“TARDÓ 40 AÑOS EN VOLVER A ENTRAR AL MAR… HASTA QUE LO HIZO POR ALGUIEN MÁS.”

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A don Guillermo Torres le decían “el del sombrero”.

Siempre estaba ahí, en la orilla de la playa, sentado en su silla plegable con ese sombrero de ala ancha y la mirada clavada en el mar.

Pero nunca se metía al agua.
Ni siquiera mojaba los pies.
Solo miraba. Silencioso. Inmóvil. Como una estatua que recordaba algo que ya no quería sentir.

Los turistas lo veían todos los días, en el mismo lugar, como si fuera parte del paisaje.

Hasta que un día, algo cambió.

Una niña pequeña se le acercó.
Se llamaba Camila Ríos. Tenía apenas cinco años. Y estaba llorando.

Don Guillermo, con su voz ronca pero amable, le preguntó qué pasaba.

Y ella, entre sollozos, respondió:

“Mi abuelito ya no está… y él siempre se metía al mar conmigo.”

Guillermo sintió un nudo en la garganta.
Nadie lo sabía, pero él tampoco se metía al mar desde hacía 40 años.

Desde el día en que su hermano menor se ahogó.
Era apenas un adolescente cuando sucedió. Estaban juntos, jugando entre las olas.
Y él nunca pudo perdonarse por no haberlo salvado.

Ese día, don Guillermo hizo una promesa:
“Nunca más voy a entrar al agua.”

Y cumplió su promesa durante cuatro décadas.
Pero en ese momento, viendo a la niña rota por la ausencia… algo dentro de él se quebró también.

Pensó en su hermano.
Pensó en el miedo.
Pensó en todo lo que se había negado por vivir atado al dolor.

Entonces hizo algo que nadie esperaba:

Se quitó el sombrero.
Dejó sus sandalias en la arena.
Y tomó la mano de Camila con suavidad.

“Vamos —le dijo—. Hoy tu abuelito y mi hermano nos van a estar mirando desde el cielo.”

Y así, juntos, entraron al mar.

Despacio.
Primero los tobillos.
Luego las rodillas.
Después, el alma.

Camila sonrió por primera vez en días.
Y don Guillermo… sintió algo que no sentía desde hacía 40 años:

Paz.

Cuando salieron del agua, alguien alcanzó a grabar un pequeño video.
Y justo antes de ponerse su sombrero otra vez, don Guillermo dijo una frase que se volvió viral en redes sociales:

“Hay heridas que no se curan… pero sí se mojan.”

Hoy, don Guillermo sigue sentado en su silla, bajo el mismo sombrero.

Pero ya no es el hombre que observa el mar con tristeza.

Ahora es el hombre que, de vez en cuando, se levanta…
y vuelve a entrar al agua.

Por los que ya no están.
Y por los que todavía necesitan una mano.