El Criadero de las Hermanas Pike: El Secreto Sepultado de Black Creek

El polvo frío nunca se asentaba realmente en Black Creek. Permanecía adherido a todo como un fino sudario gris que hacía que el pueblo montañés se sintiera perpetuamente atrapado entre estaciones. Cuando Thomas Abernathy, un periodista de veintiséis años, se bajó del tren, pudo sentirlo cubriendo su garganta. Su cartera de cuero estaba llena de recortes de periódicos y fotografías de hombres que simplemente se habían desvanecido. Había viajado desde Charleston siguiendo rumores de una historia que la mayoría de la gente razonable habría descartado como folclore montañés.

Thomas había rastreado informes de personas desaparecidas que se remontaban a veinte años, todos dispersos como migas de pan que no llevaban a ninguna parte. Eran principalmente hombres jóvenes, viajeros o vagabundos que buscaban trabajo en las minas de carbón o que pasaban por los remotos valles de Virginia Occidental. Habían caminado hacia las montañas y nunca habían regresado. Los registros oficiales eran escasos y estaban marcados por la indiferencia casual de la policía de pueblos pequeños. Pero Thomas había notado un patrón que todos los demás habían pasado por alto: cada persona desaparecida lo había hecho en un radio de diez millas de la Old Pike Road, un sinuoso camino de tierra que terminaba en una sola granja desgastada.

El Sheriff Brody estaba sentado detrás de su escritorio, su cuerpo desbordándose de la silla. “Estás perdiendo el tiempo, hijo. Estas montañas devoran a la gente. Siempre lo han hecho. Los pozos mineros se derrumban, los ríos se inundan, los hombres se pierden en el bosque y mueren de frío. No es un misterio. Es solo la naturaleza tomando lo que quiere.”

Pero Thomas había revisado los informes y preguntó directamente: “¿Y qué hay de las hermanas Pike?”

El sheriff Brody se tensó. “Las mujeres Pike se guardan para sí mismas. Elizabeth y Martha han vivido allí desde que su padre murió hace quince años. La gente del pueblo las deja en paz. Y ellas nos dejan en paz. Así es como funcionan las cosas por aquí.” Finalmente, lo miró, sus ojos duros como piedras de arroyo. “Será mejor que tengas eso en cuenta, Sr. Abernathy. No nos gusta cuando la gente de fuera viene a causar problemas donde no los hay.”

El pueblo se hizo eco de la advertencia de Brody. En la tienda, la oficina de correos y la pequeña cafetería, las conversaciones se detenían cuando Thomas entraba. La gente lo observaba con la intensidad cansada de quienes protegen algo valioso.

La única persona que rompió el silencio fue la Sra. Caldwell, la anciana que dirigía la pensión donde se alojaba Thomas. Le llevó café la segunda noche. “Estás preguntando por cosas que deberían permanecer enterradas,” le dijo. “Las mujeres Pike, no son naturales. Encantan a los hombres, eso dice la gente. Los hombres suben esa montaña a su casa y no vuelven a ser los mismos. Algunos no regresan en absoluto. Ha sido así durante veinte años.”

El Descubrimiento en Pike Road

 

A la mañana siguiente, Thomas subió por la Pike Road. El camino era estrecho y se abría paso a través de un bosque denso que parecía tragar la luz y el sonido. Después de una hora de caminata, los árboles dieron paso a un claro donde la granja Pike se erguía. La casa era sencilla, pero lo que le revolvió el estómago a Thomas fue el granero: un edificio bajo, extrañamente fortificado. Las ventanas estaban tapiadas desde el interior y las puertas estaban cerradas con gruesos cerrojos de hierro.

Un sonido proveniente del interior del granero heló la sangre de Thomas: un zumbido bajo y rítmico, extrañamente melancólico, como si alguien estuviera cantando una nana para calmar la peor desesperación. El sonido iba y venía, y de vez en cuando otras voces se unían en una armonía que sugería familiaridad con cualquier ritual que se estuviera llevando a cabo.

Antes de que Thomas pudiera acercarse a la casa, la puerta se abrió, revelando a Elizabeth Pike. Alta, delgada y con un rostro duro que mostraba los efectos de años de trabajo y una desconfianza permanente. Thomas se presentó como periodista de la Charleston Gazette, buscando una “historia de interés humano” sobre la vida en los valles remotos.

“No hablamos con gente de periódicos,” dijo Elizabeth, su voz plana y definitiva.

Entonces, una risa suave y musical provino de detrás de ella. Martha Pike, la otra hermana, apareció. Más baja, pero con los mismos rasgos afilados. Donde el rostro de Elizabeth era granito, el de Martha estaba poseído por una especie de asombro infantil que no encajaba con sus cuarenta años. Su sonrisa era demasiado amplia y vacía, como una máscara pintada.

“Hermana, tal vez el caballero solo quiera escuchar cómo servimos al Señor a nuestra manera simple,” dijo Martha con voz musical. “Somos mujeres temerosas de Dios, Sr. Abernathy. Hemos estado cuidando esta tierra y haciendo Su obra durante quince años.”

Thomas entró. Las hermanas hablaron de sus vidas sencillas durante casi una hora. Era un espectáculo cuidadosamente ensayado, pero Thomas estaba listo para irse, casi convencido de que los rumores eran habladurías.

Entonces lo vio. Sobre una pequeña mesa de madera junto a la puerta, había un pájaro tallado en madera, tan finamente elaborado que parecía listo para volar. Thomas había memorizado la descripción de Jacob Morrison, un tallador de madera viajero, desaparecido hacía cinco años. El póster mencionaba que Morrison era conocido por tallar pájaros, cada uno único, con un estilo distintivo de intrincado trabajo de plumas. El pájaro sobre la mesa de las Pike era idéntico al de la fotografía de Morrison. Era la prueba. Thomas mantuvo la compostura, agradeció a las hermanas y se retiró.

La Confirmación y la Complicidad

 

Esa noche, Thomas irrumpió en el palacio de justicia local.

Registros de Propiedad: Las hermanas Pike habían estado comprando discretamente las tierras que rodeaban su granja durante los últimos veinte años. Utilizaron dinero en efectivo para adquirir doce parcelas separadas, extendiendo su propiedad más profundamente en la naturaleza. Habían construido un “reino de aislamiento”, donde cualquier cosa que sucediera quedaba oculta.

Archivos de Personas Desaparecidas: El patrón era horrendo. El último lugar donde se vio a los hombres desaparecidos fue cerca de Pike Road o pidiendo indicaciones para llegar a la granja. Todos eran jóvenes, estaban solos y se habían desvanecido sin dejar rastro.

Denuncia Enterrada: Thomas encontró una denuncia enterrada en una caja de casos antiguos. Era de un predicador ambulante llamado Ezekiel Marsh, quien acusó a las hermanas Pike de seducir hombres de manera impía y retener a uno contra su voluntad. Marsh afirmó haber visto a hombres trabajando en la granja Pike que se movían “como sonámbulos” y que estaban demasiado asustados para hablar o mirarlo a los ojos. El predecesor del Sheriff Brody había desestimado la denuncia, etiquetándola como “desvaríos de un borracho”, sin realizar ninguna investigación.

Thomas comprendió el alcance total: no se trataba solo de mujeres extrañas, sino de una comunidad que había elegido la comodidad sobre la conciencia y la conveniencia sobre la justicia. La verdad había estado allí todo el tiempo, esperando que alguien cavara lo suficiente.

El Infierno en el Granero

 

Tres noches después, Thomas regresó a Pike Road, armado con una palanca. La granja estaba oscura. El único sonido era el zumbido bajo e incesante que venía del granero. La puerta del granero cedió con un gemido.

El interior olía a cuerpos sin lavar, desechos humanos y algo más: un olor dulzón y medicinal. La linterna de Thomas iluminó el interior. Lo que vio lo acompañaría el resto de su vida:

Treinta y siete hombres estaban encadenados a las paredes y vigas de soporte, en diversas etapas de deterioro físico y mental. Algunos estaban demacrados, otros se mecían al ritmo del zumbido, sus ojos vacíos. Las cadenas eran nuevas, pesados eslabones de hierro atornillados al cimiento del granero.

Thomas se arrodilló junto a Samuel, un joven de unos veinticinco años, cuyos ojos aún mostraban un destello de inteligencia. “No eres uno de ellos,” susurró Samuel, con voz áspera por la falta de uso. “Tienes que ayudarnos a irnos.”

Samuel le explicó: lo invitaron a pasar la noche y la bebida tenía un sabor extraño. “Algunos de estos hombres llevan aquí años. Los mayores ni siquiera recuerdan sus nombres. Las hermanas nos usan para el trabajo durante el día, pero por la noche…”

Thomas se estremeció. “¿Qué pasa por la noche?”

“Vienen por nosotros,” dijo Samuel en voz baja. “No todos a la vez. Eligen a uno o dos. Dicen que están construyendo algo puro, algo sagrado: un nuevo linaje. Creen que son las madres de un pueblo elegido. Nos drogan con hierbas que nos vuelven dóciles, nos hacen olvidarnos de nosotros mismos, y luego nos encadenan de nuevo como ganado de cría.”

Samuel reveló la complicidad de la ciudad: “El Sheriff Brody pasa a veces, siempre durante el día. Las hermanas le dicen que somos jornaleros contratados. Él ve nuestras cadenas y las llama grilletes para evitar que huyamos con su propiedad. Dice que es una buena manera de tratar con vagabundos y alborotadores.”

Mientras Thomas intentaba liberar la cadena de Samuel con la palanca, la puerta del granero se abrió.

Elizabeth Pike estaba en el umbral, su figura proyectando una sombra. Sostenía un mango de hacha pulido por el uso. “Bueno, parece que hemos encontrado a otra persona para ayudar con la obra del Señor,” dijo con una calma aterradora.

Elizabeth esquivó el torpe balanceo de la palanca de Thomas y lo golpeó en la cabeza con el mango del hacha. Thomas cayó al suelo.

Cuando se despertó, estaba encadenado a la pared junto a Samuel. Tenía la boca con sabor a sangre y hierbas amargas. Elizabeth lo miró con el desinterés de alguien que examina una nueva vaca. “Sr. Abernathy,” dijo. “Bienvenido a la familia.”

La Teología de Martha

 

En la oscuridad sofocante del granero Pike, Thomas se convirtió en otra víctima. Aprendió que el “truco” para la comunidad era perfectamente planeado y ejecutado: los cautivos solo eran visibles a la luz del sol, actuando como trabajadores contratados.

Thomas comprendió el verdadero alcance del método de las hermanas durante su tercera semana. Martha entró con una bandeja de tazas de arcilla llenas de un té que parecía normal. Se movió con el cuidado de una enfermera, ofreciendo la bebida a los prisioneros.

“Beban, queridos,” dijo Martha con dulzura forzada. “Esto les ayudará a recordar su propósito y a comprender el hermoso trabajo que estamos haciendo juntos. El Señor los ha elegido a todos para algo especial, algo puro y santo.”

Cuando Thomas se negó, Elizabeth lo golpeó con el mango del hacha. La máscara infantil de Martha se cayó, revelando una mente calculadora y completamente trastornada. “Todavía crees que eres mejor que nosotras,” le dijo. “Estás construyendo el paraíso aquí, un niño perfecto a la vez, y nos ayudarás te guste o no.”

Martha era la arquitecta de la filosofía de las hermanas, la mente retorcida que había convertido el trauma personal en una teología enferma de superioridad femenina y subyugación masculina. Elizabeth ejecutaba los crímenes; Martha les proporcionaba la justificación religiosa.

Thomas aprendió los horrores de la noche:

Drogas e Inhibición: Martha preparaba brebajes de hierbas para mantener a los hombres despiertos pero dóciles, convirtiéndolos en títeres que apenas recordaban sus nombres por la mañana. Los prisioneros más viejos habían sido controlados químicamente durante años, sus mentes rotas por las dosis repetidas.

Destrucción de Identidad: El objetivo principal era la destrucción planificada de la identidad. La parte más aterradora de su cautiverio no eran las cadenas, sino el desmantelamiento de todo lo que hacía que un hombre fuera él mismo.

Ejemplos de Víctimas: “Seven”, cuyo nombre real era William Crane, un maestro, fue capturado ocho años antes y ahora creía con total certeza: “Aquí es donde pertenezco. Las hermanas nos cuidan y nos dan una razón para vivir.” “Twelve” era Benjamin Ashworth, un relojero de Maryland.

Samuel, sin embargo, permaneció fuerte. Le enseñó a Thomas las pequeñas rebeldías que los mantenían humanos: compartir comida, susurrar los nombres de sus seres queridos para mantener vivos los recuerdos y forzar a los otros prisioneros a recordar fragmentos de sus vidas pasadas. “Me llamo Samuel Morrison,” susurraba. “Vengo de Pensilvania. Iba a Colorado a trabajar en las minas de plata.” Esta repetición se convirtió en una declaración de identidad que las cadenas no podían atrapar.

El corazón de Thomas dio un vuelco con esperanza desesperada cuando una mañana escuchó voces familiares fuera del granero: la voz áspera del Sheriff Brody. Brody había venido a investigar al periodista desaparecido de Charleston.

Thomas podía escuchar el intercambio. Brody no entró al granero. Aceptó la explicación de Elizabeth: Thomas era un “vagabundo” que se había ofrecido a trabajar para ellas por comida y refugio.

“Ya sabes cómo son estos, Sheriff,” dijo Elizabeth. “Caminan por las colinas y luego se dan la vuelta y te traicionan. Estamos pensando en ponerle grilletes, como a los demás, para asegurarnos de que complete el trabajo por el que se ofreció.”

Brody, en su ignorancia deliberada, estuvo de acuerdo. “Buena idea, Elizabeth. No hay nada como un par de grilletes para que un hombre recuerde sus responsabilidades.” El Sheriff se alejó, su complicidad sellada.

La esperanza de Thomas se hizo añicos, pero su rabia no. Él y Samuel, junto con los demás hombres que luchaban por aferrarse a sus nombres, sabían que si querían sobrevivir, tenían que escapar, y si querían justicia para los 37 hombres rotos, tendrían que llevar el infierno de Black Creek al mundo exterior.