Donde Ladran los Héroes

Nadie había puesto un pie en aquella casa en más de una década. La pintura se había desprendido hasta dejar la madera al descubierto, las ventanas estaban tapiadas con madera contrachapada deformada y el jardín se había convertido en una jungla de maleza. La mayoría de la gente en el condado de Waller ya ni siquiera la miraba; era solo otra reliquia olvidada. Pero el oficial Derek Collins nunca ignoraba los pequeños detalles. Y tampoco lo hacía su compañero, un pastor alemán de mirada aguda llamado Bear.

Todo comenzó con una llamada anónima y vaga. “Creo que escuché algo, un ruido dentro de la vieja casa Carol”, dijo el operador. Probablemente era un mapache, pero algo en la voz del informante, que se quebró a mitad de la frase, sugirió que no estaba contando toda la historia. Derek condujo hasta allí solo, con Bear en el asiento trasero, cuya cola ya se movía con nerviosismo, como si supiera que algo no estaba bien.

Al aparcar frente a la verja, Bear soltó un gruñido sordo. La puerta principal estaba atascada, hinchada por años de humedad. Derek tuvo que abrirla de una embestida, y las bisagras gritaron en protesta. Dentro, el aire era denso y viciado. El polvo danzaba en los rayos de sol que se colaban por las tablas rotas. Al principio, no había nada inusual. Entonces, Bear se detuvo en seco en el pasillo, con las orejas erguidas y el cuerpo tenso. Salió disparado hacia la parte trasera de la casa. Derek lo siguió, el haz de su linterna temblando sobre el papel pintado enmohecido.

Bear se lanzó contra la puerta del baño, gruñendo y ladrando como si alguien estuviera detrás. Pero cuando Derek la abrió de golpe, solo encontró un baño viejo y podrido. Y fue entonces cuando Bear se volvió loco. Se arrojó contra la bañera con patas de garra, arañando y cavando en su base con una fuerza desesperada.

“No hay nada ahí, Bear”, dijo Derek, confundido. Pero el perro no se detuvo, ladrando más frenéticamente, mirándolo con los ojos muy abiertos, como si le suplicara que entendiera. Fue entonces cuando Derek lo vio. El suelo bajo la bañera no cuadraba. La baldosa era más nueva, la lechada más limpia. Se agachó y notó que una de las baldosas estaba ligeramente suelta. Y el olor… metálico, a sudor viejo.

 

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Pidió refuerzos por radio. Treinta minutos después, dos oficiales llegaron con mazos y palancas. No pudieron mover la bañera, así que empezaron a levantar el suelo. Fue entonces cuando la encontraron: una trampilla de acero, soldada, sin cerrojo ni bisagras visibles. La sangre de Derek se heló. Tras casi una hora cortando el metal, la puerta cedió con un gemido que sonó como si la propia casa estuviera llorando. Lo que encontraron debajo lo cambiaría todo.

Un agujero, un túnel estrecho que conducía a la más completa oscuridad. El aire que subió era húmedo y pesado, como el de una cripta. Derek apuntó su linterna hacia abajo. Había una escalera de piedra que descendía a lo que parecía un sótano, excepto que la casa Carol estaba construida sobre una losa. No debería haber un sótano.

Derek descendió primero, con Bear a su lado. Las paredes estaban reforzadas con madera y metal. Cuanto más bajaban, más frío hacía. Entonces lo oyeron. Un susurro suave y frágil en un idioma que no era inglés. El túnel se ensanchó hasta una pequeña cámara. Había mantas, botellas de agua y dibujos infantiles en las paredes. Bear olfateó un montón de ropa en una esquina y luego se lanzó hacia la pared del fondo, arañándola de nuevo. Derek la golpeó; sonaba hueca. Detrás de otra puerta oculta, oyeron una respiración temblorosa y una pequeña voz que apenas susurraba: “¡Ayuda!”.

Cuando forzaron la puerta, el haz de la linterna reveló algo para lo que nadie estaba preparado. Tres niños acurrucados bajo una manta sucia, con los ojos muy abiertos y la piel pálida. No gritaron. Simplemente miraron, congelados. Bear no ladró. Se acercó lentamente, se tumbó cerca de ellos y soltó un suave gemido. Uno de los niños extendió una mano temblorosa y tocó su pelaje. Y así, sin más, rompieron a llorar, liberando un terror que habían contenido durante quién sabe cuánto tiempo. Derek se arrodilló a su lado, con los ojos llenos de lágrimas. “Ya está bien”, susurró. “Estáis a salvo”. Pero en el fondo de su mente, una pregunta resonaba: ¿Quién los había puesto aquí? ¿Y había más?

Mientras los paramédicos atendían a los niños, Derek interrogó suavemente al mayor, un niño llamado Liam. Contó que sus captores usaban guantes y máscaras. Eran dos hombres y una mujer a la que llamaban “Mamá J”, pero que “pegaba a los niños”. Cuando le preguntaron si había más niños, una de las niñas susurró: “Se los llevaron”. Dijo que Mamá J les prometía un “lugar especial”, pero ellos lloraban porque no querían ir.

Esto era más grande de lo que Derek había imaginado. Un técnico forense encontró otro pasaje, parcialmente derrumbado, que conectaba con un túnel de drenaje que se extendía casi un kilómetro y medio bajo el bosque. Siguiendo el instinto de Bear, Derek encontró un cobertizo podrido en el linde de la propiedad. Dentro, había cajas llenas de zapatos infantiles y, en una pared, docenas de nombres grabados con un clavo. Liam, Sarah, Kyle… y debajo de todos, una palabra repetida cuatro veces: Conservado.

Dos días después, la investigación se había convertido en un torbellino. Bear los guio de nuevo a través del bosque hasta un desagüe pluvial reforzado. Debajo, otro túnel, pero este era diferente: estaba diseñado y construido deliberadamente. El túnel desembocaba en una cámara con estanterías metálicas, colchones y un generador. En la pared, un mapa dibujado a mano mostraba múltiples propiedades marcadas con símbolos extraños. Era una red. Bear los condujo a un panel suelto en la pared. Detrás, en una habitación cerrada con una puerta de jaula de acero, no había niños, sino sus pertenencias: dibujos, diarios, peluches… alineados como trofeos. “Esto es una sala de trofeos”, susurró Derek, horrorizado.

La investigación los llevó a otra casa en el condado de Polk. De nuevo, parecía abandonada, pero Bear se negó a entrar en uno de los dormitorios. Debajo de una tabla suelta del suelo, encontraron otro túnel, más moderno, con luces y revestimiento de plástico. Conducía a una habitación con camas hechas y un cuenco de fruta fresca. Alguien acababa de estar allí. En una segunda habitación, un monitor mostraba imágenes en directo de varias cámaras de seguridad, cada una etiquetada con el nombre de una casa. El sistema estaba conectado a la red eléctrica.

Mientras los equipos forenses registraban el lugar, Bear encontró una bolsa de lona en un cobertizo. Contenía fotos de niños, historiales médicos y un osito de peluche con una etiqueta con el nombre: “Jasmine”. Derek se la mostró a Liam. “La llevaron al lugar con las paredes amarillas”, susurró el niño. “La casa amarilla”.

Al amanecer, un convoy de vehículos sin distintivos se dirigió a una granja aislada y pintada de un amarillo desvaído. En una de las ventanas del segundo piso, una pegatina de una cara sonriente. Dentro, Bear los guio hasta un pequeño espacio bajo las escaleras. Detrás de una puerta cerrada con llave, un túnel excavado a toda prisa conducía a un sótano oculto. Allí estaba Jasmine, sentada en un colchón, abrazando el mismo oso de peluche de la bolsa. Bear ya estaba a su lado, sentado tranquilamente, dejándose acariciar. “Dijo que vendríais”, susurró la niña. “Mamá J… Dijo que yo sería la última”.

En una pizarra de la casa, había una lista de nombres. Algunos tachados, otros desconocidos. Jasmine les contó que había más casas, no solo en Texas, y que tenían un símbolo dibujado sobre la puerta: un círculo con tres líneas en la parte superior, como una corona. Derek lo reconoció del mapa del túnel. Era el mismo símbolo encontrado en una redada en Oregón el año anterior. Esto era nacional, quizás internacional.

Horas más tarde, el FBI rastreó una llamada de uno de los teléfonos de la casa amarilla. La señal rebotó en una torre en Luisiana, dos horas después del rescate de Jasmine. Derek miró el mapa lleno de chinchetas en la sala de conferencias. “Está huyendo”, dijo. La detective Cara Leland negó con la cabeza, su rostro sombrío. “No está huyendo, Derek. Se está reubicando”. La caza acababa de empezar.