Las lágrimas de sangre de Catalina de Médici
Dicen que en los archivos más profundos del Vaticano, donde la luz apenas se atreve a entrar y el aire huele a secretos, existe una carta sellada con cera negra. Está guardada en una caja de hierro, y los pocos que la han visto aseguran que está manchada con algo más que tinta: pequeñas huellas secas de lo que podría ser sangre humana. Esa carta pertenece a una niña que el mundo conocería como Catalina de Médici, la futura reina de Francia. Tenía apenas catorce años cuando fue enviada desde Florencia para casarse con el príncipe Enrique de Orleans, creyendo que su destino sería gobernar con amor y sabiduría. Pero aquella noche, en el palacio de Marsella, lo que le esperaba no era un matrimonio, sino una ceremonia de humillación.
Catalina fue llevada a una habitación iluminada por antorchas, adornada con cortinas doradas y perfumes costosos. Le habían dicho que su esposo la esperaba para sellar la unión, pero lo que no sabía era que detrás de las paredes, ocultos tras rendijas, veintitrés nobles observaban en silencio. Fue una práctica cruel conocida entre la nobleza francesa como la “ceremonia de purificación”, donde se probaba la pureza de la nueva esposa. Enrique, joven e inseguro, obedecía cada palabra de su amante, Diana de Poitiers, una mujer que lo controlaba todo. Cuando Catalina comprendió lo que estaba ocurriendo, ya era demasiado tarde. Las risas sofocadas de los hombres resonaron en su cabeza como cuchillos. El dolor fue insoportable, y de sus ojos comenzaron a brotar lágrimas mezcladas con sangre. Esa noche, la niña murió en silencio, y en su lugar nació una reina con el corazón de hierro.
Durante años, Catalina fingió ser sumisa, obediente, sonriente. Nadie imaginaba lo que ocultaba bajo su calma perfecta. Cada noche, cuando todos dormían, escribía en un diario los nombres de los veintitrés hombres que presenciaron su humillación. Junto a cada nombre, trazaba una fecha y una marca en forma de lágrima roja. En su mente, ya había comenzado la venganza. En los sótanos del palacio, Catalina estudió alquimia, mezcló hierbas venenosas y aprendió a convertir el dolor en ciencia. Su laboratorio olía a arsénico, cicuta y venganza.

El primero en morir fue Jean de Montmorency, un cortesano arrogante que había apostado cuánto tardaría la joven italiana en llorar. Años después, lo encontraron muerto con espuma rosada en la boca y un frasco de vidrio junto a su cuerpo. Dentro, un líquido rojo oscuro y una nota que decía: “Para que recuerdes lo que viste.” Nadie sospechó de la reina. Uno por uno, los testigos comenzaron a desaparecer: unos envenenados, otros ahorcados, algunos “accidentalmente” caídos por las escaleras del palacio. El rumor de una maldición se extendió por la corte, pero Catalina seguía sonriendo, sirviendo vino con la misma mano que había escrito sus condenas.
Solo quedaba una mujer en su lista: Diana de Poitiers. Catalina no quiso matarla de inmediato. Quería verla envejecer, desmoronarse lentamente. En secreto, comenzó a envenenarla con pequeñas dosis en sus comidas. Nadie notó cómo su piel perdía brillo, cómo su cabello se volvía ceniza, cómo sus ojos se llenaban de sombras. A los sesenta y seis años, Diana bebió una copa de vino ofrecida por la propia reina. Horas después, murió entre convulsiones. En su tumba apareció un pequeño frasco con el mismo líquido rojo y una cinta de seda negra. Catalina no asistió al funeral. No hizo falta.
El último nombre era Enrique, el esposo que había permitido su humillación. Ella sabía que su muerte debía ser simbólica, digna de una reina. El 10 de julio de 1559, durante un torneo en París, Enrique decidió competir. Catalina observaba desde el palco, inmóvil, mientras el rey levantaba su lanza. Cuando chocó contra su rival, una astilla del arma se incrustó en su ojo. Los médicos no lograron salvarlo, y durante diez días, el rey sufrió entre delirios y fiebres. Años después, los historiadores encontraron rastros de una sustancia venenosa en aquel fragmento de madera. Nadie lo dijo en voz alta, pero todos supieron que la reina había cerrado su lista.
Con la muerte de Enrique, Catalina quedó sola, rodeada de poder y de sombras. Se decía que hablaba con los muertos, que practicaba ritos bajo la luna llena, y que cada año, en el aniversario de su boda, escribía una sola línea en su diario: “Ya no quedan testigos.” Cuando murió, sus sirvientes encontraron entre sus cosas un sobre cerrado con cera negra. Dentro había una carta dirigida al Papa. Decía: “He pecado, pero mi pecado fue justicia. Mis lágrimas fueron sangre, y mi sangre, mi poder.”
El Vaticano la escondió en los archivos secretos, junto a los documentos de Lucrecia Borgia y María Tudor. Hoy, quienes han intentado leerla aseguran que las palabras cambian con la luz, y que al final del texto hay una advertencia escrita con la misma tinta oscura: “Quien conozca mi historia no dormirá tranquilo.”
Y así, siglos después, el eco de aquella niña que lloró sangre todavía se escucha entre los muros del Vaticano, recordándole al mundo que incluso los ángeles, cuando son traicionados, pueden convertirse en monstruos.
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