Seguridad. Saquen a esa niña del salón ahora. El

grito del CEO Alesandro Martínez cortó el aire como un cuchillo. 200

inversionistas millonarios se quedaron petrificados en medio de la gala más

exclusiva de Barcelona. La niña de 4 años, con su vestido blanco arrugado y

sus zapatos llenos de tierra, ya había llegado al piano de cola Steinway, que

dominaba el centro del salón principal de la mansión. Señor, aprendí esta canción de mi mamá”,

susurró la pequeña rubia, sus enormes ojos azules brillando con una mezcla de

miedo y determinación que el heló la sangre de todos los presentes. Nadie

entendía cómo había entrado. La seguridad de la mansión Martínez era

legendaria. Guardias armados, reconocimiento facial, muros de 3 m. Era

imposible que una niña descalza y sucia atravesara todas esas barreras.

Imposible. Y sin embargo, ahí estaba. Alesandro avanzó con pasos furiosos su

traje Armani de 10,000 € reflejando las luces de los candelabros de cristal.

¿Cómo demonios entró esta mocosa? Cabezas van a rodar por esto. Su rostro

estaba rojo de ira. Esta gala significaba todo, 50 millones de euros

en inversiones esperando su firma. No podía permitir que una niña callejera

arruinara años de negociaciones. Pero entonces ella tocó la primera nota. El

sonido flotó por el salón como un fantasma. Pura, cristalina, imposible.

Deténganla. La voz de Alexandro se quebró a mitad de la orden. La niña continuó. sus diminutos dedos danzando

sobre las teclas con una precisión que desafiaba toda lógica. No era posible.

Ella apenas alcanzaba el teclado. Tenía que estirarse y aún así, aún así tocaba

como si hubiera nacido en ese instrumento. La melodía era desgarradora, triste, hermosa, de una

manera que cortaba el alma. Los guardias de seguridad se habían detenido a 3

metros de ella como hipnotizados. Una de las inversionistas, Margaret

Chen, la tiburona de Hong Kong, que había hecho llorar a hombres de negocios

en tres continentes, tenía lágrimas rodando por sus mejillas. “Dios mío”,

murmuró alguien. Es es de Busí Claire de Lun, pero interpretado de una forma que

nunca, Alesandro sintió que sus piernas no respondían. Esa canción, esa

canción. Los recuerdos lo golpearon como un tsunami, una habitación pequeña, un

piano viejo y desafinado, manos delicadas enseñándole las notas. Algún

día, Alesandro, cuando seas grande y poderoso, no olvides de dónde vienes. No

olvides esta melodía. Es todo lo que tengo para darte. No susurró su voz

ahogada. No puede ser. La niña tocaba con los ojos cerrados ahora,

completamente perdida en la música. Su pequeño cuerpo se balanceaba con cada

nota, como si la canción fluyera a través de ella en lugar de desde ella.

Había algo sobrenatural en la escena. Esta criatura diminuta, sucia,

claramente hambrienta, creando una belleza que ninguno de esos millonarios

había experimentado jamás en sus vidas de lujo. ¿Quién le enseñó eso? La voz de

Alesandro sonó rota, vulnerable de una manera que sus empleados nunca habían

escuchado. El cío implacable, el hombre que había construido un imperio

tecnológico desde cero, el tiburón que devoraba compañías enteras antes del

desayuno, estaba temblando. La música alcanzó un crescendo que hizo

que varios invitados contuvieran la respiración. Las notas se elevaban y caían como olas

en un océano de emoción pura. La niña presionó las teclas con una intensidad

que no debería ser posible en alguien tan pequeño. Sus dedos sangraban. Nadie

lo había notado hasta ahora, dejando pequeñas manchas rojas en las teclas de

marfil. “Está sangrando!”, gritó una mujer. Pero la niña no se detuvo. Siguió tocando

como si su vida dependiera de ello, como si esta fuera la única razón por la que

había venido, como si necesitara terminar sin importar el costo. Alandro

corrió hacia el piano olvidando por completo su dignidad, su imagen, los 50

millones en juego. Nada de eso importaba, solo importaba llegar a ella.

Detenerla antes de que se lastimara más. Pero justo cuando estaba por alcanzarla,

la niña tocó la última nota. El silencio que siguió fue absoluto, sagrado. Nadie

se atrevía a respirar. La pequeña abrió los ojos y miró directamente a

Alesandro. Mi mamá me dijo que te encontrara. Me dijo que solo tú entenderías.

Su voz era un susurro. Pero en ese salón silencioso, cada palabra resonó como un

trueno. Tu mamá. Alesandro cayó de rodillas frente al piano, sus ojos a la altura de

los de la niña. ¿Quién es tu mamá pequeña? La niña extendió una mano

temblorosa llena de tierra, sangre y callos imposibles para alguien de su

edad y sacó algo de su bolsillo. Una fotografía vieja doblada y manchada.

Cuando Alesandro la tomó, su mundo se detuvo. Era imposible, absolutamente

imposible. En la foto, una mujer joven sonreía a la cámara. Estaba sentada

frente a un piano viejo, sus manos sobre las teclas y a su lado, con apenas 7

años estaba él. Alesandro Martínez, 30 años más joven, una vida entera atrás.

No. Las palabras apenas salieron de su garganta. Elena. Mi mamá se llama Elena,

confirmó la niña, sus ojos azules, exactamente del mismo tono que los de la

mujer en la foto, clavados en él. Ella me enseñó esta canción. Me hizo