“TUVE QUE FINGIR QUE NO ME DOLÍA”
Don Ernesto tenía 67 años y una silla de plástico frente a su casa. No se sentaba ahí por gusto, sino por costumbre. Desde que su esposa falleció tres años atrás, su mundo se volvió más chico y más callado. Esa silla blanca, algo vencida por el sol, era su punto de vigilia: su ventana al barrio, su excusa para sentir que aún pertenecía a algo.
Todos los días, a las seis en punto, salía a sentarse con la esperanza muda de que alguien lo reconociera. Un vecino. Un niño que pasaba en bicicleta. O, en uno de esos milagros que ya no suceden, su hijo Camilo.
Camilo se había ido a la ciudad apenas terminó la prepa. Se fue con prisa, con planes, con promesas que luego se fueron diluyendo como tinta en el agua. Prometió volver. Prometió llamar. Prometió mandar algo, “en cuanto pudiera”. Pero lo único que llegaba al buzón de Ernesto eran recibos… y silencio.
Una tarde de viernes, de esas en que el calor parece morder la piel, don Ernesto fue al centro del pueblo a cobrar su pensión. Había mucha gente, y la fila del banco avanzaba lento. Fue entonces cuando lo vio.
Camilo.
Más alto ahora. Más flaco. Con camisa fajada y cara de oficina. Lo reconoció al instante. El corazón se le quiso salir del pecho, como si de pronto se despertara algo que llevaba años dormido. Sonrió y levantó la mano. Una mano temblorosa, casi de niño. Como quien lanza una flor a ver si alguien la atrapa.
Pero Camilo lo miró… frunció el ceño… y siguió caminando.
Lo vio. Lo reconoció. Y aun así, siguió de largo, con paso rápido, como si el hombre que lo crió fuera solo un rostro más entre la multitud. Un desconocido más en la fila del banco.
Don Ernesto no lo llamó. No corrió tras él. No dijo su nombre. Solo bajó la mano lentamente, como quien apaga una vela. Los ojos le ardían, pero no lloró. No hizo escándalo. Compró una bolsa de pan, se acomodó la gorra y caminó de regreso a casa, arrastrando los pies y el alma.
Esa noche no cenó.
Solo se sentó en su silla, mirando el cielo negro.
Y pensó.
Pensó en las noches de fiebre que pasó despierto junto a Camilo.
En los zapatos rotos que parchó con pegamento.
En las veces que caminó kilómetros bajo la lluvia para comprarle cuadernos para la escuela.
Y en cómo nunca pidió nada a cambio…
Salvo una cosa:
No ser olvidado.
Desde ese día, cuando alguien le pregunta si tiene hijos, Don Ernesto ya no responde con orgullo. Responde con una voz seca y baja:
—“Tuve.”
No lo dice con rencor.
Lo dice con verdad.
Porque entendió algo cruel: hay abandonos más duros que dejar a alguien en la calle.
Peores son los abandonos que no se ven.
Esos donde el hijo sigue vivo… pero ya no vuelve, ya no llama, ya no se acuerda.
Esos donde el padre existe, pero solo en el recuerdo que nadie visita.
Aún lo espera.
Pero ya no con esperanza.
Lo espera como quien mira al horizonte sabiendo que lo que se fue… no siempre regresa.
“Hay hijos que crecen tanto… que ya no les queda espacio para la memoria de quienes los levantaron con las manos vacías.”
Y ahí sigue Don Ernesto, en su silla de plástico.
Ya no para esperar.
Sino para seguir resistiendo el olvido.
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