La Horrenda Historia de las Tres Hermanas que Sobrevivieron Comiendo Carne Humana

El convento de Santa Aurelia, en lo alto de una antigua colina de Sevilla, era una sombra recortada contra el horizonte mucho antes del anochecer. Tus muros de piedra, cubos de almizcle y humedad, resisten a la muerte.

En 1926 llegaron las hermanas Herrera, María, Clara y Sofía. Habían sido despojadas de todo por la guerra, la pobreza et la muerte; su madre murió por fibra, su padre desapareció. Un párroco, al encontrarse con el desnutrido y con la mirada vacía, lo envió al convento asegurando que el silencio curaría sus almas. “Allí encontrarán paz”, dijo.

La paz, sin embargo, nunca llegó.

La única habitante del convento, una antigua monja llamada Sor Encarnación, falleció dos meses después de su muerte. Los tres hermanos entraron solos desde el campanario, sin misa ni ayuda. Sevilla sufrió un crudo invierno y las carreteras quedaron intransitables. Nadie los ha visitado desde entonces.

Sobrevivieron con pan duro y cáscaras calientes, pero la aldea volvió a tener una presencia física, un gruñido constante que ahogaba sus rezos. Así que hay que cambiar estas cosas. María, la alcaldesa, se acercó a hablar sola ante el altar, diciendo que una voz prometía apoyar un cambio de obediencia. Sofía, la menor, se despertó llorando, jurando que había visto cosas oscuras en los pasillos. Clara, la del medio, intentaba mantenerlas unidas, pero su fe flaqueaba.

Poco después, por esas fechas, Sofía vio algo brillante en las profundidades. Era un Rosario. En el saccarlo, el agua se agitaba con una fuerza increíble. Era maravilloso, de cuentas negras, con una cruz alta que parecía antigua.

Esta noche, las tres voces serán iguales: una figura alta con el rostro cubierto les ofrecerá comida caliente. «Comed», dirá la voz, «y nunca más pasaréis hambre». En medio de la desesperación, el olor a carne impregna el convento.

Pronto, los animales empezarían a desaparecer. El hambre se volvió insoportable. Una mañana, Clara, desesperada, anhelaba un golpe de suerte. Entró en la cocina y se encontró con María de Rodillas frente al fuego, trabajando en algo de una pintura. El olor era dulce y nauseabundo. En el horno, en algún lugar. María giró la cabeza y se miró al espejo. Sonrío.

“Dios nos ha provisto”, murmuró.

Clara se aferró al tembloroso tocón y vio sobre la mesa un gran trozo envuelto en vendas ensangrentadas. Su forma era irreconocible hasta que un alma oscura, semejante a la de un caballo, apareció entre los pliegues. En una parte del convento, Sofía ya lloraba. Era la primera noche que los hermanos Herrera comenzaban tras semanas de luto.

El tiempo ha perdido su forma. Los días transcurren indistintamente. Esta se convierte en el corazón del convento, llevando consigo un murmullo ahogado. La palabra se sentía como la niña. María desaparece, o tal vez nunca lo hizo; su presencia se siente en el agua, en las paredes. Clara, en un último acto de desafío, subió al campanario, sola, para encontrarse con sus anhelados hermanos, pálidos, pálidos, con la mirada vacía.

“El agua me purifica”, susurró la voz de María desde la oscuridad. “El hambre nos unirá otra vez”.

Fue entonces cuando creó.

Las campanas del convento de Santa Aurelia repicaron tres veces esta mañana, una de ellas sin que nadie las tocara. El sonido se extendió por las terrazas como un ruido. En los pueblos más cercanos al Jura, tras el tercer repique, se oyó un agudo grito femenino que degeneró en un aullido animal.

Cuando la Guardia Civil irrumpió en el edificio, se encontraron con un silencio sepulcral. El aire olía a hierro, pan duro y carne cocinada.

En la cocina, sobre una mesa cubierta de nieve, había tres platos fragantes. Junto a ellos, una joven sin maquillaje —Clara— murmuraba una oración sin mover los labios, mientras una cuchara la seguía, recogiendo lo que quedaba en la sartén caliente. No respondía a las preguntas. Solo repetía: «Dios no quería que muriéramos. Él nos dio su cuerpo».

En un momento, en el bosque de piedra, yacían dos cuerpos. Dos hermanas envueltas en mantas empapadas de sangre. Nadie podría explicar por qué el dulce olor que flotaba en la cocina era tan humano.

Los registros oficiales dicen brevemente: “Hermanas Herrera halladas muertas en convento abandonado. Caso posible de locura colectiva y antropofagia”.

Años después, durante la demolición del edificio, se descubrieron objetos bajo los restos del altar, entre ellos un crucifijo invertido sin Cristo, cubierto de marcas. Uno de los hombres, un alcalde, afirmó que al levantar la piedra sintió una brisa fresca y oyó claramente el golpeteo de una cuchara contra un plato. Así, la historia de los hermanos Herrera relata el suceso, pero permanece oculta en los archivos, que Sevilla no tiene intención de abrir.