Era el año 1972 y el mundo exterior, con sus guerras y sus ansias de modernidad, parecía una ficción lejana. Aquí, entre cañones que cortaban la tierra como cicatrices ancestrales y bosques que susurraban secretos en lenguas muertas, la familia Mendoza había echado raíces tan profundas como los antiguos ahuehuetes.

Su existencia era un eco de otro siglo, una estirpe forjada en el aislamiento y la tradición. El patriarca Francisco Mendoza, un hombre cuyo carácter era tan firme como la roca de la sierra, había fallecido, dejando un silencio pesado como una losa sobre la propiedad familiar. Su partida no fue solo la de un hombre, sino el colapso de un pilar fundamental, un vacío que resonaba en cada rincón de la casa y en el corazón de cada uno de los suyos.

En el centro de este vacío se encontraba Lucía Mendoza, la viuda, mujer de rostro tallado por el sol y la pena, poseía una fortaleza que desafiaba la fragilidad de su condición. Sus ojos del color de la obsidiana guardaban la memoria de generaciones de Mendozas y la pesada carga de su legado. Para Lucía, el apellido no era una simple sucesión de letras, era un pacto de sangre, un mandato ancestral que trascendía la moral de los hombres comunes.

Se creía en el seno de esta familia que su linaje poseía una esencia singular, una pureza que les otorgaba dones incomprensibles para el mundo exterior: la capacidad de sanar con las manos, de vislumbrar destellos del futuro en los sueños, de poseer una vitalidad que burlaba a los años. Esta creencia no era una mera superstición, era el cimiento sobre el que se había construido su mundo, una verdad tan incuestionable como la salida del sol. Con Francisco ido, ese cimiento parecía resquebrajarse.

Lucía se enfrentaba a una encrucijada existencial. Permitir que el linaje se diluyera, que la sangre mendoza se mezclara con foráneos y perdiera su esencia, era una traición a sus antepasados. La otra opción, la única que veía para mantener la estirpe pura, yacía en las sombras de las tradiciones más arcaicas. Era un camino oscuro, recorrido en susurros por sus ancestros, una práctica que sellaba el destino familiar mediante los lazos más íntimos que la sangre podía ofrecer.

La idea de una unión entre sus propios hijos, Javier e Isabel, comenzó a germinar en su mente no como un acto de perversión, sino como un ritual de preservación, un sacrificio necesario para la continuidad. La pureza del apellido era un dogma que justificaba cualquier medio.

Mientras tanto, los tres hijos de Lucía navegaban su propio duelo. Javier, a sus 18 años, intentaba llenar los zapatos de su padre, cargando sobre sus espaldas juveniles un peso para el que no estaba preparado. Su carácter, antes jovial, se volvía más serio y introspectivo. Isabel, de 16, era la más sensible, la que más había sentido la pérdida. Buscaba consuelo en los rincones silenciosos de la casa y en los paisajes infinitos de la sierra. Manuel, el menor, con sus 12 años, observaba el mundo con una inocencia que aún no podía comprender la magnitud de los cambios que se cernían sobre ellos.

La casa, antaño llena de las voces y risas de una familia, se había sumido en un mutismo sepulcral, roto solo por el viento que gemía en los aleros. Un sonido que parecía arrullar un futuro incierto y cargado de presagios. Lucía pasaba largas horas en la habitación que fuera de su esposo, rodeada de viejas fotografías y objetos que contaban la historia de los Mendoza. En su soledad se convencía cada vez más de la necesidad de actuar. Los rumores del pueblo, que siempre habían hablado de la sangre diferente de su familia, ahora le parecían una advertencia y una confirmación. Si no actuaba, todo se perdería. La decisión se solidificó en su interior con la frialdad de una roca. Comenzaría los preparativos para la ceremonia. Un acto que en su mente no era de profanación, sino de consagración. Sería la culminación de siglos de tradición. El momento en que el linaje Mendoza se reafirmaría a sí mismo, sellando su destino en el altar de la sangre compartida. El crepúsculo teñía de púrpura y oro las cumbres y Lucía, en pie frente a la ventana, sentía el peso de la historia familiar sobre sus hombros. Una etapa había concluido. Otra, mucho más oscura y definitiva, estaba a punto de comenzar.

Los rumores, como enredaderas venenosas, trepaban por los muros del pequeño pueblo de San Miguel del Alto, el asentamiento más cercano a los dominios de los Mendoza. No eran comentarios nuevos; llevaban décadas, quizás siglos, tejidos en la conversación cotidiana, susurrados en la cantina, murmurados en el mercado.

Se hablaba de los Mendoza con una mezcla de reverencia y temor. Se decía que su sangre no era como la de los demás, que corría por sus venas con la fuerza de un río subterráneo y antiguo. Los más viejos del lugar recordaban a ancestros de la familia que, según contaban, habían curado males con el simple contacto de sus manos, que habían predicho sequías largas y lluvias tardías con una certeza espeluznante, y que parecían envejecer con una lentitud desconcertante, conservando su vigor mucho más allá de lo que la naturaleza normalmente permitía.

Era un conocimiento común, pero no por ello menos inquietante, que los Mendoza mantenían su linaje puro. En el pueblo, donde los matrimonios entre primos terceros aún levantaban cejas, la idea de lo que realmente ocurría entre los muros de la hacienda aislada era un tema del que solo se hablaba a media voz, con los codos apoyados en la barra y la mirada baja. “Se casan entre ellos para que la sangre no se mezcle”. Era la frase que una y otra vez cerraba cualquier discusión. Era un secreto a voces, una verdad incómoda que la comunidad prefería mantener a distancia, como un fuego que calienta, pero que si te acercas demasiado puede quemar. Admiraban el poder y el misterio de los Mendoza, pero también los rechazaban. Los veían como una familia aparte, casi como una especie diferente, cuyas costumbres desafiaban no solo la moral, sino el orden natural de las cosas.

Para Lucía Mendoza, estos mismos rumores no eran calumnias, sino la confirmación de un estatus superior. Ella, criada dentro de esa burbuja de excepcionalidad, los interpretaba como el reconocimiento tácito de que los Mendoza eran los guardianes de algo valioso y frágil. Cada susurro que llegaba a sus oídos a través de los espaciados viajes para abastecerse de provisiones no hacía más que reforzar su convicción. La pureza de la sangre no era una mera obsesión genealógica. Era, en su mente, el recipiente de esos dones, el combustible que alimentaba la llama sobrenatural de su estirpe. Permitir que esa sangre se mezclara con la de los habitantes del pueblo, a quienes consideraba comunes y corruptos, sería como verter vino fino en un charco de lodo.

La muerte de Francisco había acelerado el reloj. La viuda veía en sus hijos no solo a sus descendientes, sino a los vehículos de una herencia cósmica. Javier, con su porte serio que empezaba a recordar al de su padre, e Isabel, con su belleza etérea y su sensibilidad a flor de piel, eran los candidatos perfectos, los más cercanos en edad, y, en la lógica distorsionada de Lucía, los más fuertes en esencia.

Los preparativos para lo que ella denominaba en su interior “la ceremonia de la continuidad” comenzaron con una meticulosidad casi litúrgica. No hubo anuncios, ni invitaciones, ni consultas. La decisión fue tomada en la soledad de su autoridad matriarcal. La hacienda, ya de por sí aislada, se cerró aún más sobre sí misma. Las ventanas que daban al camino principal fueron selladas con maderas y las rutinas familiares se ajustaron para evitar cualquier contacto innecesario con el exterior.

Lucía dedicaba las tardes a hurgar en baúles olvidados, extrayendo telas antiguas, velas de cera de abejas de un amarillo pálido y un pesado libro de familia encuadernado en cuero, cuyas páginas, escritas con una caligrafía intrincada, detallaban las uniones pasadas y los rituales asociados a ellas.

En las noches, sentada junto a la chimenea, Lucía comenzó a sembrar la idea en la mente de sus hijos. No lo hacía con las palabras crudas de la biología, sino con el lenguaje velado de la mitología familiar. Les hablaba de “honrar la sangre”, de “fortalecer el árbol genealógico desde la raíz”, de “entregarse a la grandeza del apellido Mendoza”. A Javier le hablaba de su destino como nuevo patriarca, de la responsabilidad de engendrar una nueva generación que llevara la esencia familiar sin mancha. A Isabel le hablaba de su papel como madre de la estirpe futura, de ser la “guardiana del útero” donde se gestaría el porvenir de los Mendoza. Manuel, el menor, era mantenido al margen de estas conversaciones, considerado demasiado joven para comprender la trascendencia del momento.

La reacción de los jóvenes fue un espejo de sus personalidades. Javier, cargando con el peso de la expectativa, asintió con una seriedad sombría. Su natural tendencia a la introspección se acentuó y comenzó a observar a su hermana no como a una compañera de juegos, sino como a un componente necesario en un designio superior. La obediencia a su madre y a la tradición familiar era un mandato que nunca había cuestionado. Isabel, por su parte, mostró una confusión silenciosa. Sus 16 años no le daban herramientas para procesar lo que se le proponía. Una tristeza profunda se instaló en su mirada. Donde debería haber habido ilusión o terror, solo había un vacío perplejo. Empezó a evitar a su hermano, a esconderse en los pasillos de la casa y a pasar horas sentada junto al arroyo que corría detrás de la propiedad, mirando el agua fluir como si buscara en su curso incesante una respuesta que no encontraba en su familia.

El ambiente dentro de la casa se saturó de una tensión invisible. El aire era pesado, difícil de respirar. Los diálogos se redujeron a lo estrictamente necesario, y los sonidos de la casa, el crujir de las maderas, el tic tac del reloj de péndulo en la sala, se amplificaron hasta volverse opresivos. Lucía, imperturbable, seguía con su plan. Seleccionó una habitación en la parte más antigua de la hacienda para la ceremonia. La limpió personalmente, barriendo siglos de polvo y despojándola de cualquier objeto mundano. Colgó telas oscuras en las paredes y dispuso cirios en los rincones. Era un espacio que estaba siendo preparado no para una boda, sino para un rito de transición, un umbral entre lo que la familia era y lo que estaba destinada a ser.

El viento de la sierra, que siempre había sido la banda sonora de sus vidas, ahora silbaba con un tono diferente, más agudo, más penetrante, como si arrastrara consigo los ecos de antiguos cantos y advertencias que nadie dentro de aquellos muros parecía querer escuchar. La sombra de la tradición se había alargado hasta envolverlos por completo. Y en su oscuridad, los primeros y sutiles cambios comenzaron a manifestarse, no en el plano de las decisiones, sino en la misma carne y espíritu de aquellos que estaban destinados a ser los actores principales del drama que se avecinaba.

Fue en el silencio opaco que siguió a la decisión irrevocable de Lucía cuando el ambiente en la hacienda comenzó a modificarse de manera sutil, casi imperceptible al principio, como un cambio de presión en el aire que precede a una tormenta distante. Los primeros indicios no fueron dramáticos, sino insidiosos, infiltrándose en la rutina diaria con la delicadeza de un veneno lento.

Isabel, que siempre había sido la más etérea de los hermanos, comenzó a experimentar una transformación que iba más allá de la mera angustia psicológica. Su piel, que antaño tenía el cálido tono dorado de la gente de la sierra, empezó a palidecer de forma progresiva, adquiriendo una cualidad casi translúcida que recordaba al alabastro pulido. No era la palidez de la enfermedad, sino algo más inquietante, una falta de color que parecía emanar de su interior, como si su sangre estuviera perdiendo su vitalidad cromática. Bajo la tenue luz del atardecer, su cutis adquiría un brillo nacarado, fantasmagórico, que hacía que Javier y Manuel la miraran con una mezcla de curiosidad y aprensión.

Sus ojos, grandes y expresivos de un castaño oscuro, comenzaron a mostrar una profundidad alterada. La luz que se reflejaba en ellos ya no era el simple juego de claridad y sombra, sino que parecía originarse en su interior, como si una pequeña brasa ardiera en el fondo de su ser. Esa luminosidad intrínseca se hacía más evidente en la penumbra, dos puntos de luz ámbar que flotaban en la oscuridad de su habitación durante las largas noches de insomnio que empezaron a acecharla.

Fue en esos periodos de vigilia forzada cuando los susurros hicieron su aparición. Al principio, Isabel los atribuyó al viento que se colaba por las rendijas de las viejas maderas o al lejano correr del arroyo. Pero pronto se dio cuenta de que eran voces. No eran audibles para nadie más, solo para ella. Eran murmullos bajos, entrecortados, que no provenían de ninguna dirección específica, sino que parecían nacer dentro de su propia cabeza. Un coro de ecos sordos que hablaba en una lengua gutural y antigua, cuyas palabras no podía comprender, pero cuya intención sentía como una presión fría en el pecho.

El sueño, cuando por fin la vencía, ya no era un refugio, sino un teatro de visiones arcanas. Sus sueños se poblaban de imágenes recurrentes y vívidas que la dejaban bañada en un sudor frío al despertar. Soñaba con deidades de piedra, con fauces de jaguar y ojos de obsidiana, erguidas en claros en lo profundo de la selva, rodeadas de una neblina verdosa. Soñaba con símbolos geométricos que giraban en el aire trazados con un fuego azulado, símbolos que le resultaban a la vez terroríficamente ajenos y extrañamente familiares, como un recuerdo ancestral grabado en lo más profundo de su código vital. En estos sueños ella no era una mera espectadora. Sentía la tierra húmeda bajo sus pies descalzos, el peso de un calor opresivo y una presencia colosal, un ser de pura energía que observaba desde las sombras, esperando.

Estos episodios oníricos eran tan intensos que la línea entre la vigilia y el sueño comenzó a difuminarse. A veces, durante el día, creía ver por el rabillo del ojo las sombras de esas figuras pétreas moviéndose en los pasillos desiertos de la casa, o escuchaba el eco lejano de los cantos rituales de sus sueños, mezclándose con el sonido del viento.

Javier, por su parte, experimentaba una metamorfosis de naturaleza opuesta, pero igual de profunda. Donde Isabel se volvía más etérea y sensible a lo invisible, Javier se encapsulaba en una coraza de frialdad emocional cada vez más impenetrable. El joven serio y responsable que intentaba emular a su padre muerto comenzó a desvanecerse, reemplazado por una presencia distante y casi automática. Sus emociones, nunca exuberantes, parecieron apagarse por completo, como si un interruptor interno hubiera sido accionado. Ya no reaccionaba a las pequeñas frustraciones del día a día, ni mostraba el más mínimo interés por las actividades que antes le complacían, como cabalgar por los límites de la propiedad o reparar las herramientas viejas. Su rostro se convirtió en una máscara impasible y su voz, cuando hablaba, era un monótono sin inflexiones.

Esta desconexión no era solo emocional, sino también física. Su andar perdió su fluidez natural y se volvió rígido, mecánico. Sus movimientos eran precisos, pero carentes de la gracia orgánica de un cuerpo vivo, como si lo estuvieran manipulando desde dentro con hilos invisibles. A veces, Lucía lo encontraba de pie en medio de una habitación, completamente inmóvil, mirando fijamente la pared sin verla durante largos minutos. Cuando ella lo llamaba, él se volvía lentamente. Sus ojos, antes vivaces, ahora parecían de cristal y respondía con frases cortas y vacías de contenido real. Era como si algo dentro de él, su esencia, su chispa vital, se estuviera desconectando progresivamente de su humanidad, dejando atrás un cascarón que cumplía órdenes. La proximidad forzada con Isabel, lejos de generar alguna chispa de complicidad o terror, solo parecía acelerar este proceso. La trataba con una cortesía fría y distante, como si ella fuera un mueble más en la habitación, un objeto necesario para un procedimiento que debía llevarse a cabo.

Lucía observaba estos desarrollos no con la preocupación histérica de una madre, sino con la serena y aterradora certeza de una suma sacerdotisa que ve cómo se alinean los augurios. Para ella, la palidez de Isabel no era un síntoma de alarma, sino el signo de una purificación, de que el cuerpo de su hija se estaba preparando para ser un recipiente más puro para la esencia familiar. Los sueños y las visiones no eran pesadillas, sino comunicaciones de los ancestros, la confirmación de que los dones se estaban manifestando con una fuerza inusitada. La frialdad de Javier no era una pérdida, sino una necesaria supresión del ego individual, un paso esencial para fundirse en una unidad superior.

Cada cambio extraño, cada manifestación inquietante, era para Lucía una pieza más que encajaba perfectamente en el puzle de su creencia. Anotaba meticulosamente sus observaciones en los márgenes del viejo libro de familia, registrando lo que ella interpretaba como “El despertar del linaje” con una caligrafía firme y segura.

La casa misma parecía respirar al unísono con esta transformación. Los olores cambiaron. El aroma a tierra húmeda y leña quemada que siempre había caracterizado la hacienda, fue reemplazado a veces por un olor metálico y dulzón, como de cobre y flores marchitas, que aparecía de la nada y se desvanecía con la misma rapidez. Los sonidos se distorsionaban. El tic tac del reloj a veces parecía acelerarse hasta un repique frenético y otras ralentizarse hasta casi detenerse. Una tarde, Manuel, el hermano pequeño, corrió aterrorizado hacia su madre, diciendo que había visto a Isabel flotando a un palmo del suelo en su habitación, sus ojos brillando como carbunclos en la penumbra. Lucía, en lugar de asustarse, reprendió al niño por espiar y lo envió a su cuarto. Para ella, incluso eso era una señal más, una demostración del poder que se acumulaba en el interior de sus hijos. Un poder que pronto sería canalizado y consumado en la ceremonia que se aproximaba. El mundo conocido se estaba resquebrajando y de las grietas emanaba una realidad diferente, más antigua y oscura, y Lucía Mendoza no solo no temía adentrarse en ella, sino que la recibía con los brazos abiertos, convencida de que era el destino glorioso que su sangre se merecía.

En el pueblo de San Miguel del Alto, el Dr. Agustín Herrera era una figura de incuestionable respeto y una curiosidad científica que desbordaba los límites de su pequeña consulta. Hombre de mediana edad, metódico y de trato calmado, llevaba más de una década atendiendo los males y quebrantos de salud de la familia Mendoza. Sus visitas esporádicas a la hacienda aislada eran para él una incursión en un mundo paralelo, un remanente de un México arcaico que persistía entre las brumas de la sierra.

Sin embargo, tras la muerte de Francisco, notó que el velo de misterio que siempre había rodeado a los Mendoza se espesaba hasta volverse opaco. Su última visita, realizada con el pretexto de un chequeo rutinario para los jóvenes, había dejado en él una inquietud profunda que no lograba disipar. La imagen de Isabel Mendoza se le había quedado grabada con la nitidez de una fotografía inquietante. La palidez marmórea de la joven, que Lucía atribuyó con despreocupación a la pena y los desvelos, a él le pareció antinatural. Al auscultarla, su ritmo cardíaco le había parecido curiosamente lento, acompasado como un reloj de péndulo en una catedral vacía. Pero fueron sus ojos lo que más lo perturbó. Al dirigir el haz de su pequeña linterna hacia sus pupilas, no solo se contrajeron con normalidad; por un instante fugaz, el doctor Herrera juró haber visto un destello en su profundidad, un punto de luz ámbar que no era el mero reflejo del instrumento, sino que parecía emanar del interior del globo ocular mismo, como una chispa de mineral fosforescente. Isabel lo había mirado entonces, y en esa mirada no había rastro de la timidez adolescente que recordaba, sino una consciencia antigua y serena que lo traspasó, dejándolo con una sensación de vulnerabilidad para la que no tenía nombre.

Javier, por su parte, era el polo opuesto. Su examen físico no reveló ninguna anomalía, pero su comportamiento era el de un autómata. Respondía a las preguntas con monosílabos, su mirada estaba fija en un punto lejano más allá de la habitación, y su pulso, al tomárselo, era de una frialdad de yunque en un día de invierno. Lucía, presente en todo momento, ejercía un control férreo sobre la situación, desviando las preguntas más incisivas con evasivas elegantes y una sonrisa fría que no llegaba a sus ojos. “Son tiempos de ajuste, doctor. La familia debe fortalecerse desde dentro”, le dijo en un momento. Una frase que en ese momento le pareció extraña, pero que rumiándola después adquirió un cariz siniestro.

De regreso a San Miguel, la inquietud del doctor Herrera se transformó en una obsesión silenciosa. Su mente, entrenada en el método científico, se rebelaba contra lo que sus sentidos le decían. Comenzó a indagar, primero con discreción, luego con una determinación creciente. Su investigación empezó en los archivos polvorientos de la Iglesia del Pueblo, donde los registros bautismales y matrimoniales se remontaban a finales del siglo XVII. Allí, entre actas amarillentas y letras desvaídas, encontró el primer patrón claro. Los Mendoza, generación tras generación, mostraban una alarmante tendencia a contraer nupcias entre parientes cercanos. No eran solo primos hermanos. Encontró registros de uniones entre tíos y sobrinas y, en dos ocasiones, borrosas pero legibles, entre hermanos. Cada una de estas uniones estaba marcada con una pequeña cruz y una anotación en latín que, tras consultar con el anciano párroco, tradujo como: “Ad sanguinis puritatem” (Para la pureza de la sangre).

Intrigado, amplió su búsqueda a los registros civiles y a los diarios personales de algunas de las familias más antiguas del pueblo que custodiaban recuerdos como reliquias. Encontró referencias dispersas, menciones en diarios sobre los “dones” de los Mendoza, siempre seguidas de relatos sobre hijos nacidos con “deformidades del espíritu” que nunca se mostraban en público, o de muertes prematuras por “fiebres del cerebro”. Un diario particularly explícito, escrito por la esposa de un antiguo jefe político a principios del siglo XX, describía a un Mendoza de esa época como un hombre de una “fuerza sobrenatural, pero con ojos vacíos, como si detrás de ellos no hubiera alma, sino el eco de la montaña”.

Fue en la biblioteca de un monasterio abandonado a un día de caballo del pueblo donde el doctor Herrera encontró la pieza clave que transformó su inquietud en genuino terror. Entre tomos de teología y herbarios medievales, dio con un manuscrito encuadernado en piel de animal, escrito por un misionero jesuita del siglo XVIII. El texto, titulado “De Spiritus Terrae et Sanguinis” (Sobre los Espíritus de la Tierra y la Sangre), hablaba de las creencias de los pueblos originarios de esa región específica de la Sierra Madre. Describía la adoración a una entidad a la que se referían como “El Corazón de la Montaña”, un ser o fuerza ancestral que habitaba en las profundidades de la tierra, un espíritu de la roca y la raíz sediento de continuidad.

El manuscrito detallaba cómo, según la leyenda, esta entidad podía fusionarse con un linaje humano mediante pactos rituales y la preservación extrema de la sangre. A cambio de la esencia vital de la individualidad, la entidad otorgaba a la familia dones, vigor, longevidad y una conexión con el conocimiento ancestral de la tierra. El precio, advertía el jesuita con tono de admonición, era la pérdida gradual de la humanidad, la disolución del “yo” en una conciencia colectiva que servía de vasallo y recipiente al Corazón de la Montaña. La descripción de los “elegidos”: “Su piel se vuelve pálida como la luna llena, sus ojos brillan con la luz de las profundidades y sus almas se entrelazan hasta fundirse en una sola sombra”, le erizó la piel al doctor. Era una descripción exacta de lo que él había visto en Isabel y Javier.

La investigación del Dr. Herrera ya no era una mera curiosidad profesional. Se había topado con algo que desbordaba por completo los límites de su comprensión médica. No estaba ante un simple caso de los estragos físicos y mentales de la endogamia, sino ante algo infinitamente más oscuro y complejo: una presencia ancestral, un parásito espiritual que se alimentaba de la sangre de una familia a lo largo de generaciones. Estaba alcanzando un punto crítico. Los cambios en Isabel y Javier no eran síntomas de una enfermedad, sino las señales de una transformación ritual, la preparación de los vasos para una entidad que se cernía sobre ellos, preparándose para un renacimiento que consumiría lo último que les quedaba de humanidad. El médico, sentado en su consulta con el manuscrito abierto sobre su escritorio, sintió el peso abrumador de un conocimiento que no deseaba poseer. Sabía que tenía que actuar, pero ¿cómo detener una fuerza que llevaba siglos gestándose en la oscuridad de la sierra y en la sangre de una familia? El tiempo, comprendió con un escalofrío, se estaba agotando.

La sierra entera pareció contener la respiración. En las jornadas previas al solsticio de invierno, una quietud anómala, pesada y expectante, se apoderó del paisaje. Los pájaros cesaron su trinar al amanecer. El viento habitual que serpenteaba entre los cañones se aplacó hasta convertirse en un suspiro apenas perceptible, y hasta el rumor del arroyo pareció amortiguarse, como si las propias aguas fluyeran con sigilo.

En la hacienda de los Mendoza, este silencio exterior se tradujo en una tensión interior casi insoportable, una presión atmosférica que oprimía los tímpanos y aceleraba los latidos del corazón. Lucía, convertida ya en la suma sacerdotisa de un rito que solo ella parecía comprender en toda su magnitud, se movía por la casa con una calma ultraterrena. Sus pasos silenciosos sobre las baldosas de barro cocido eran los únicos sonidos que rompían el mutismo sepulcral de aquellas estancias. Su obsesión había trascendido la mera convicción para transformarse en una certeza absoluta, en una fe inquebrantable en el destino glorioso que aguardaba a su linaje.

La habitación seleccionada para la ceremonia, ubicada en el corazón mismo de la construcción más antigua, donde las paredes de adobe tenían metros de grosor y no llegaba ningún atisbo del mundo exterior, fue preparada con una minuciosidad que rayaba en lo obsesivo. Lucía dedicó jornadas enteras a su acondicionamiento, rechazando cualquier ayuda, incluso la de sus hijos, que observaban sus idas y venidas con una mezcla de fascinación y pavor.

Barrió el suelo de tierra batida hasta dejarlo liso como la superficie de un lago en calma. Luego lo roció con agua en la que había macerado hierbas aromáticas de olor penetrante y amargo: ruda, artemisa y una variedad local de salvia que los indígenas usaban en rituales de purificación. Las paredes, desnudas de cualquier cuadro o adorno, fueron frotadas con ceniza y carbón vegetal, trazando con los dedos en la penumbra símbolos que solo ella podía descifrar, patrones geométricos que recordaban a los que Isabel veía en sus sueños. No había muebles, excepto por un arcón de madera oscura y pesada, tallado con espirales que parecían moverse si se les miraba fijamente y en cuyo interior guardaba los objetos rituales.

En la víspera del solsticio, Lucía extrajo del arcón varios cirios gruesos fabricados con la cera de abejas silvestres que anidaban en los acantilados más inaccesibles de la sierra. Su olor, al encenderlos, no era dulce, sino terroso y denso, impregnando el aire con una fragancia primitiva. Los dispuso formando un círculo perfecto en el centro de la estancia y, dentro de este, un triángulo invertido. La luz que proyectaban no era cálida y acogedora, sino trémula y nerviosa, haciendo danzar las sombras de manera errática, como si estas tuvieran vida propia y se resistieran a permanecer quietas. El ambiente en la habitación se cargó de una electricidad estática que erizaba el vello de los brazos y producía un leve zumbido en los oídos, un sonido de baja frecuencia que se colaba en el cráneo y resonaba en los huesos.

Isabel y Javier fueron preparados por su madre de manera separada y en silencio. A Isabel la vistió con una túnica blanca de un lino antiguo y áspero, tan fino que resultaba casi transparente a la luz de las velas. Le soltó la cabellera, peinándola con sus dedos hasta que cayó en ondas oscuras sobre sus hombros, y le frotó las cienes con una esencia aceitosa extraída de las raíces de una planta que solo crecía en las laderas norte de los cañones. Una planta que el manuscrito del jesuita mencionaba como “la llave que abre la puerta de los sueños”. La joven permanecía pasiva, sus ojos de brillo antinatural fijos en la nada, su cuerpo ligero, como si ya hubiera comenzado a desprenderse de la gravedad terrenal.

A Javier lo vistió con una túnica negra de similar factura. Su rostro era una máscara de piedra, impasible. Lucía le entregó un cuenco de madera tallada con un líquido oscuro y espeso en su interior, una infusión de cortezas y hongos que él bebió de un trago sin pestañear, como un soldado cumpliendo una orden. Una vez consumido, un estremecimiento casi imperceptible recorrió su cuerpo y sus pupilas se dilataron hasta cubrir por completo el iris, volviendo sus ojos dos pozos de oscuridad absoluta en los que la luz de las velas se hundía sin reflejarse.

Cuando el sol comenzó a descender detrás de las montañas, tiñendo el cielo de un rojo profundo como un tajo sangrante en el horizonte, Lucía los condujo a la habitación ritual. Cruzar el umbral fue como penetrar en una burbuja de realidad alterada. El aire era aún más denso, más pesado, y el zumbido se intensificó, mezclándose ahora con un rumor sordo, un canto lejano y polifónico que parecía emerger de las propias paredes. Los hizo colocarse en el centro del círculo de velas. Isabel en el vértice superior del triángulo invertido, Javier en uno de los inferiores. Lucía se situó en el tercer vértice, fuera del círculo, como la directora de una orquesta silenciosa.

Comenzó entonces a entonar unas palabras en una lengua que no era el español ni ninguna de las lenguas indígenas de la región conocidas. Era un idioma gutural, de sonidos ásperos y clics linguales, cuyas palabras resonaban con una vibración física en el pecho de quienes las escuchaban.

A medida que el canto de Lucía ganaba en intensidad y velocidad, los hermanos comenzaron a experimentar cambios visibles. Isabel cerró los ojos y su cuerpo empezó a mecerse con lentitud, como si una corriente submarina la acunara. De sus labios entreabiertos escaparon susurros, al principio ininteligibles, que poco a poco se fueron sincronizando con el canto de su madre, como un eco. Javier, por su parte, permaneció rígido, pero de sus manos colgadas inertes a los costados comenzó a emanar un leve vapor, una neblina fría que se arremolinaba alrededor de sus dedos.

La luz de las velas se volvió entonces errática, parpadeando de manera caótica, y las sombras que proyectaban en las paredes ya no eran las suyas. Las siluetas se alargaron, se retorcieron, se fusionaron. Ya no eran dos sombras, sino una masa oscura y palpitante que se agitaba en la piedra; una forma amorfa que poco a poco fue definiendo contornos que evocaban algo antiguo y colosal: la cabeza de un felino, las alas membranosas de un murciélago gigante, las raíces retorcidas de un árbol milenario. Dentro del círculo, la individualidad de Javier e Isabel comenzó a desdibujarse de manera tangible. Ya no eran dos conciencias separadas, enfrentándose a un destino aterrador, sino dos corrientes de un mismo río confluyendo.

La fusión fue total. El aire en la habitación se solidificó, volviéndose denso y frío como el mármol de una tumba. Javier e Isabel, o lo que quedaba de ellos, se irguieron al unísono, sus movimientos ya no eran humanos, sino perfectamente sincronizados, como dos marionetas movidas por un solo hilo. Abrieron los ojos, y ahora ambos brillaban con la misma luz ámbar antinatural, dos carbones encendidos en la oscuridad. La sombra en la pared dejó de agitarse; se contrajo y se definió, tomando la forma de una deidad de piedra con fauces de jaguar, exactamente como en las visiones de Isabel.

Lucía cayó de rodillas, con lágrimas de éxtasis corriendo por su rostro tallado. “La sangre prevalece”, susurró, su voz rota por una reverencia fanática. “El linaje se renueva”.

Fue en ese preciso instante de profana consagración cuando la puerta de la habitación saltó de sus goznes, golpeando la pared con la fuerza de una explosión. El Dr. Agustín Herrera irrumpió en la estancia, su rostro pálido por el terror y la carrera, empuñando en su mano no un arma, sino el manuscrito jesuita.

“¡Deténgase, Lucía!”, gritó, su voz científica temblando ante la escena imposible. “¡No sabe lo que ha hecho! ¡No es preservación, es una abominación! ¡Están alimentando a un parásito!”

Lucía se volvió hacia él, su rostro contorsionado por una furia que no era humana. “¡Hereje! ¡Llegas tarde!”, siseó.

Herrera avanzó, intentando razonar con la locura. “Isabel, Javier, ¡escúchenme! ¡Recuerden quiénes son!”.

Las dos figuras en el centro del círculo giraron la cabeza al unísono. El movimiento fue antinatural, como el de una lechuza. Lo miraron, pero no lo vieron. Y entonces, hablaron. No fue la voz de Javier ni la de Isabel. Fue un sonido gutural y polifónico, el mismo canto que Lucía había entonado, un coro de ecos que pareció nacer de la tierra misma.

El doctor retrocedió, el manuscrito cayendo de sus manos flácidas. Su mente, entrenada en la lógica y la razón, no pudo soportar la realidad que tenía delante. No sintió un golpe físico. Sintió el peso de la montaña, la presión de una conciencia ancestral que se vertía en la suya, ahogándolo.

Cayó al suelo, sus ojos abiertos de par en par, fijos en el techo, un hilo de baba escapando de sus labios. Su corazón seguía latiendo, pero el Dr. Herrera ya no estaba allí.

La ceremonia había sido interrumpida, pero no fallida. La entidad, “El Corazón de la Montaña”, había sido anclada. Las dos figuras, Javier e Isabel, permanecieron inmóviles. La luz ámbar en sus ojos se atenuó, volviéndose opaca, como la de un animal que ha comido y ahora descansa.

Lucía Mendoza se levantó lentamente. Miró el cuerpo inmóvil del doctor con desdén, un pequeño precio por la eternidad. Se acercó a sus hijos, que ahora eran mucho más que eso. Eran el recipiente, el nuevo pilar de la familia. La pureza se había mantenido.

Afuera, el solsticio había pasado. La primera luz del día más corto del año luchaba por penetrar la bruma de la sierra. En la hacienda, todo estaba en silencio. Desde la oscuridad del pasillo, Manuel, el hermano menor, lo había visto todo. Vio la sombra, oyó la voz y observó cómo el doctor caía. Sin hacer ruido, el niño de doce años dio media vuelta y corrió. Corrió sin mirar atrás, bajando por la sierra, llevando consigo el secreto y la única chispa de humanidad que había logrado escapar de la casa Mendoza. Corrió hacia el mundo exterior de 1972, un mundo que ya no parecía una ficción lejana, sino la única salvación posible.