Un ladrón entra a robar una casa y se encuentra a una abuela que lo confunde con su nieto. No solo no roba: le cocina.
Llevaba tres semanas vigilando esa casa. Sabía que vivía sola, una anciana que apenas salía. La vi por la ventana un par de veces, moviéndose despacio entre las sombras del interior. Era el blanco perfecto.
Esa noche forzé la ventana de la cocina sin hacer ruido. Mis manos ya no temblaban como antes; después de dos años en esto, había perfeccionado la técnica. Entré con la linterna apagada, dejando que mis ojos se acostumbraran a la oscuridad. El plan era simple: buscar joyas, dinero, algo de valor, y largarme.
Avanzaba por el pasillo cuando escuché una voz.
—¿Carlitos? ¿Eres tú, mi amor?

Me quedé congelado. La luz de una lámpara se encendió en la sala. Ahí estaba ella, sentada en un sillón desgastado, con una manta sobre las piernas y una sonrisa que le arrugaba toda la cara.
—Sabía que vendrías —dijo, y sus ojos brillaron—. Siempre vienes los viernes.
Debí salir corriendo. Eso habría hecho cualquiera con dos dedos de frente. Pero algo en su mirada me clavó al suelo. Me miraba con tanto cariño, con tanta esperanza.
—Yo… —tartamudeé.
—Ven, ven —me hizo señas con la mano—. Qué alto estás. Cada vez que te veo has crecido más. Siéntate, siéntate.
Me acerqué como hipnotizado. Ella me tomó de la mano, y su piel era tan delgada que sentí los huesos bajo mis dedos.
—Debes tener hambre. ¿Ya cenaste?
—No, yo…
—Por supuesto que no. Los jóvenes nunca comen bien. Voy a prepararte algo.
Se levantó con dificultad, apoyándose en el brazo del sillón. Intenté ayudarla, casi por instinto.
—Gracias, mi cielo. Eres tan considerado, igual que tu abuelo.
Me llevó a la cocina, encendió la luz, y empezó a sacar cosas del refrigerador. Yo me quedé ahí parado, con mi sudadera negra y mis guantes, sintiéndome el criminal más estúpido del mundo.
—Tengo un poco de estofado del almuerzo. Te va a encantar. Le puse esas hierbas que tanto te gustan.
—Señora, yo creo que…
—Nada de “señora” —me interrumpió, moviendo una cuchara de madera en el aire—. Soy tu abuela, Carlitos. ¿Qué te pasa hoy? ¿Estás enfermo?
Se acercó y me puso la mano en la frente.
—No tienes fiebre. Pero te ves cansado. ¿Estás estudiando mucho?
Asentí sin pensar. Ella sonrió.
—Así me gusta. La educación es lo más importante. Tu madre estará orgullosa.
Sirvió el estofado en un plato hondo y lo puso frente a mí en la mesa. El olor me golpeó: carne guisada, papas, zanahorias. No recordaba la última vez que había comido algo casero.
—Come, come. Está calentito.
Me quité los guantes lentamente y tomé la cuchara. El primer bocado fue… no sé cómo describirlo. Era como comer un recuerdo que nunca tuve.
—¿Está rico? —preguntó, sentándose frente a mí con una taza de té.
—Sí —murmuré—. Muy rico.
—Me alegro tanto. Sabes, a veces pienso que no vienes porque mi comida ya no te gusta. Uno envejece y… bueno, las cosas cambian.
—No —dije rápido—. La comida está perfecta.
Ella me miró con esos ojos pequeños, llenos de cariño, y sentí algo quebrarse dentro de mí.
—Cuéntame, ¿cómo te va en la universidad?
Inventé cualquier cosa. Le dije que bien, que estaba en tercero, que estudiaba… no sé, dije lo primero que se me ocurrió. Ella escuchaba atenta, asintiendo, haciendo preguntas. Me preguntó por amigos que no existían, por una novia imaginaria, por planes que nunca haría.
Terminé el plato y ella me sirvió más. Y luego más. Comí hasta que el estómago me dolió, pero no pude decirle que no.
—¿Un cafecito? —ofreció.
—Sí, gracias.
Mientras preparaba el café, noté las fotos en la pared. Un chico joven, de mi edad más o menos, en varias etapas de su vida. En una tenía como diez años, en otra era adolescente. En ninguna era un adulto.
—¿Hace cuánto que no viene Carlitos? —pregunté sin pensar.
Ella se quedó quieta frente a la estufa. Por un momento pensé que había metido la pata, que me había descubierto.
—Tres años —dijo suave—. Tres años el próximo mes.
—Lo siento.
—Un accidente de moto. Tan joven, tan lleno de vida. —Se volvió hacia mí, limpiándose una lágrima—. Pero tú estás aquí ahora. Eso es lo que importa.
Me sirvió el café y nos quedamos en silencio. Un silencio cómodo, como el que comparten las personas que se conocen hace años.
—Señora… —empecé.
—Abuela —corrigió.
Tragué saliva.
—Abuela. Yo tengo que irme.
—Tan pronto —su rostro se entristeció—. ¿Volverás el próximo viernes?
Debí decir que no. Debí largarme y no mirar atrás.
—Sí —dije—. Volveré.
Su sonrisa fue como un golpe en el pecho.
Me levanté. Ella me acompañó hasta la puerta principal.
—Ten cuidado, mi amor. Y abrígate, hace frío.
—Sí, abuela.
Me abrazó. Era tan pequeña que apenas me llegaba al pecho. Olía a jabón de lavanda y a esa comida que me había preparado.
Salí a la calle. La ventana que había forzado seguía abierta. La cerré desde afuera antes de irme.
Esa noche dormí en mi cuartucho de siempre, pero por primera vez en años no tuve pesadillas
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