Jane: La Cocinera Peligrosa – Parte 2
La celda estaba más oscura de lo normal aquella noche.
Los ruidos habituales de los barrotes, los ronquidos, los pasos lejanos de los guardias… todo parecía apagado. Como si hasta la cárcel supiera que algo estaba por pasar.
Jane no lograba dormir. Las palabras de Monica le daban vueltas en la cabeza:
—”Esta noche van a intentar matarte”…
¿Y si era verdad?
Se sentó en su litera. El silencio ahora le pesaba como una losa. Y entonces, escuchó.
Un leve chirrido metálico.
Después pasos. Muy suaves.
Y el clic inconfundible de un cuchillo artesanal sacado de su escondite.
Jane no esperó.
Saltó de la litera como un resorte, sin hacer ruido, y se pegó contra la pared.
Unas sombras se deslizaron frente a su celda. Dos mujeres. Una con una trenza larga. Otra, musculosa, con los nudillos vendados. Ambas se detuvieron frente a la puerta.
Una de ellas susurró:
—¿Estás lista?
Jane cerró los ojos y apretó los puños. En su interior, algo le decía que no debía huir. Que esta vez debía enfrentar lo que venía.
Pero antes de que las mujeres pudieran abrir la celda, otra voz sonó desde la oscuridad:
—¡Alto ahí, p3rras!
¡Monica!
Traía en la mano un tubo de metal y los ojos llenos de furia.
—¿Qué ching4dos quieren con ella? —gritó.
Las otras dos se detuvieron. Una rió.
—¿Tú la vas a defender? ¿La chef asesina?
—Sí —dijo Monica—. Y si quieren pasar, tendrán que hacerlo sobre mi cadáver.
Las otras dudaron.
Jane aprovechó ese segundo para salir de la celda. Sin pensarlo, se paró al lado de Monica. Las dos, espalda con espalda, listas para pelear.
Las otras se miraron. Luego se fueron, murmurando maldiciones.
Cuando todo volvió al silencio, Jane la miró.
—¿Por qué hiciste eso?
—Porque me cansé de ver cómo las más fuertes siempre pisotean a las más solas —dijo Monica con los ojos rojos—. Tú no me querías cerca, pero no me importa. Yo no abandono a quien me importa.
Jane respiró hondo.
Por primera vez, sintió que no estaba sola.
Al día siguiente, el comedor parecía otro. Todos las miraban. Pero nadie se acercaba. Monica y Jane se sentaron juntas. Nadie se atrevió a decir nada.
—¿Sigues cocinando? —preguntó Monica, mientras comían.
—En mi cabeza, sí. —Jane sonrió levemente—. A veces imagino sabores. Mezclas. Recetas que nunca he hecho. Cocinar era lo único que me hacía sentir viva antes… de todo esto.
—¿Y si pudieras hacerlo aquí?
—¿Cocinar en la cárcel?
—Sí. Hacer que esta maldita prisión huela a otra cosa que no sea miedo y metal.
Jane se rió, apenas. Pero esa noche, algo cambió en su mente.
Le pidió al alcaide acceso a la cocina. Él se negó.
Pero unos días después, tras una pelea entre reclusas por la comida podrida, el alcaide la llamó.
—¿Dices que puedes cocinar mejor que mis cocineros?
—Lo garantizo.
Y así, Jane volvió a la cocina.
Con ingredientes baratos, con hornillas rotas, con tiempo limitado… pero volvió.
Y lo que salió de esa cocina fue algo más que comida. Fue una señal.
La primera sopa que sirvió hizo llorar a una presa que no probaba alimento desde la muerte de su hija.
Un guiso al día siguiente provocó que dos pandillas enemigas comieran en silencio en la misma mesa.
Monica se volvió su mano derecha.
Y poco a poco, Jane fue dejando de ser la “asesina peligrosa” para convertirse en algo más…
La mujer que, con cada platillo, le devolvía a las reclusas una parte de su humanidad.
Pero el peligro no había terminado.
Una noche, Monica no apareció en su litera.
Jane buscó por todos lados. Hasta que un guardia le pasó un recado:
“Si quieres verla viva, entrega la receta del estofado de los miércoles. O no vuelve.”
Jane apretó el papel.
Ahora no solo era una cocinera.
Era la líder de algo que se estaba gestando entre los muros de aquella prisión. Y no iba a permitir que se lo quitaran.
Continuará…
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