La Confesión de la Partera

Me llamo María. “María Preta”, como solían llamarme por los caminos de tierra roja y en las casas grandes donde mi presencia era requerida. Hoy cuento sesenta y tres años de vida, y han pasado exactamente treinta y seis desde aquella noche sofocante de agosto de 1859, cuando hice lo que hice.

No escribo esto pidiendo perdón. No busco la absolución de nadie, ni la del sacerdote que me mira con desconfianza en la misa de domingo, ni la de Dios, y mucho menos la de los hombres. Solo cuento esta historia porque necesito que la verdad exista fuera de mi cabeza antes de que yo muera. Necesito sacarla de mi pecho antes de que sea enterrada junto con mi cuerpo cansado en esta tierra de Minas Gerais que tanto ha bebido de nuestro sudor y nuestra sangre.

Lo que hice fue terrible, sí. Fue calculado, frío e irreversible. Pero lo que me hicieron a mí antes de eso fue peor. Y si tienes la paciencia de escuchar hasta el final, tal vez entiendas por qué aquella noche, mientras la Sinhá Beatriz gritaba de dolor en su cama de parto, yo elegí no salvarle la vida. Elegí mirar. Elegí cruzarme de brazos y dejar que la naturaleza siguiera su curso fatal, cargando con ese peso por el resto de mis días.

Las Raíces del Dolor

Nací en el año de 1832 en una hacienda de café llamada “Boa Esperança”, en el sur de Minas Gerais, cerca de la ciudad de Campanha. Mi madre, Joana, era una esclava doméstica de manos callosas y mirada triste. De mi padre nunca supe nada; podía haber sido cualquiera de los hombres de la hacienda, libre o esclavo, un capataz o un visitante. Mi madre se llevó ese secreto a la tumba, tal vez para protegerme, o tal vez porque el recuerdo le dolía demasiado.

Crecí en la senzala, ese barracón largo y oscuro donde se amontonaban los sueños rotos. Desde los seis años mis manos conocieron el trabajo: primero ayudando en la cocina, pelando mandioca hasta que los dedos me ardían, y luego en la limpieza de la Casa Grande. Era una niña quieta, de ojos grandes y observadores. Aprendí muy temprano el arte de ser invisible; aprendí que, para una esclava, pasar desapercibida era la mejor forma de supervivencia.

Mi destino cambió cuando cumplí doce años, en 1844. Mi madre cayó enferma con una fiebre violenta que la hacía delirar y temblar, empapando las esteras de sudor frío. Fue entonces cuando entró en mi vida la vieja Doña Mariana. Ella era la madre del señor de la hacienda, una mujer anciana, respetada y temida, que poseía el conocimiento antiguo de las hierbas medicinales.

Doña Mariana cuidó de mi madre durante tres semanas interminables. Usó tés amargos, cataplasmas de olor penetrante y rezos en voz baja. Contra todo pronóstico, mi madre sobrevivió. La gratitud que sentí fue tan inmensa que comencé a seguir a Doña Mariana como una sombra. Observaba cómo elegía las hojas, cómo machacaba las raíces, cómo mezclaba los ungüentos. La anciana vio mi interés, y quizás vio algo más en mis ojos: una chispa de inteligencia desesperada.

—Ven, niña —me dijo un día—. Si vas a mirar, mira bien.

Me llevó al monte. Me enseñó que la naturaleza es una farmacia abierta para quien sabe leerla. “Esta es buena para la fiebre”, decía señalando una hoja dentada. “Esta cura las heridas infectadas. Y esta… esta ayuda a las mujeres cuando llega la hora del parto”. Aprendí como una esponja absorbe el agua. A los quince años ya era su asistente indispensable, y cuando Doña Mariana murió en 1850, yo, con solo dieciocho años, heredé su lugar. Me convertí en la curandera y partera de la región.

La Sombra de los Andrade

El señor de la hacienda Boa Esperança era el Coronel Antonio José de Andrade. Para los estándares de la época, se le consideraba un hombre “justo”. No usaba el látigo sin motivo aparente y permitía que las familias esclavas permanecieran unidas. Pero la justicia de un esclavista es siempre una mentira piadosa; seguía siendo dueño de seres humanos, dueño de nuestros cuerpos y nuestros destinos.

Sin embargo, su hijo Rodrigo, que tenía veinticinco años en 1850, era una versión corrompida de su padre. Rodrigo de Andrade era un hombre apuesto, educado en las leyes de São Paulo, con modales finos y palabras elegantes. Pero bajo esa fachada latía una crueldad refinada. Disfrutaba humillando a los esclavos, inventando castigos creativos y, sobre todo, tenía un apetite voraz y depredador por las mujeres jóvenes de la senzala.

Logré evitarlo hasta que cumplí veinte años. Mi trabajo como curandera me mantenía ocupada, viajando a otras haciendas o escondida entre los enfermos. Pero en marzo de 1852, caí enferma. Una fiebre me dejó postrada en la enfermería de la senzala, demasiado débil para moverme, demasiado débil para huir.

Fue allí donde Rodrigo me encontró.

No voy a describir los detalles de lo que ocurrió en esa habitación oscura y maloliente. Basta decir que el hombre educado, el hijo del patrón, tomó lo que quiso porque creía que le pertenecía. Cuando salí de aquella enfermería días después, la niña que fui había muerto para siempre.

Quedé embarazada. Cuando lo supe, el deseo de morir fue tan fuerte que casi pude saborearlo. Conocía las hierbas abortivas; sabía exactamente qué dosis de ruda o tanaceto necesitaba para expulsar la semilla de aquel monstruo. Pensé en la soga. Pensé en el río. Pero algo dentro de mí, una fuerza obstinada y antigua, se negó a ceder.

Fui ante el Coronel Antonio. Con la cabeza baja pero la voz firme, le conté lo que su hijo había hecho. Él escuchó en silencio, mirando por la ventana hacia los cafetales. —María —dijo finalmente, sin mirarme—, tendrás ese bebé. Cuando nazca, te daré un lugar aparte para criarlo. Pero nunca, escúchame bien, nunca hables de esto con nadie.

Entendí perfectamente. La reputación de la familia Andrade valía más que mi dignidad. Mi hija nació en diciembre de 1852. Era una niña de piel clara, cabello liso y ojos que no eran los míos. La llamé Teresa. El Coronel cumplió su palabra a medias: me dio una pequeña casita en el fondo de la propiedad, separada de la senzala, donde pude criar a mi hija con un poco más de paz.

La Llegada de Beatriz

Rodrigo nunca reconoció a la niña. Pasaba a su lado como si Teresa fuera aire, invisible, inexistente. En 1855, Rodrigo se casó con Beatriz, la hija de un Barón de Vassouras.

Beatriz tenía dieciocho años cuando llegó. Era hermosa, delicada, educada en piano y francés. La boda fue un espectáculo de opulencia: trescientos invitados, seda, vino importado y música hasta el amanecer. Yo serví en esa fiesta, invisible como siempre, cargando bandejas mientras miraba al hombre que me había violado sonreír y besar la mano de su nueva esposa.

Beatriz no era abiertamente sádica como Rodrigo, pero tenía la crueldad de la indiferencia. Para ella, no éramos personas. Éramos herramientas, muebles que respiraban. Si una esclava enfermaba, Beatriz se quejaba de que el servicio era lento. Si alguien lloraba, se molestaba por el ruido.

En 1858, Beatriz quedó embarazada de su primer hijo. Rodrigo me mandó llamar. —María, mi esposa está encinta. Tú la cuidarás y harás el parto. ¿Entendido?

No era una pregunta. Durante nueve meses cuidé de la mujer del hombre que me destruyó. Le preparaba tés para las náuseas, masajeaba sus pies hinchados. Ella nunca dijo “gracias”. Solo extendía el pie o abría la boca esperando el remedio. Su primer hijo, un varón llamado Antonio, nació tras un parto difícil pero exitoso en diciembre de 1858.

Beatriz, obsesionada con dar herederos, volvió a quedar embarazada apenas tres meses después, en marzo de 1859. Y fue durante este segundo embarazo cuando el destino terminó de tejer su red macabra.

El Incidente del Látigo

Era mayo de 1859. Teresa, mi hija, tenía ya seis años. Era una niña dulce, a la que yo había enseñado a ser silenciosa y respetuosa. Aquella tarde, Teresa jugaba en el patio de tierra cerca de la cocina de la Casa Grande.

Beatriz pasaba por allí, caminando con dificultad debido a su embarazo, llevando una bandeja de dulces de cristal. Teresa, corriendo tras una mariposa, no la vio. Chocaron.

La bandeja cayó al suelo. El cristal se hizo añicos y los dulces rodaron por la tierra roja.

Beatriz estalló en una furia desproporcionada. —¡Mocosa inmunda! —gritó, su rostro contorsionado por la ira—. ¡Mira lo que has hecho!

Antes de que yo pudiera soltar la ropa que estaba lavando y correr hacia ellas, Beatriz tomó una fusta de montar que estaba apoyada en un pilar del porche.

—¡No! —grité, corriendo.

Pero fue tarde. El cuero silbó en el aire. Una. Dos. Tres veces. Los latigazos cayeron sobre los brazos y la espalda de mi hija de seis años. Teresa gritaba, un sonido agudo y terrorífico que me heló la sangre. Me lancé al suelo, cubriendo el cuerpo de mi hija con el mío, recibiendo los siguientes golpes en mi propia espalda.

—¡Por favor, Sinhá! —supliqué—. ¡Es solo una niña! ¡Fue un accidente! ¡Pégueme a mí, pero déjela!

Beatriz se detuvo, jadeando, con una mano en su vientre abultado. Me miró con esos ojos fríos, vacíos de cualquier humanidad. —Levántate, María. Esa bastarda necesita aprender respeto. Y tú también. Nunca más dejes que se me acerque.

Se dio la vuelta y entró en la casa, llamando a otra esclava para que limpiara el desastre.

Me quedé allí, en la tierra, abrazando a mi hija que sangraba y temblaba incontrolablemente. Limpié sus heridas, le susurré canciones de cuna, y mientras lo hacía, sentí cómo algo dentro de mí se rompía definitivamente. Ya no era dolor. Ya no era miedo. Era un odio puro, cristalino y absoluto. Esa tarde, la María sumisa murió, y en su lugar nació una jueza silenciosa.

La Noche de la Decisión

Los meses pasaron. Seguí cuidando de Beatriz. Preparaba sus remedios, medía su vientre, escuchaba sus quejas frívolas. Pero mis ojos habían cambiado. La observaba. Estudiaba cada síntoma.

Hacia el octavo mes, agosto, vi las señales. Sus tobillos estaban demasiado hinchados, su cara abotargada, sufría dolores de cabeza cegadores. Yo sabía lo que era. Doña Mariana me había enseñado sobre la “enfermedad de las convulsiones” (eclampsia), y también sabía que el bebé estaba mal posicionado. Estaba sentado, o tal vez de nalgas, en una posición que haría el parto natural casi imposible sin ayuda experta.

Podía haber intentado girar al bebé con masajes externos semanas antes. No lo hice. Podía haber preparado medicinas para bajar la hinchazón. Les di placebos inocuos.

La noche del 23 de agosto de 1859, Beatriz entró en trabajo de parto. Comenzó a las ocho de la noche. Me llamaron a la Casa Grande. Entré en la habitación con mi bolsa de partera, sabiendo que esa noche la muerte y yo bailaríamos juntas.

Las horas pasaban y las contracciones se volvían violentas, pero ineficaces. Beatriz gritaba, maldiciendo, exigiendo que hiciera parar el dolor. —¡Haz algo, negra inútil! ¡Sácalo ya!

A la medianoche, la situación era crítica. Rodrigo entraba y salía, pálido y nervioso. —¿Está todo bien, María? —El parto es lento, señor —mentí con una voz suave y profesional—. Hay que tener paciencia.

A las dos de la mañana, examiné a Beatriz. El bebé estaba atascado, presentando un hombro. En ese momento, tuve la certeza técnica: solo había dos caminos. Podía realizar una “versión interna”, una maniobra dolorosa y arriesgada donde introduciría mi mano y giraría al bebé para sacarlo por los pies, salvando probablemente a ambos. O podía no hacer nada.

Mis manos tocaron su piel sudorosa. Y en ese instante, vi la imagen de Teresa sangrando en el suelo. Escuché el chasquido del látigo. Sentí el peso de Rodrigo sobre mí años atrás. Vi la vida entera de humillaciones, de ser tratada como un animal de carga.

Y tomé mi decisión.

—El bebé ya viene, Sinhá —le susurré al oído, mintiendo—. Solo necesita empujar un poco más.

No hice la maniobra. Me quedé allí, limpiando su sudor, dándole agua, fingiendo examinarla, mientras sentía cómo la vida del bebé se apagaba dentro de ella, asfixiado, incapaz de salir.

A las cuatro de la mañana, Beatriz comenzó a sangrar. Una hemorragia masiva. Su útero, agotado y desgarrado, se rindió. El miedo real apareció en sus ojos por primera vez. Me agarró la mano con una fuerza desesperada. —María… me estoy muriendo, ¿verdad? Por favor… sálvame. Tengo miedo.

La miré a los ojos. Podría haber intentado detener la hemorragia. Tenía las hierbas. Tenía las técnicas de compresión. —Estoy haciendo todo lo que puedo, señora —dije, y mi voz no tembló.

No hice nada. Me convertí en una estatua de piedra. Observé cómo el color abandonaba su rostro, cómo su respiración se volvía superficial.

A las cinco de la mañana, el bebé nació muerto. A las seis, con los primeros rayos de sol iluminando el horror de la habitación llena de sangre, Beatriz dio su último suspiro. Tenía veintidós años.

Rodrigo entró corriendo al escuchar el silencio. Se arrojó sobre el cuerpo de su esposa, gritando. —¡Sálvala, María! ¡Haz algo!

—No hay nada más que hacer, señor —dije, bajando la cabeza en una falsa señal de respeto—. Está en manos de Dios ahora. La naturaleza siguió su curso.

El Veredicto del Tiempo

El Coronel Antonio me interrogó al día siguiente. Me miró fijamente, buscando una grieta en mi máscara. —Eres la mejor partera de la región, María. ¿Cómo dejaste que esto pasara?

Lo sostuve la mirada, tranquila. —El bebé venía mal, Coronel. A veces, ni la mejor partera puede luchar contra la voluntad de Dios. Hice todo lo posible.

Él sabía que algo no encajaba, pero no podía probarlo. Acusarme de dejarla morir deliberadamente sería admitir que una esclava tenía el poder de decidir sobre la vida y la muerte de sus amos. Sería reconocer mi poder, y eso era inaceptable para ellos. Así que aceptó mi mentira.

Rodrigo nunca volvió a mirarme a los ojos. Creo que en el fondo él sospechaba, pero su arrogancia le impedía creer que yo fuera capaz de tal venganza.

Seguí trabajando. Salvé cientos de vidas después de esa noche. Nunca más dejé morir a nadie que pudiera salvar. Aquella fue la única excepción.

Con el dinero que ahorré durante años de partos y curaciones, compré mi libertad y la de Teresa en 1870. Nos mudamos a la ciudad. Teresa se casó con un buen hombre, un herrero libre, y me dio nietos hermosos que nunca conocieron el peso de las cadenas. Vi llegar la Abolición en 1888, vi caer el Imperio.

Hoy, mis manos están viejas y temblorosas. Sé que la muerte viene pronto por mí. Pero no tengo miedo. Cuando pienso en aquella noche, no siento culpa. Si pudiera volver el tiempo atrás, haría exactamente lo mismo. Porque en esa habitación, bajo la luz vacilante de las velas, por primera vez en mi vida no fui una esclava obedeciendo órdenes. Fui un agente de mi propio destino. Fui juez y verdugo.

Beatriz murió porque lastimó a mi hija. Murió porque el sistema que la protegía también la hizo dependiente de mí. En el momento en que más me necesitaba, cuando su vida estaba literalmente en mis manos, yo elegí no usar mi don.

Esa elección, por terrible que fuera, me dio algo que ninguna carta de libertad podría haberme dado jamás: me dio la sensación, aunque fuera por una sola noche, de ser verdaderamente libre.

Me llevaré este secreto a la tumba. Teresa nunca lo sabrá. Pero yo lo sé. Y moriré en paz, sabiendo que hubo una noche en Minas Gerais donde la esclava tuvo el poder, y la ama tuvo que pagar el precio.

Esta es mi historia. La historia de María Preta. Y ahora que la he contado, puedo descansar.