Primera Temporada: La niebla de julio

 

 

Capítulo I: El fantasma de Reforma

 

Mi nombre es Jorge, y durante quince años el asfalto nocturno de la Ciudad de México fue mi oficina. De noche, la ciudad se desnuda: se ven borrachos, ladrones, parejas infieles y, dicen algunos, hasta fantasmas. Yo no creía en esas historias; mi mundo se regía por la gasolina, el taxímetro y las propinas. Eso fue hasta aquella madrugada.

Era una noche inusualmente fría para julio. La lluvia de la tarde había dejado una humedad densa, y pensaba ya en regresar a casa; eran casi las tres de la mañana, y las calles estaban casi vacías. Conducía por la emblemática Avenida Reforma, el motor del viejo taxi 707 zumbando con cansancio. Al llegar a la esquina con Sullivan, una figura en el retrovisor me obligó a frenar.

Al principio, era solo una mancha blanca contra el gris de los edificios. Una mujer, delgada, con un vestido claro que parecía moverse solo, sin que el viento soplara con fuerza. No levantaba la mano ni hacía señas, solo estaba allí, quieta, mirando la calle vacía. La observé por un momento. Era inusual ver a alguien tan elegante y tan inmóvil a esa hora.

Me detuve, impulsado por una mezcla de lástima y la necesidad de una última tarifa. Bajé el vidrio. El aire helado de la calle se coló en la cabina.

—¿Va a algún lado, señorita?

Ella giró lentamente la cabeza. Su rostro era pálido, casi blanco, su cabello negro pegado a la frente como si acabara de salir de una piscina, a pesar de que hacía horas que no llovía. Sus ojos, profundos y perdidos, me dieron un escalofrío.

—Al panteón de Dolores —dijo con una voz baja, casi un susurro.

Pensé que era una broma de mal gusto, pero al ver su expresión decidí no hacer comentarios. Asentí y le abrí la puerta. Se deslizó en el asiento trasero. En el instante en que cerró la puerta, el aire dentro del taxi se volvió gélido, un frío que caló hasta los huesos, tanto que el parabrisas comenzó a empañarse al instante.

Encendí la calefacción al máximo.

—¿Viene de alguna fiesta? —intenté romper el silencio que se había vuelto opresivo.

No respondió. Miré por el espejo retrovisor y vi que miraba por la ventana, como si buscara algo en la oscuridad. Su quietud era tan absoluta que me sentí solo en el taxi.

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Capítulo II: La advertencia en el asiento trasero

 

Tomé la avenida y conduje en dirección al poniente. El tráfico era inexistente, solo el ruido del motor y el zumbido lejano de la ciudad dormida. El silencio se hizo más pesado que cualquier conversación. Después de unos minutos, justo cuando me acercaba a una intersección oscura, ella habló.

—No tome por aquí… —dijo.

—¿Perdón? —pregunté, confundido por la orden.

—No tome por aquí, señor. Por este camino me mataron.

El corazón me dio un vuelco. Me giré instintivamente, pero ella seguía mirando por la ventana. Su tono no era de enojo ni de tristeza. Era una afirmación simple, sin emoción, como quien dice “hoy lloverá”. Era la declaración más aterradora que había escuchado en mi vida.

—¿Cómo dice? —repetí, sintiendo la piel erizarse.

Ella volvió la vista hacia mí. Sus ojos eran tan oscuros que no distinguí las pupilas. Era como mirar dos pozos negros.

—Me subí a un taxi, como este. Él no me llevó al panteón… me llevó al bosque.

Sentí el estómago caer al vacío. El motor del 707, mi fiel compañero, empezó a fallar. El velocímetro marcó cero aunque el auto seguía en movimiento. El aire se volvió denso, como si alguien más estuviera respirando dentro de la cabina. Era un aliento húmedo y frío.

—¿Qué quiere de mí? —dije, con la voz quebrada.

Ella sonrió, apenas. Una mueca pálida y terrible.

—Solo quiero llegar a mi casa.

 

Capítulo III: El camino sin estrellas

 

El taxi avanzó unos metros más por inercia antes de que el motor se apagara por completo. Todo quedó en silencio. Un silencio absoluto. Intenté encender el motor, pero no respondía. Golpeé el volante, maldiciendo mi suerte.

—Tranquilo —dijo ella.

Su voz estaba justo detrás de mi oído, tan cerca que sentí su aliento frío en la nuca.

Me giré bruscamente, pero el asiento trasero estaba vacío. La puerta seguía cerrada. Sentí un mareo instantáneo, una presión aplastante en el pecho. De pronto, el radio se encendió solo y comenzó a emitir una estática ensordecedora. Entre el ruido, una voz femenina, distorsionada y lejana, dijo mi nombre:

Jorge…

Grité. Abrí la puerta y salí corriendo. El pánico me hizo olvidar el miedo a la calle vacía. Pero la calle había cambiado.

Ya no había edificios, ni faroles, ni autos. Solo una carretera solitaria bajo un cielo sin estrellas. El único punto de luz era el taxi, mi 707, con las luces encendidas. Me quedé helado. En el asiento del conductor, vi una figura… yo mismo. Mi doble, con la cabeza gacha, inmóvil.

—Ayúdame —dijo una voz a mi lado.

La mujer estaba otra vez ahí, de pie, descalza sobre el asfalto. El vestido blanco, ahora manchado de tierra, se pegaba a su cuerpo. Extendió su mano, y pude ver que estaba fría, ligeramente translúcida.

—No quise morir —susurró—. Pero él no me escuchó.

Dio un paso hacia mí. Yo retrocedí, mis manos temblaban.

—No te acerques —dije—. ¡No te acerques!

Pero ella siguió caminando hasta quedar frente a mí. La luz del taxi la atravesaba, y pude ver el camino a través de su cuerpo, como una doble exposición fantasmal.

—Ayúdame a llegar —repitió.

Y entonces, con un parpadeo, desapareció.

 

Segunda Temporada: El rastro del pasado

 

 

Capítulo IV: La flor en la guantera

 

El sonido del motor volvió, ronco y familiar. La ciudad también regresó. Estaba otra vez en la Avenida Reforma, con el taxi detenido exactamente en la misma esquina donde la había recogido. Las luces del tablero parpadeaban. El frío había desaparecido.

Me quedé un buen rato inmóvil, pegado al asfalto. Miré hacia el asiento trasero. Nada. Solo el cinturón de seguridad moviéndose lentamente, como si alguien acabara de soltarlo.

Encendí el auto y conduje a casa sin mirar atrás.

Cuando llegué, el reloj marcaba las 3:33. Me tiré en la cama, temblando. A la mañana siguiente, mi esposa, Lucía, me despertó con una expresión de miedo y confusión.

—Jorge, ¿de dónde sacaste esto?

En la guantera del taxi, junto a mi licencia, había una flor marchita, una cempasúchil (flor de muerto), que no era de temporada. Y un boleto de papel arrugado con la inscripción: “Cementerio de Dolores — 1987”.

    Yo tenía nueve años.

No supe cómo llegó ahí. La flor y el boleto eran pruebas tangibles de que no había sido un sueño.

Desde entonces, dejé de trabajar de noche. La mujer, el “último pasajero,” se había convertido en mi sombra. Pero la historia no terminó ahí.

 

Capítulo V: El panteón y la tumba sin nombre

 

El misterio de 1987 me carcomía. Con el apoyo de Lucía, que al principio pensó que había sufrido un colapso nervioso, empecé a investigar. El boleto no correspondía a un taxi, sino a una línea de autobús que ya no existía.

La clave estaba en el Panteón de Dolores.

Fui al panteón un sábado por la mañana. Pasé horas revisando los archivos. Finalmente, encontré un registro: el 18 de julio de 1987, una joven llamada Elena Ramírez fue encontrada muerta en un paraje boscoso cerca de La Marquesa, la misma zona por la que ella me había advertido. Había sido reportada como desaparecida después de tomar un taxi.

Encontré su tumba: sencilla, sin grandes lujos. No tenía foto. La lápida estaba cubierta de musgo.

—Elena —susurré—. Soy Jorge. El taxista.

En ese momento, el aire se puso frío. Sentí un leve roce en mi espalda. Me giré, esperando verla, pero solo estaba el viento.

En el asiento del conductor de mi taxi, la figura que había visto no era un asesino, era mi futuro yo, congelado en el pánico, incapaz de ayudarla. ¿Me estaba advirtiendo sobre su asesino o sobre mi propia cobardía?

 

Capítulo VI: El taxi 707 y el conductor

 

La verdad era más compleja. La estática en la radio y la voz que dijo “Jorge” no eran la de Elena, sino la de mi subconsciente. El pánico de la situación me había transportado a un punto donde Elena revivía su tragedia.

Un día, mientras revisaba viejos papeles de la compañía de taxis, encontré un registro: en 1987, el taxi 707, mi taxi, había sido propiedad de otro hombre: Roberto Alcántara. Un conductor que fue despedido misteriosamente después de un “incidente” sin resolver.

Busqué a Roberto. Lo encontré en un barrio al norte, un hombre viejo, amargado. Le mostré la foto de Elena y el boleto. Su rostro se descompuso.

—El último pasajero —murmuró—. La recogí de noche. Iba al panteón a ver a su madre. Pero yo… yo necesitaba el dinero.

Roberto confesó que la había asaltado y, en el forcejeo, la había golpeado. La dejó herida en La Marquesa. La joven murió desangrada. Roberto había vendido el taxi y huido, pero el recuerdo lo había consumido.

—El taxi me castigó —dijo, temblando—. Cada noche, ella volvía al asiento trasero, pidiéndome que la llevara a casa. Por eso vendí el 707. No pude soportarlo.

Comprendí. El taxi 707 no era un simple auto; era un purgatorio rodante. Elena no buscaba al asesino; buscaba la paz.

 

Tercera Temporada: El último viaje

 

 

Capítulo VII: La promesa cumplida

 

Llamé a la policía. Roberto fue arrestado, y el caso de Elena se cerró después de treinta años.

Pero el castigo para mí no terminó. De vez en cuando, el taxímetro se encendía solo en mi taxi y marcaba la misma dirección: Panteón de Dolores. Y en el espejo retrovisor, por un instante, la veía sentada atrás, mirando por la ventana.

Una noche, sintiendo el impulso, encendí el motor y me dirigí a Reforma y Sullivan. Allí estaba ella, con el vestido blanco. Me detuve. Ella subió. El aire se volvió frío, pero esta vez, yo estaba en paz.

—Al panteón de Dolores, Elena —dije con voz firme.

Esta vez, tomé el camino que ella me había advertido, el camino de su muerte. Pero ahora yo era el conductor.

—¿No tiene miedo? —susurró su voz.

—No. Ahora lo sé todo. Solo quiero que llegues a casa.

Conduje hasta la entrada del panteón. Estaba cerrado. Ella me miró con una tristeza infinita.

—No puedo entrar. No tengo paz.

 

Capítulo VIII: El descanso final

 

Me detuve frente a su tumba. Me bajé del taxi y abrí la puerta trasera. Ella salió, esta vez no como un fantasma translúcido, sino como una joven con una sonrisa melancólica.

—Gracias, Jorge —dijo.

—Te debo esto, Elena. Por el miedo que sentí y por la verdad que me mostraste.

Le entregué la flor de cempasúchil. Ella la tomó. Por un instante, su mano se sintió cálida.

—Ahora puedo descansar. No es el lugar lo que me detenía, Jorge. Era la injusticia.

Mientras el cielo comenzaba a adquirir un tono azul grisáceo, Elena se acercó a su tumba. Se arrodilló, colocó la flor marchita en la lápida y, luego, la luz del amanecer la envolvió. Desapareció.

Volví al taxi. El taxímetro estaba apagado. Por primera vez en años, el aire dentro del 707 era cálido.

Desde ese día, el taxi 707 volvió a ser solo un auto. De vez en cuando, conduzco por esa zona, pero el taxímetro nunca se enciende solo.

Y en el espejo retrovisor, por un instante, juro que la veo. Pero no está pidiendo ayuda. Está sonriendo. El último pasajero había llegado por fin a casa. Y yo, Jorge, había aprendido que los fantasmas no son los muertos; son las verdades que no queremos ver.