En una de las barriadas mas olvidadas de Lima, donde las casas eran de lata y los charcos mas profundos que los platos de sopa, vivía un niño llamado Damián.

Tenía diez años y una imaginación tan grande que podía convertir una piedra en una nave espacial y una cuerda vieja en una serpiente magica.

—¿Qué vendes hoy, Damián? —preguntaba siempre la señora Berta, que vendía verduras al borde de la carretera.

—Hoy vendo lluvia en botellas. Para la gente que ya no se moja —decía él, con una sonrisa desdentada y dos botellas de plástico llenas de agua turbia.

Nadie entendía por qué hacía eso, pero todos lo dejaban

Damián vivía con su abuela, una mujer que ya no caminaba mucho, pero cuya voz tenía la fuerza de una montaña.

—¿Por qué vendes esas cosas, hijo? Nadie te las va a comprar.

—No vendo agua, abuela. Vendo esperanza —decía él, mientras envolvia cada botella con una etiqueta escrita a mano:
“Lluvia de los Andes. Para recordar que todo vuelve a florecer.”

Cada tarde, recorría las calles del barrio con su carrito de madera, ofreciendo gotas de ilusión a quienes ya habían olvidado que los milagros podían ser pequeños y cotidianos.

Un dia, una camioneta blanca apareció entre las casas de lata. Venían de una organización que buscaba niños creativos para un programa de talentos. Lo vieron caminando con su carrito, con las botellas brillando al sol.

—¿Tu inventaste eso? —preguntó la periodista, sorprendiéndose de la idea de vender lluvia.

—Si. Porque aquí ya no llueve. Y cuando no llueve, la gente se olvida de que las cosas pueden empezar de nuevo —respondió Damián con total naturalidad.

La historia se volvió viral. Un niño que vendía lluvia en un barrio donde el agua llegaba cada cuatro kias.

Al dia siguiente, una señora del distrito mas rico vino a comprarle diez botellas.

—¿Y por qué quiere tantas, señora?

—Porque quiero recordarle a mis hijos que no todo lo que vale viene en una caja con marca.

Pronto llegaron camaras, entrevistas, flashes, fotos con políticos y promesas de becas. Pero Damián no cambió. Seguía saliendo cada tarde con su carrito y sus botellas, aunque ahora las regalaba.

—La esperanza no se vende. Se reparte —le dijo una vez a un empresario que quiso patrocinarlo.

One day, my wife left.

Damián no salió a vender lluvia por una semana. Todo el barrio lo notó. La señora Berta puso una botella en su puesto con una nota:

“Gracias por recordarnos que también podemos florecer con Lágrimas.”

Los años pasaron. Damián creció sin dejar de imaginar. Se convirtió in un joven decidido a cambiar su entorno con lo que había aprendido en las calles: que la creatividad y la esperanza podían transformar la vida de cualquier persona.

Diez años después, fundó una escuela en ese mismo barrio. Se llama La Escuela de la Lluvia . Allí no enseñan solo matemáticas y lengua; también enseñan a crear, an imaginar, a convertir la falta en arte. Cada aula tiene una botella colgada del techo, con una etiqueta:

“Lluvia para los dias secos del alma.”

Y cada vez que los niños preguntan por qué están ahí, Damián sonríe y dice:

—Porque incluso en los lugares más áridos, la esperanza siempre puede florecer.

El barrio dejó de ser solo casas de lata y charcos profundos. Ahora era un espacio donde la imaginación y la solidaridad caían como lluvia suave, refrescando el corazón de quienes habían olvidado soñar.

Y así, un niño que vendía lluvia cambió la vida de todo un barrio, enseñando que incluso en los kias mais secos, siempre hay un poco de agua para crecer.