El Legado de la Tierra Húmeda

¿Alguna vez te has preguntado qué podría estar escondiendo un padre en las páginas más oscuras de su diario? Esas que jamás quiso que nadie leyera. Porque este cazador dejó algo ahí, algo que ni él mismo pudo admitir en voz alta. Lo que sus propias hijas hacían en el sótano con su hermano cada noche. Un ritual que ningún ser humano debería presenciar jamás.

Antes de seguir, dime, ¿desde dónde me estás escuchando y cuál es tu nombre? La historia comienza en un pequeño pueblo oculto, entre montañas densas y un frío que parecía no terminar nunca. Todos conocían al cazador Ernesto Rivas, un hombre reservado, duro como la propia sierra, alguien que hablaba poco y observaba mucho. Lo que casi nadie sabía era que Ernesto guardaba un diario, un cuaderno de cuero viejo donde anotaba cada detalle de sus días, pero también las cosas que lo perseguían por las noches. Era su refugio, su confesionario.

Su familia vivía apartada en una cabaña de madera que solía crujir incluso sin viento. Sus hijas, Clara y Luciana, siempre fueron descritas por los vecinos como extrañas, demasiado silenciosas, demasiado conectadas entre sí, como si compartieran un secreto constante. Y el hermano menor, Tomás, un niño frágil, tímido, siempre con los ojos bajos, como si temiera algo que nadie más podía ver. Los pocos que se aventuraban a visitar la casa notaban un olor leve a tierra húmeda y a madera vieja, un aroma que parecía subir desde el sótano. Pero cuando preguntaban, Ernesto simplemente sonreía de canto, como quien esconde algo que prefiere no explicar.

Lo extraño es que nada de lo que estaba por venir apareció primero en rumores del pueblo, ni en gritos en la madrugada, ni en un accidente. Todo empezó cuando un guardabosques llamado Mateo Ferrer encontró el diario del cazador abandonado a la orilla del río, empapado, pero todavía legible, y lo abrió sin imaginar que cada página lo arrastraría hacia un terror imposible de olvidar.

Mateo Ferrer sostuvo el diario entre las manos como si cargara un pedazo de piel humana fría, pesada y húmeda. El cuero del cuaderno estaba tan hinchado por el agua del río que parecía respirar, como si cada fibra contuviera un rastro de aquello que había presenciado. Él no solía ser curioso, por eso lo respetaban en el pueblo. Pero algo en ese objeto le hacía sentir que no debía devolverlo sin antes entender qué escondía. Tal vez era la forma en que la inicial “E.R.” estaba raspada, casi arrancada, como si el dueño hubiera intentado borrar su propia identidad.

Mateo abrió el diario bajo un pino enorme donde la luz filtrada dejaba manchas amarillentas en la página húmeda. El primer trazo era irregular, como si el cazador hubiera escrito con la mano temblorosa: “He escuchado pasos otra vez debajo de la casa, no míos, no de ellos, de algo más.”

Mateo frunció el ceño. Conocía a Ernesto Rivas desde hacía años y nunca lo había visto escribir algo que no fuera una lista de animales rastreados o la descripción del clima. Esas palabras, sin embargo, cargaban un peso emocional que no se correspondía con la imagen del cazador fuerte e inexpresivo que todos conocían. Mientras leía, el viento movió las ramas del pino, haciendo que la sombra temblara. Era como si el bosque entero tratara de ver también lo que estaba allí dentro.

Las páginas siguientes describían inquietudes en la casa familiar. Ernesto narraba que escuchaba murmullos provenientes del sótano. No eran voces completas, eran susurros, palabras entrecortadas, demasiado suaves para ser entendidas, pero lo bastante repetitivas como para hacerle perder el sueño. “Parecen rezos”, escribió, “pero no conozco esa lengua”.

Mateo levantó la vista hacia el bosque profundo. A lo lejos vio al viejo leñador Ramiro Campos, que avanzaba con su hacha al hombro, moviéndose como si cada paso le doliera. Ramiro levantó la mano para saludar, pero Mateo no la devolvió. Sentía que romper el silencio en mitad de una lectura tan perturbadora sería como dejar escapar algo que todavía no estaba listo para salir. Aún así, anotó mentalmente hablar con Ramiro luego. El hombre era uno de los pocos que visitaban la casa de los Rivas de vez en cuando para comprar pieles o carne.

La siguiente entrada lo hizo apretar los dientes. “Clara y Luciana han cambiado. Ya no juegan afuera, ya no ríen. Se miran entre ellas como si compartieran pensamientos. No he visto a Tomás en todo el día. Dice Clara que está descansando, pero escucho algo moviéndose abajo.”

Mateo tragó en seco. Recordaba a las niñas, dos adolescentes de ojos claros, siempre descalzas, siempre juntas. Había algo inquietante en ellas, pero nunca pensó que fuera más que timidez. Ahora, mientras leía, la idea de que esas muchachas se movieran por la casa en silencio lo hacía sentir un escalofrío desagradable. El guardabosques pasó la mano por la siguiente página, que estaba arrugada y marcada por un rasguño profundo, como si una uña la hubiera desgarrado. La entrada decía: “Hoy bajé al sótano. No debía hacerlo. Las paredes estaban frías, demasiado frías, como si algo respirara allí dentro. Clara estaba de pie al final de la escalera, mirándome sin parpadear. Dijo que no debía entrar, que mamá no lo permitiría… pero su madre murió hace dos años.”

Mateo cerró el diario por un momento. El bosque parecía más silencioso que antes. Ni pájaros, ni insectos, ni siquiera el sonido distante del río. Era como si el entorno conociera aquella historia y esperara paciente a que él siguiera leyendo. Lo hizo. “Las niñas han comenzado a hablar de su madre como si todavía viviera con nosotros. Luciana dijo que la escuchan por las noches, que les da instrucciones. Tomás… Tomás ya no quiere comer. Temo que algo sucede ahí abajo, pero no me atrevo a preguntar.”

A Mateo le pasó un pensamiento fugaz por la cabeza: ¿Y si el niño estaba enfermo? ¿Y si Ernesto, agotado y aislado, estaba perdiendo la lucidez? Pero entonces apareció una frase que le borró cualquier intento de explicación lógica: “He visto sombras moverse detrás de ellas. No puedo describirlas. No puedo admitirlo. Pero ellas… ellas sonríen cuando las ven.”

El guardabosques sintió como si alguien lo observara desde los árboles. Se giró. Nada, solo el bosque quieto y el tronco húmedo del pino. Sin embargo, ese vacío absoluto era peor que si hubiera encontrado una figura allí. Continuó leyendo. “Me desperté con un ruido metálico. Corrí hacia la puerta del sótano, pero estaba cerrada. Escuché la voz de Tomás, débil, como si estuviera rezando. No entendí las palabras. Cuando las niñas salieron, tenían las manos manchadas de tierra.”

Mateo se levantó de golpe. La tensión en su pecho era tan fuerte que tuvo que apoyar una mano en el árbol para no perder el equilibrio. Tierra, manos sucias, rezando. Todo eso le recordaba algo que había visto antes, hace años, en una cabaña abandonada en el lado norte del bosque, pero su mente evitó completarlo. Volvió al cuaderno. “Encontré un dibujo debajo de la cama de Clara: un círculo, marcas, una figura en el centro, tres siluetas a su alrededor. No quiero creer que sean ellos.” El resto de la página estaba rayado como si Ernesto hubiera entrado en pánico mientras escribía. Pero al final, casi ilegible, había una frase: “Si alguien encuentra esto, no deje que ellas lo sigan. No deje que lo encuentren.”

Mateo sintió un impulso repentino de cerrar el diario y arrojarlo al río, pero algo dentro de él, una mezcla de deber, miedo y una curiosidad casi malsana, le dijo que tenía que seguir. No solo por él, sino por el pueblo. Porque si lo que Ernesto temía estaba vivo, podría salir de ese sótano. Un crujido a su derecha lo hizo girar con violencia. Era un joven ayudante del aserradero, Julián Torres, que cargaba un fardo de leña. Nervioso, Julián preguntó si todo estaba bien. Mateo apenas pudo responder. Guardó el diario en su mochila como quien encierra un animal vivo, y volvió al pueblo con pasos apurados, sabiendo que esa lectura apenas había abierto la primera puerta de algo mucho más oscuro. Y en algún lugar, detrás de los árboles, dos sombras delgadas parecían seguirlo.

Mateo llegó al pueblo con el diario guardado tan al fondo de su mochila que casi podía sentir su peso jalándolo hacia abajo. El caserío estaba extrañamente quieto. Al llegar a la estación forestal, encontró a Don Laureano, el viejo encargado. Al contarle lo sucedido y mostrarle el diario, la preocupación de Laureano fue inmediata. Justo entonces, Ramiro, el leñador, entró pálido y sudoroso, confesando haber escuchado ruidos de arrastre en la supuestamente abandonada casa de los Rivas.

Decididos a investigar, los tres hombres se dirigieron a la cabaña al atardecer. La casa emanaba un olor a tierra húmeda y excavación. Un golpeteo metálico rítmico provenía del sótano, acompañado de un murmullo infantil. Mateo, armado de valor, bajó las escaleras mientras los otros dos esperaban arriba, paralizados por el miedo.

Abajo, Mateo encontró una escena de pesadilla: el sótano había sido excavado, convirtiéndose en una cueva de tierra. En el centro, un círculo ritual. Tomás, sucio y catatónico, le advirtió que “Ella” venía. Y entonces, apareció. La madre muerta, o lo que quedaba de ella, bajó las escaleras con movimientos antinaturales, arrastrando una cadena. Clara y Luciana aparecieron de las sombras, tranquilas, cómplices. La criatura habló con una voz que no era humana: “No están solos”.

Clara y Luciana entraron en el círculo. Tomás advirtió que si interrumpían el ritual, la entidad saldría al mundo. Arriba, Ramiro intentó huir, pero Don Laureano gritó al ver su sombra.

—¡Ramiro, tu sombra!

El leñador miró de reojo. Y lo que vio hizo que reculase instintivamente: la sombra no lo seguía con naturalidad. Parecía adelantarse a sus movimientos, como si tuviera una voluntad propia, hambrienta y separada de la luz. Antes de que Ramiro pudiera dar un paso hacia la puerta, la sombra se despegó del suelo. No fue un truco de la luz; la oscuridad se materializó en una masa viscosa y fría que se envolvió alrededor de sus tobillos y subió como una serpiente constrictora hasta su pecho.

Ramiro intentó gritar, pero la negrura se introdujo en su boca, ahogando cualquier sonido. Don Laureano, con los ojos desorbitados, retrocedió tropezando hasta caer sentado en el porche, incapaz de procesar el horror de ver a su amigo siendo consumido por su propia proyección.

Abajo, en el sótano, el sonido de la lucha en el piso superior provocó una reacción inmediata. La “madre” giró su cuello con un chasquido de huesos secos, mirando hacia el techo. Sonrió. No fue una sonrisa maternal, sino una mueca depredadora que rasgó la piel de sus mejillas.

—Alimento —susurró la cosa, y la cadena que arrastraba vibró con violencia.

Mateo, con el corazón martilleando contra sus costillas, comprendió el error de Ernesto. El diario no era solo una advertencia; era un registro de fracasos. Ernesto no había logrado contenerla porque no había entendido el precio.

—¡No la dejes subir! —gritó Tomás, rompiendo su parálisis. El niño se lanzó hacia el círculo, agarrando un cuchillo de piedra que descansaba en el altar improvisado—. ¡Mateo, el círculo! ¡Tiene que cerrarse!

Clara y Luciana comenzaron a cantar más fuerte, sus voces entrelazándose en una cacofonía que hacía doler los dientes. La madre, ignorando a Mateo, comenzó a subir las escaleras de espaldas, con una agilidad arácnida, atraída por la vida que se extinguía arriba.

Mateo tenía una fracción de segundo para decidir. Podía intentar disparar a esa cosa, aunque sabía que las balas no dañarían a algo que ya estaba muerto, o podía hacer lo que el niño pedía. Miró a Tomás, cuyos ojos suplicaban un final, cualquier final.

—¡Hazlo! —bramó Mateo, lanzándose para bloquear el paso de la criatura en la escalera.

Golpeó a la mujer con la culata de su linterna. El impacto sonó como golpear madera podrida. La criatura chilló, un sonido agudo que hizo estallar los frascos de vidrio en la mesa. Mateo fue lanzado hacia atrás por una fuerza invisible, golpeándose contra la pared de tierra. El dolor fue cegador, pero sirvió para ganar tiempo.

Tomás, con lágrimas surcando la suciedad de su rostro, se cortó la palma de la mano con la piedra y dejó caer la sangre sobre la tierra del círculo, justo donde las marcas de rodillas estaban frescas.

—Por la sangre del padre que se fue, y la sangre del hijo que se queda —recitó el niño, su voz adquiriendo esa misma resonancia profunda y antigua que habitaba en la madre.

Al instante, el sótano tembló. Las raíces que asomaban por el techo de tierra cobraron vida, bajando como látigos para envolver a la figura de la madre. Ella se resistió, clavando sus uñas en los escalones de madera, chillando palabras en un idioma olvidado, maldiciendo a su propia descendencia. Pero la fuerza del ritual era absoluta.

Arriba, el silencio cayó de golpe. La sombra que asfixiaba a Ramiro se disolvió, dejando caer el cuerpo inerte del leñador al suelo. Ya no respiraba. La entidad había tomado lo que necesitaba: una vida para pacificar el hambre, y una sangre para sellar la jaula.

En el sótano, las raíces arrastraron a la madre hacia la oscuridad del fondo, hacia un agujero que Mateo no había visto antes detrás del altar. La tierra parecía tragarla, engullendo sus gritos hasta que solo quedó el sonido de la cadena siendo arrastrada hacia las profundidades geológicas de la montaña.

Cuando todo se detuvo, el silencio fue más aterrador que el ruido.

Mateo se levantó, dolorido, sosteniéndose las costillas. Clara y Luciana habían caído al suelo, desmayadas o dormidas. Tomás seguía de pie en el centro del círculo, pero algo en él se había roto para siempre. Miró a Mateo con unos ojos que ya no eran de niño, sino de un anciano atrapado en un cuerpo pequeño.

—Se ha dormido —dijo Tomás, su voz carente de emoción—. Por ahora.

Mateo subió las escaleras tambaleándose. Encontró a Don Laureano llorando sobre el cuerpo de Ramiro. No había marcas en el leñador, solo una expresión de terror puro congelada en su rostro y la piel gris, como si le hubieran drenado cada gota de color y calor.

—Váyanse —dijo Mateo, con una frialdad que lo asustó a él mismo—. Llévenselo. Digan que fue el corazón. Digan que fue un accidente.

—Mateo, ¿qué…? —balbuceó Laureano.

—¡Váyanse! —gritó, empujándolos hacia la salida—. Nadie puede saber lo que hay aquí. Si el pueblo viene… si intentan quemar esto… ella despertará hambrienta. Y esta vez no se conformará con uno.

Don Laureano, roto por el miedo, arrastró el cuerpo de Ramiro fuera de la cabaña bajo la luz de la luna. Mateo se quedó en el porche, viendo cómo se alejaban. Luego, se giró hacia la puerta abierta.

Podía escuchar los susurros de nuevo. Clara y Luciana despertando. Tomás preparando la guardia. Mateo entendió entonces el destino de Ernesto. El cazador no había huido cobardemente. Ernesto se había convertido en parte del cimiento, la primera ofrenda voluntaria para que sus hijos aprendieran el oficio de carceleros.

Mateo cerró la puerta de la cabaña, pero no se fue. Se sentó en los escalones del porche, sacó su arma y la colocó en su regazo. Miró hacia el bosque oscuro que rodeaba la casa. Ahora él sabía la verdad. El pueblo dormía tranquilo no porque no hubiera monstruos, sino porque en esa cabaña, tres niños condenados y un guardabosques roto mantenían la puerta del infierno cerrada.

Sacó el diario de su mochila. Buscó la última página en blanco, tomó un lápiz y, con mano firme, escribió: “Día 1 del nuevo ciclo. Ramiro ha caído. La madre duerme. Yo vigilo.”

Y allí se quedó, convertido en la nueva sombra que custodiaría el secreto de los Rivas, mientras la noche, infinita y paciente, se cerraba sobre ellos.