—Doctor… creo que me estoy sintiendo enferma. Tengo malestar estomacal y náuseas. Disculpe, por favor.

La enfermera Jessica se llevó la mano a la boca, respirando entrecortadamente. En un impulso desesperado, salió corriendo por el pasillo del hospital hacia el baño, dejando atrás al Dr. Emanuel, de pie junto a la cama de la habitación 208.

Emanuel observaba la escena con los ojos abiertos, llenos de tensión. Su mirada se desvió hacia el paciente en la cama: Ricardo, un hombre que llevaba más de diez años en coma. El único sonido era el leve pitido del monitor cardíaco.

—Dios mío, no es lo que pienso… —murmuró Emanuel para sí mismo.

Unos minutos después, Jessica reapareció, más serena, pero pálida.

—¿Estás mejor? —preguntó el médico con sincera preocupación.

—Sí, doctor, podemos continuar. No fue nada grave —dijo ella, aunque su voz temblaba.

Emanuel asintió, aunque la incomodidad persistía. —Ahora cambiemos el suero.

Jessica dio un paso adelante, pero tan pronto como levantó la mano hacia el soporte del suero, un dolor agudo le recorrió el estómago. Se dobló, incapaz de controlarse, y vomitó allí mismo, en el frío y blanco suelo de la habitación.

—¡Lo siento, doctor, me vino de repente! —dijo avergonzada.

—Jessica, por el amor de Dios, no puedes funcionar así —dijo Emanuel, sujetándola con firmeza—. Te llevaré a mi oficina para examinarte.

—Pero, ¿qué pasa con el paciente? ¿Ricardo? —insistió ella.

—Pediré a la enfermera Tamires que administre la medicación.

Mientras ayudaba a Jessica a salir, la enfermera Tamires entró. Era conocida por su dulzura, pero el detalle que más llamaba la atención era su barriga protuberante de cinco meses de gestación, claramente visible bajo el uniforme.

—¿Me mandó llamar, Dr. Emanuel?

—Sí, Tamires. Jessica no se encuentra bien. Necesito que te encargues del paciente mientras le hago unas pruebas.

En ese momento, algo silencioso sucedió. Tamires miró directamente a Jessica. Fue una mirada rápida, casi imperceptible, pero intensa. Había un secreto allí, algo que no necesitaba palabras. Tamires luego miró a Ricardo, inmóvil en la cama, y finalmente al médico.

—Sí, doctor. No se preocupe, yo me encargo de todo.

Poco después, en su consultorio, Emanuel comenzó a examinar a Jessica.

—Doctor, ¿está seguro de que necesita esto? Fue solo estrés…

—Jessica —la interrumpió el médico, con un tono grave que helaba el aire—, resulta que parece que estoy viendo la misma historia repetirse. Lo mismo que pasó con Tamires. Y con Violeta. Todas las enfermeras que se acercaron al paciente en la habitación 208.

La voz de Jessica se ahogó por el miedo. —¿Está diciendo que… que yo estoy embarazada?

—Han sido muchos años de profesión. Conozco muy bien los signos —dijo Emanuel—. Tendremos que hacer una prueba.

—¡No hace falta! ¡Se lo juro! No tengo novio ni he tenido ninguna relación con nadie. ¡No hay ninguna posibilidad de que esté embarazada!

—Si estás tan segura, no hay por qué tenerle miedo al examen —insistió él.

Sin otra alternativa, Jessica extendió el dedo para la punción. Los minutos de espera fueron eternos. Emanuel miraba el dispositivo, rogando en silencio: “Ni una más, por favor, que esta vez me equivoque”.

Finalmente, el resultado apareció. Emanuel se estremeció.

—Entonces, doctor… ¿no lo estoy? —preguntó Jessica, ansiosa.

Incapaz de hablar, Emanuel giró el visor hacia ella. Marcaba, sin lugar a dudas: Positivo.

—No… esto debe estar mal. ¡Yo no puedo estar embarazada! —exclamó ella, llevándose las manos a la cabeza.

Emanuel se acercó, con la mirada fija en ella. —Jessica, eres la tercera enfermera que puse a cuidar al paciente en la habitación 208. Un hombre que ha estado en coma casi diez años. Todas ustedes estaban solteras y todas quedaron embarazadas. Dime la verdad, ¿qué pasa en esa habitación cuando no estoy mirando?

Desesperada, Jessica se levantó de un salto y salió corriendo de la oficina, dejando al médico solo con sus oscuros pensamientos.

Impulsado por una fuerza incontrolable, Emanuel caminó lentamente de regreso a la habitación 208. Al entrar, se encontró con una escena inquietante. No solo estaba Tamires; también estaba Violeta, otra enfermera. Y al igual que Tamires, Violeta también lucía un vientre embarazado bajo su uniforme.

—Tamires, Violeta… no aguanto más esta duda —dijo Emanuel, con la voz cargada de tensión—. Necesito saber la verdad. ¿Quién es el padre de estos bebés?

Las dos enfermeras se quedaron paralizadas. Intercambiaron una mirada pesada y, en un gesto instintivo, ambas se llevaron las manos a sus vientres, como para protegerlos. Pero ninguna respondió.

El silencio era más ensordecedor que cualquier grito. Para entender ese misterio, era necesario retroceder en el tiempo.

Meses antes, el Dr. Emanuel, un referente nacional en neurología, había recibido una llamada sobre un traslado.

—Un paciente en coma desde hace casi diez años —le explicó a su enfermera de confianza, Tamires—. Lo envían aquí para ver si nuestros métodos funcionan, pero sinceramente, lo encuentro difícil.

Al día siguiente, Ricardo llegó y fue instalado en la habitación 208. Cuando Emanuel fue a verlo, la escena casi lo hizo perder el equilibrio.

El paciente no estaba atrofiado. Era un hombre de aspecto joven, con la piel sonrosada y los músculos definidos, como si acabara de salir de un gimnasio.

—¿Pero cómo… cómo es posible? —murmuró Emanuel, aturdido, pasando los dedos por el firme abdomen del paciente—. Un paciente en coma durante tanto tiempo debería estar hinchado, atrofiado…

—De verdad, doctor —dijo Tamires, igualmente impresionada—. Parece que está simplemente durmiendo. Quizás sea un milagro de Dios.

—Tamires, quiero seguir este caso muy de cerca. Quiero todos los exámenes posibles. Hay algo diferente en este paciente.

Tamires se ofreció a ser la enfermera responsable de Ricardo, y Emanuel aceptó. No imaginó que esa decisión se convertiría en uno de sus mayores errores.

Los exámenes confirmaron lo imposible: la actividad cerebral de Ricardo era casi nula, confirmando el coma profundo, pero ninguna prueba explicaba su increíble condición física.

Un mes después, Tamires comenzó a sentirse mal. Emanuel la examinó y, sorprendido, anunció el embarazo.

—Pero, doctor —respondió ella, serena pero firme—, no estoy comprometida. No tengo ni idea de cómo se concibió este niño. Hace mucho tiempo que no tengo una relación. Para mí, este bebé es un regalo de Dios.

Emanuel, aunque intrigado, decidió no insistir. Cuando sugirió buscar un reemplazo, Tamires propuso a Violeta, una enfermera nueva. Emanuel aceptó a regañadientes.

Pronto, el médico notó algo extraño. Tamires y Violeta estaban siempre juntas en la habitación 208. Su dedicación parecía exagerada, casi obsesiva.

Un día, al acercarse sin hacer ruido, oyó una conversación que lo dejó frío.

—No puedo creer que tú también, Violeta —decía Tamires, angustiada—. ¿Y ahora qué? ¿Cómo explicamos otro bebé? Sabe que ambas estamos solteras.

—No fue mi culpa, Tamires —lloraba Violeta—. Simplemente me pasó igual que a ti.

—Y peor aún —continuó Tamires—, si quiere que el parto se realice aquí en el hospital, cuando nazcan los niños… lo descubrirán.

Emanuel, escondido tras la puerta, sintió que su corazón se aceleraba. ¿Descubrir qué? ¿Cuál era el secreto? Antes de poder oír más, su teléfono se le resbaló y cayó al suelo, revelando su presencia.

Esto nos lleva de nuevo al presente: Emanuel en la habitación 208, enfrentando a las tres enfermeras embarazadas y su muro de silencio.

Esa noche, consumido por la duda y la sospecha, Emanuel tomó una decisión drástica. Instaló una cámara secreta en la habitación del hospital, oculta en un rincón del techo.

Al día siguiente, se encerró en su oficina y revisó la grabación. Al principio, todo era rutina: limpieza, cambio de sueros, monitoreo. Pero cuando la noche cayó y el hospital se aquietó, lo vio.

Vio a Tamires entrar sola. Se acercó a la cama de Ricardo. Y entonces, sucedió lo imposible.

Ricardo, el hombre con actividad cerebral casi nula, se movió. No eran espasmos. Sus ojos se abrieron. La cámara capturó cómo él se sentaba lentamente. Tamires no estaba sorprendida; le sonreía. Hablaban en susurros. Lo que vio a continuación hizo que Emanuel sintiera náuseas. No era un cuidado de enfermería; era una interacción íntima y consciente.

El “milagro” de su cuerpo físico no era un misterio médico; era la prueba de que no estaba en coma. Emanuel sintió que el suelo desaparecía. No entendía cómo este hombre engañaba todos los diagnósticos neurológicos, pero entendía qué estaba pasando. El “regalo de Dios” del que hablaban las enfermeras… el padre de esos bebés era el hombre que el mundo creía dormido.

Temblando, con el sudor frío bañando su rostro, el Dr. Emanuel cogió el teléfono. No llamó a seguridad. Llamó a la policía, desesperado.

Diez minutos después, dos agentes uniformados entraron en el silencioso pasillo de neurología, guiados por un Dr. Emanuel visiblemente alterado.

—Está en la 208 —susurró el médico, con la voz temblando—. Lo que van a ver… no tiene explicación médica. Es un fraude.

Los agentes, acostumbrados a todo tipo de llamadas extrañas, intercambiaron una mirada escéptica pero siguieron al doctor. Emanuel empujó la puerta de la habitación 208 sin llamar.

La escena que encontraron fue surrealista.

Ricardo no estaba acostado. Estaba sentado en el borde de la cama, vistiendo la bata de hospital, y sostenía la mano de Jessica, quien lloraba en silencio a su lado. Tamires y Violeta estaban de pie junto a la ventana, sus rostros una mezcla de pánico y desafío.

Al ver al médico con la policía, Ricardo no intentó fingir. Su rostro, en lugar de parecer dormido, se crispó en una mueca de ira.

—Se acabó el juego, Ricardo —dijo Emanuel, su voz recuperando algo de firmeza.

—Doctor… por favor… —sollozó Jessica.

—¡Cállate! —gritó Tamires, dando un paso al frente, protectora—. ¡Ustedes no entienden nada!

Fue Tamires quien finalmente lo explicó todo, entre sollozos de rabia y desesperación. Ricardo había despertado de su coma hacía años, pero solo brevemente. Cuando se dio cuenta de que su familia lo había abandonado por completo y no tenía a dónde ir, decidió fingir. Descubrió que podía controlar sus signos vitales hasta cierto punto, engañando a los monitores básicos. El “milagro” de su cuerpo sano era el resultado de los ejercicios secretos que realizaba por la noche, cuando el hospital estaba en calma.

Tamires lo había descubierto por accidente meses atrás. Sola, vulnerable y anhelando una conexión, en lugar de reportarlo, se enamoró del carismático “paciente milagroso”.

—Era nuestro secreto —dijo Tamires, con lágrimas corriendo por su rostro—. Él me necesitaba. Y yo… yo quería al bebé. Era un milagro.

Cuando Tamires quedó embarazada, necesitó ayuda para mantener la farsa y los cuidados. Confió en Violeta, quien, sintiéndose igualmente sola, también cayó bajo la influencia de Ricardo. Y finalmente, reclutaron a la más nueva, Jessica.

El secreto que Emanuel había oído (“cuando nazcan los niños… lo descubrirán”) no era sobre una enfermedad mística, sino sobre el parecido. Tenían pánico de que, una vez nacidos los bebés, el parecido físico con Ricardo fuera tan obvio que todo el personal del hospital descubriría la verdad: que él era el padre consciente y despierto.

Los agentes esposaron a Ricardo. Mientras se lo llevaban, el hombre que había fingido estar dormido durante una década miró a Emanuel con un odio helado. Las tres enfermeras fueron detenidas para ser interrogadas, acusadas de complicidad en fraude, negligencia grave y conducta sexual inapropiada con un paciente bajo su cuidado, aunque la naturaleza de ese cuidado ahora estaba terriblemente clara.

Horas después, el Dr. Emanuel se quedó solo frente a la habitación 208, ahora vacía y estéril. El equipo médico había sido desconectado. El silencio era, por fin, real. Había pasado su carrera buscando milagros médicos, pero el único misterio que encontró en esa habitación fue uno de profunda soledad humana, manipulación y una mentira que había crecido, literalmente, en el vientre de quienes debían proteger la verdad.