque las manos que no se soltaron en el claro seguían tocándose en la memoria y los latidos que no se unieron ya habían marcado un mismo ritmo.

El solsticio llegó con cielos despejados y un frío cortante que hacía crujir las ramas secas y mordía las mejillas como pequeños cuchillos de cristal. Sin embargo, dentro de las murallas de Bargame, algo diferente palpitaba en el ambiente. Por primera vez en mucho tiempo había música, había risas, había fuego encendido, no solo en las chimeneas, sino en los corazones.

Astrid lo notó desde el amanecer. Los soldados caminaban con paso más ligero. Las criadas llevaban flores secas trenzadas en el cabello. Las barricas de hidromiel eran transportadas al gran salón y sobre las puertas colgaban runas de paz y abundancia.

¿Qué celebran?, preguntó a Sigrid mientras la anciana acomodaba su vestido azul oscuro. “El fin del invierno”, respondió ella con una sonrisa. “El día más largo del frío y el más corto de la oscuridad. Es una noche para renacer.” Astrid se miró al espejo de cobre. Había bordado con sus propias manos ese vestido. Era sencillo pero firme. Su cabello suelto caía en ondas suaves con una trenza que descendía sobre el hombro derecho.

Sus ojos eran los de una mujer que ya no se sentía prisionera. Cuando entró al gran salón, los murmullos comenzaron, algunos por respeto, otros por sorpresa y unos pocos por admiración. Pero Astrid solo buscaba una mirada y la encontró. Eikre estaba junto al trono menor, sin armadura, con una túnica negra de lino grueso y bordes plateados, el cabello recogido en una trenza baja, la barba recién recortada, más que un guerrero, parecía un rey silencioso.

Sus ojos se cruzaron y él en tiempo se detuvo. La música llenó el aire. Las cuerdas del salterio vibraban en armonía con los tambores de piel. Las parejas comenzaron a danzar. Soldados con sus esposas, jóvenes del pueblo con sonrisas tímidas, viejos con los pies aún sabiendo el ritmo del bosque.

Astrid permaneció cerca de las columnas, observando el calor del fuego contrastaba con el hielo que aún residía en el centro de su pecho. “Quería danzar, pero no con cualquiera. ¿No bailas?”, preguntó una voz grave a su lado. Eik estaba de pie junto a ella, las manos a la espalda, la mirada fija en los músicos. No me lo han pedido, respondió ella sin girarse. Entonces te lo pido yo. Astrid lo miró.

Por un instante, el salón se volvió niebla. Solo estaban ellos dos. Él extendió la mano y ella la tomó. El silencio cayó sobre los presentes. Las risas cesaron. Todos los ojos se clavaron en la pareja que entraba al centro del salón. El guerrero más temido de los nueve reinos y la hija de Norbalt, la mujer que llegó como una ofrenda de paz.

Pero allí, en ese círculo de luz, no había guerra, había fuego contenido. Eikr la guió con firmeza. Sus pasos eran precisos, casi ceremoniales. Astrid seguía el ritmo, no como una aprendiz, sino como una igual. Cada giro, cada cambio de dirección era una conversación sin palabras. La música parecía ceder ante ellos. El tiempo se estiraba en cada mirada. “¿Estás segura?”, murmuró él sin mirarla.

Y tú estás temblando, respondió ella con una sonrisa apenas visible. Los cuerpos no se tocaban más de lo necesario, pero la tensión entre ellos era como un lazo invisible, apretado, vibrante. Cuando la música cambió de tono, Eriker la giró suavemente y su cabello rozó el hombro de él. Fue un instante, un rose, pero bastó para que ambos contuvieran el aliento.

Al detenerse, quedaron frente a frente. Los aplausos estallaron, pero ellos no los oyeron. Sus ojos seguían fijos. Y en esa mirada había más promesas que en cualquier voto. Se separaron en silencio. Eikre hizo una leve inclinación de cabeza. Astrid le devolvió una reverencia.

Luego él desapareció entre las sombras como si la multitud lo tragara. Ella regresó a su rincón junto a la pared, con las manos aún temblando. Sobre su silla había un objeto, una piedra pulida, pequeña, negra, con una runa grabada a mano, la runa de protección, la misma que pertenecía al linaje de Eiker, un símbolo que solo se entregaba a aquellos que uno juraba defender con la vida.

Astrid la sostuvo en la palma, cerró los ojos y sonríó. No necesitaba que él lo dijera. Él la había elegido. Esa noche él no volvió a la habitación. Ella tampoco preguntó porque ambos sabían que aunque no compartieran el mismo espacio, ya compartían el mismo destino.

El eco de los tambores del solsticio aún flotaba en los corredores de Vargheim cuando llegaron las noticias. Fue al amanecer. La nieve seguía cubriendo los caminos, pero ya no era pura ni serena. Estaba pisada, sucia, marcada por cascos de caballos desconocidos y por pasos veloces. Un joven jinete entró por las puertas principales con el rostro cubierto de escarcha y miedo.

“Mensajes del norte”, dijo jadeando. Movimiento en los antiguos territorios de Skolheim. El clan de Ibar ha comenzado a reagruparse. La sala quedó en silencio. Astrid escuchaba desde el pasillo detrás de una columna, mientras los consejeros rodeaban a Eirik con susurros cargados de urgencia.

Si cruzan el paso de Hrafn, estarán a tres días de aquí”, advirtió uno. “Y si buscan venganza por el tratado, vendrán por ella”, murmuró otro lanzando una mirada fugaz hacia Astrid. Eikre no respondió de inmediato. Estaba de pie, con los brazos cruzados, observando el mapa extendido sobre la mesa, pero sus ojos no estaban en los caminos, estaban lejos, en la memoria, en la herida que ese nombre habría.

Ibar, un nombre que traía sangre, traición y el inicio de todas las guerras que Eirikr había jurado terminar. Esa noche Astrid lo encontró solo en la torre más alta del castillo. No llevaba capa. El viento le golpeaba el rostro como un castigo, pero él no se inmutaba.

Estaba inmóvil, con las manos apoyadas sobre la piedra del balcón, observando las montañas al norte. Ella no dijo nada al principio, solo se acercó lo suficiente para compartir el frío. Es verdad. preguntó finalmente, “¿Van a atacar?” Eriker asintió. “Es solo cuestión de tiempo. ¿Y piensas salir a pelear?” “No tengo elección.” Astrid lo miró.

“Siempre tienes elección.” Él giró el rostro hacia ella. Sus ojos no tenían ira, tenían peso, como si cargaran años de decisiones tomadas con el cuerpo y no con el alma. Si no peleo, cruzarán las fronteras, matarán inocentes, romperán el tratado. Volveremos al principio.

Y si no regresas, entonces tú deberás quedarte de pie, dijo sin titubear. Por eso te entrené, por eso te observé cada día, porque sabía que este momento llegaría. Astrid tragó saliva. Quería gritar. quería pedir que no fuera, pero también sabía quién era él. Sabía que había nacido para proteger, incluso a costa de sí mismo. “Te odio”, susurró.

“Lo sé, pero no puedo perderte.” Eikr dio un paso hacia ella. No la tocó, pero su voz se quebró apenas. Entonces, recuerda esto, Astrid. No luches por mí, lucha por ti, por lo que has construido, por lo que ahora eres. Ella lo miró fijamente. Luego alzó la mano y tocó su mejilla. Fue la primera vez que él no retrocedió.

Sus frentes se rozaron, sus respiraciones se mezclaron. Estaban tan cerca que el frío dejó de existir. “Quiero que vuelvas”, dijo ella temblando. “Si el destino lo permite, volveré como hombre. Y si no, entonces moriré sabiendo que fuiste lo único que no quise soltar.

A la mañana siguiente, el castillo despertó con pasos apresurados, armas afiladas, órdenes cortas. Eiker se preparaba para partir. Astrid lo observó desde el umbral de la torre con el corazón hecho nudos. Antes de subir a su caballo, Eirik se acercó. Le entregó una carta doblada con precisión. sellada con su propia sangre. No la abras a menos que no regrese.

Astrid sostuvo la carta contra el pecho ecr se inclinó hacia ella y esta vez no hubo barreras. La besó lento, firme, con una ternura que contrastaba con la brutalidad del mundo. No fue una dios, fue una promesa. Y cuando él montó y partió con sus hombres sin mirar atrás, Astrid supo que su lugar ya no era el mismo.

Ahora tenía un castillo que cuidar, un pueblo que la miraba con nuevos ojos y un amor que ardía en medio del hielo. Puertas de Bargheim se cerraron detrás de los jinetes como un lamento ahogado. Desde 19. Lo alto de las murallas, Astrid los observó hasta que se convirtieron en sombras fundidas con la niebla. No lloró, no gritó, no corrió tras él, solo apretó la carta contra el pecho, como si sus dedos pudieran mantener vivo el calor de aquel último beso.

El castillo parecía más grande sinar, más frío, más hueco, más silencioso. Pero Astrid no se quebró. Al anochecer reunió a los guardias, a los capataces, a los cocineros, incluso a las criadas. Todos se congregaron en el gran salón confundidos esperando órdenes. Ella caminó hasta el centro con una capa oscura que le cubría los hombros y el cabello trenzado con la runa de protección que él le había dado. Subió al estrado y habló.

Lord Ericer partió no solo para defender nuestras fronteras, sino para proteger todo lo que hemos construido aquí. Esta fortaleza, este hogar, esta tregua no fue ganada con palabras, sino con sangre. No dejaremos que lo destruyan. No mientras yo respire, nadie se atrevió a interrumpirla.

No soy una reina, no soy una guerrera completa, pero soy su esposa y mientras él esté fuera, esta tierra responderá a mi voz. Los primeros en asentir fueron los soldados más viejos, luego los jóvenes, luego Sigrid, firme, orgullosa. Y finalmente, uno a uno, todos bajaron la cabeza en señal de respeto.

Esa noche Astrid no durmió, recorrió los corredores, supervisó las puertas, revisó el almacén de víveres, ordenó duplicar las rondas de vigilancia. Se negó a ser solo un símbolo. Ahora era raíz, era piedra. Los días pasaron, las noticias eran escasas. Uno de los mensajeros que había acompañado a Eirikr regresó con heridas y relatos breves. Habían encontrado resistencia en las montañas.

Ibar había reunido más hombres de lo esperado. Eikr peleaba como un lobo acorralado. Sin piedad, sin descanso. Astrid escuchó todo en silencio, pero cada noche escribía cartas que nunca enviaba, confesiones que guardaba bajo la almohada. No sabía si Eik volvería, pero necesitaba que sus palabras existieran en algún lugar del mundo.

Una tarde, los vigías detectaron movimiento al este. No eran enemigos, era un grupo de refugiados, mujeres, ancianos, niños. Habían escapado de un pueblo destruido por los hombres de Ivar. Astrid los recibió en persona. Les ofreció comida, abrigo y camas en los establos. Algunos no creían que la esposa del lobo de Bargame les ofreciera cobijo.

Aquí no se cierra la puerta a quien huye del infierno. Les dijo, ni aunque el infierno lleve el nombre de un enemigo antiguo, su voz resonaba firme, justa, como una llama que no se apaga con el viento, pero todo poder tiene su precio. Una noche, uno de los guardias irrumpió en la habitación de Astrid con el rostro pálido. Mi señora, ha llegado un herido, dice venir del frente.

Trae noticias de Eriker. El corazón de Astrid se detuvo por un segundo. Bajó de inmediato. En la enfermería encontró a un joven guerrero cubierto de barro, sangre, seca y temblores. ¿Habla?, preguntó ella. El herido asintió débilmente. Lo vi con mis propios ojos. Cayó del caballo. Peleó hasta el último aliento, pero lo arrastraron entre la niebla.

Nadie sabe si vive o si ya no pertenece a este mundo. Astrid sintió que el piso desaparecía bajo sus pies, pero no cayó. ¿Dónde ocurrió? En el valle de las cenizas, más allá del paso congelado, ella cerró los ojos, sintió el ardor en la garganta, el grito que no podía salir, el vacío que se abría como una herida, pero no lloró. No aún.

Esa noche, cuando todos dormían, Astrid se sentó junto al fuego, encendió una vela y sacó la carta que él le había dejado. La miró durante largos minutos, la sostuvo como si pesara más que una espada y la abrió. Si estás leyendo esto es porque no regresé. Las primeras líneas le arrancaron el aire.

Siguió leyendo con manos temblorosas. La letra de Eikr era firme, pero manchada por gotas secas. Tal vez lluvia, tal vez lágrimas. Te entrené porque sabía que no podía protegerte siempre. Te amé, aunque nunca supe cómo decirlo. No quiero que me llores como a un héroe.

Solo recuerda que en mi última noche pensé en ti, no como la hija de un tratado, sino como la mujer que me hizo humano. Astrid apretó el papel contra el pecho y finalmente lloró, no por debilidad, sino porque el amor cuando es real merece ser llorado. Pero en algún lugar de su alma, una llama aún se negaba a apagarse, porque algo en su pecho le decía que Eric no había dado su último aliento. No todavía.

La nieve volvió a caer sobre Barheim, no con furia, sino con una tristeza densa, como si el cielo llorara por algo que aún no había sido enterrado. El castillo permanecía en silencio desde la lectura de la carta. Incluso los pasos parecían más suaves, como si temieran perturbar el duelo que ahora habitaba en cada piedra. Astrid no volvió al gran salón durante días.

Se encerró en la biblioteca rodeada de mapas, informes y registros de las tierras del norte. Nadie se atrevía a interrumpirla, ni siquiera Sigrid. Pero una mañana bajó las escaleras con una capa de viaje. Su espada colgaba del cinto y en lo centros en los ojos no había lágrimas, había fuego. “Prepara un caballo”, ordenó al escudero. “yo misma iré al valle de las cenizas”.

Los consejeros intentaron detenerla. “Mi señora no es prudente”, dijeron. Puede ser una trampa, puede estar muerto o puede necesitarme”, respondió ella con voz de acero. “No dejaré que su nombre se hunda en la niebla sin luchar por la verdad.” Cruzó los pasos helados con un puñado de hombres leales.

Viajaron durante tres días entre tormentas, barrancos y caminos casi imposibles. En cada aldea que pasaban preguntaban, “¿Nadie había visto a Eriker? Nadie lo había enterrado. Nadie podía confirmar su muerte. Y entonces llegaron al valle un paraje desolado cubierto de restos de batalla, escudos rotos, lanzas astilladas, manchas oscuras sobre la nieve.

Allí el viento aullaba distinto, como si llamara, como si gritara un nombre perdido. Eer gritó Astrid, nada. Solo silencio. Se arrodilló junto a un casco cubierto de barro. Lo alzó. No era de él. Siguió caminando desesperada entre los restos de guerra, hasta que lo vio un girón de tela negra atrapado entre las ramas bajas de un pino. Lo reconocería en cualquier parte.

Era el borde de la capa que ella misma había remendado semanas atrás. Aún llevaba el hilo plateado que ella cosió en silencio mientras él dormía frente al fuego. “Está cerca”, susurró. siguieron buscando. Al caer la noche, mientras inspeccionaban una cueva entre las rocas, uno de los soldados alzó una antorcha y retrocedió con espanto. Aquí hay alguien.

Astrid corrió y lo encontró Eikr tendido sobre el suelo, cubierto de heridas, la piel pálida, los labios agrietados. Respiraba apenas, pero sus ojos se abrieron al escuchar su voz. Astrid. Ella cayó de rodillas junto a él, le tomó el rostro con ambas manos y besó su frente. Estoy aquí. No hables. Vas a vivir.

Dijiste que no me llorarías y no lo haré, susurró con la voz rota. No mientras siga respirando. Lo cargaron de vuelta entre mantas y escudos. Durante el viaje de regreso, Astrid no se apartó de su lado. Cada vez que él se agitaba, ella le tomaba la mano. Cada vez que parecía desvanecerse, ella lo llamaba de vuelta. Aguanta, Airiker. Bargame te espera. Yo te espero.

Cuando cruzaron las puertas del castillo, la gente salió de sus aposentos. Nadie creía lo que veía. El señor de Barheim, el lobo del norte, herido vivo, llevado en brazos por sus propios hombres y escoltado por la mujer que ahora todos llamaban su reina. Astrid no lloró frente a nadie, pero cuando lo recostaron en su lecho y los sanadores comenzaron a trabajar, ella se arrodilló junto a él y soltó todo. “No vuelvas a hacer esto”, murmuró.

“No vuelvas a dejarme sin aire. No vuelvas a pensar que puedes desaparecer sin que yo te siga.” Erik abrió los ojos con dificultad. No pensé, aunque vendrías, entonces no me conoces aún. Él sonríó. Débil, pero real. Esa noche, por primera vez, Astrid durmió con la mano de él sobre el pecho y sintió su corazón latir, lento, firme, vivo.

No todos los cuentos necesitan un final perfecto, pero algunos merecen segundas oportunidades. El invierno comenzaba a ceder, los días eran más largos. El viento aún sopla frío entre las torres de Bargame, pero ya no mordía con la misma furia. En los pasillos del castillo se hablaba en voz más alta.

Los soldados afilaban espadas, no por miedo, sino por rutina. Las criadas cantaban mientras encendían las antorchas. Había por fin una brisa de paz. Eirikr se recuperaba lentamente. Había pasado semanas en cama con heridas que cicatrizaban por fuera y por dentro. Su cuerpo ya no ardía por la fiebre, pero sus noches seguían pobladas de recuerdos.

En sueños revivía el campo de batalla, los gritos, la sangre. Despertaba empapado en sudor, jadeando, y encontraba siempre lo mismo, la mano de Astrid sobre su pecho. Estoy aquí, decía ella cada vez. No has vuelto solo. Durante días no pudo caminar. Durante días Astrid no lo dejó solo ni una vez. Ella organizaba los asuntos del castillo, daba órdenes, firmaba decretos. Era la señora de Bargheim.

Pero cada noche regresaba a la misma silla, al mismo lecho, al mismo susurro entre sombras. E Ikr por su parte la observaba, no con ojos de esposo forzado ni de guerrero en deuda. La miraba como quien contempla lo imposible. Una tarde, cuando ya podía sostenerse de pie por sí mismo, Eirikr se dirigió al patio interior con ayuda de un bastón. Astrid lo acompañó en silencio.

Caminaban despacio entre los árboles desnudos y las estatuas cubiertas de musgo. A lo lejos, el sol comenzaba a descender, tiñiendo el cielo de un naranja profundo. “¿Recuerdas la primera vez que llegaste aquí?”, preguntó él. “Recuerdo no querer quedarme”, respondió ella con una sonrisa leve.

Yo tampoco quería que te quedaras. Y sin embargo, aquí estamos. Se detuvieron junto a una fuente congelada e respiró hondo. Tuve que perder todo para comprender que nunca supe lo que era tener algo que valiera la pena conservar. Me entrenaron para no sentir, para no desear, para no confiar. Pero tú, tú rompiste cada una de esas murallas.

Astrid no respondió, solo lo miró. Y en sus ojos había más certeza que en mil palabras. No quiero seguir siendo el hombre del tratado dijo él bajando la mirada. No quiero que nuestro lazo esté atado a la sangre derramada, sino a lo que construimos después. Astrid extendió la mano. Entonces, hagámoslo de nuevo. El juramento. Sí, uno nuevo.

Uno que el mundo no escuche, solo nosotros. Aquí ahora Punicker la tomó de la mano. Sus dedos ya no temblaban. Sus labios no buscaron decir lo correcto. Solo lo real. Yo, Irik de Bargame, te elijo, Astrid de Norwald, no por la paz entre clanes, sino por la guerra que detuviste dentro de mí.

Ella tragó saliva y respondió, “Yo, Astrid de Norbald, te elijo, Eric de Bargame, no por mandato, sino por amor, porque en tu silencio encontré la voz que me faltaba. Se miraron y por primera vez desde que se conocieron no había de ver, ni sombras ni pactos. Solo dos personas rotas, eligiéndose enteras, volvieron al castillo de la mano. Esa noche no durmieron separados. Esa noche no hubo fuego en la chimenea. No hizo falta.

Los cuerpos se buscaron con la misma delicadeza con la que habían aprendido a empuñar una espada. Lentamente, con respeto, con la memoria de cada herida y la esperanza de cada caricia. No fue una unión marcada por la urgencia, fue un ritual, una celebración de todo lo que habían sobrevivido.

A la mañana siguiente, Bargheim despertó distinto. Los sirvientes caminaban con pasos más ligeros. Los niños volvían a correr por los pasillos. La vida silenciosamente regresaba y en lo más alto de la torre, donde antes solo habitaban cuervos, una bandera nueva ondeaba al viento, el escudo de los dos clanes, entrelazado ya no como enemigos, sino como familia.

En la sala del trono, Eirikr volvió a sentarse, pero esta vez no estaba solo. Astrid a su lado, con la cabeza erguida, la mirada firme, la mano apoyada sobre la suya. No eran rey y reina, no eran señor y señora, eran dos sobrevivientes, dos guerreros del alma, dos corazones reconstruidos en medio del hielo.

Los años pasaron como la nieve sobre los techos, silenciosos, inevitables, hermosos en su propia fugacidad. Bargame cambió. Ya no era solo una fortaleza de piedra y hierro, era un hogar. Las murallas que antes protegían del enemigo ahora resguardaban. Jardines, niños corriendo con espadas de madera, cantos en los pasillos y banquetes que celebraban cosechas en vez de victorias.

Astrid caminaba entre la gente con la espalda recta y la mirada firme. ¿A dónde iba? Las mujeres se inclinaban con respeto, no por temor, sino por gratitud. Había construido algo más fuerte que alianzas, un legado. La reina que no vino a obedecer, decían las viejas, sino a enseñar a gobernar. Eiker, por su parte, ya no era el lobo solitario que todos temían.

Aunque sus cicatrices seguían visibles y sus ojos aún sabían ver la muerte, era el primero en inclinarse ante los recién nacidos y el último en irse de las asambleas del consejo. Nunca abandonó su espada, pero ya no la empuñaba para destruir. Ahora enseñaba con ella. Un arma solo tiene sentido.

Decía a los aprendices, si protege lo que amas, tuvieron dos hijos. La mayor Freija llevaba flores en el cabello y una lanza escondida bajo la túnica. Tenía la sonrisa de Astrid y la terquedad de Eiker. Nadie dudaba que un día ella lideraría más allá de las montañas. El menor Leif era callado, observador, con manos rápidas y un talento natural para los libros antiguos. Decía que quería construir torres, no destruirlas.

Astrid lo abrazaba cada vez que lo escuchaba, como quien protege un faro en medio del mar. Las noches eran tranquilas, no había temor de invasores, no había gritos en la oscuridad, solo el sonido del viento entre los pinos, el murmullo del fuego en la chimenea y el rose de sus dedos entrelazados.

Eikr dormía siempre del lado izquierdo de la cama, mirado hacia ella, como si aún temiera que al abrir los ojos ella no estuviera. Astrid, por su parte, lo tocaba cada madrugada, aunque fuera con la yema de los dedos, porque sabía que la paz como el amor era una elección diaria y ella nunca había dejado de elegirlo.

Una vez al año subían juntos a la cima de la colina, donde todo comenzó. Allí, bajo las piedras cubiertas de musgo, habían enterrado las espadas que los habían unido por obligación. En su lugar plantaron un rosal silvestre para que crezca lo que no pudo florecer en tiempos de guerra, dijo Astrid la primera vez. Con el tiempo, el arbusto dio flores rojas. Resistentes, punto. Como ellos.

En la última primavera, los bardos comenzaron a cantar una nueva historia. No hablaban de dioses ni de dragones. No hablaban de héroes invencibles ni de reinos dorados. Cantaban sobre una joven prometida a un hombre que todos temían. Cantaban sobre un guerrero que había olvidado cómo amar hasta que la vio bailar con una espada en la mano.

Cantaban sobre dos corazones opuestos, unidos por una promesa no escrita. Y el pueblo cantaba con ellos. Porque en Barheim nadie necesitaba recordar la guerra. Solo necesitaban recordar que el amor puede crecer incluso en el terreno más hostil.

Una noche ya mayores, Astrid y Eirikr salieron al patio interior, donde las estrellas se derramaban sobre el cielo como cenizas de luz. Ella se recostó sobre su hombro. Él la rodeó con un brazo en silencio. ¿Te arrepientes de algo?, preguntó ella con voz suave. Eiker tardó en responder solo de no haberte besado antes. Astrid sonríó, cerró los ojos y respiró profundo.

Yo también. Se quedaron así durante horas sin palabras, escuchando los ecos de una vida que habían construido desde las ruinas, no como parte de un tratado, no como víctimas de la guerra, sino como lo que siempre fueron, incluso antes de saberlo, un guerrero y una reina.