En el tranquilo barrio de San Miguel del Río, un pequeño rincón polvoriento del estado de Puebla, la vida transcurría al ritmo de los pasos conocidos. Allí, con solo escuchar el arrastre de unas sandalias, uno sabía quién iba camino a la misa o quién bajaba a comprar pan. Entre esos rostros familiares vivía doña Luz, una mujer de ochenta y cinco años, menuda, de cabello blanco siempre recogido en un moño, con una mirada dulce pero cansada.

Doña Luz había resistido los golpes más duros de la vida. Su esposo, don Emiliano, había muerto joven; su único hijo, Tomás, perdió la vida en la guerra de Chiapas en los años noventa. Su hija menor, que se había mudado a Veracruz tras casarse, falleció en un accidente de autobús tiempo después. Desde entonces, la anciana vivía sola en su casa de adobe, acompañada únicamente por su gato Chispa y una vieja radio que aún tarareaba boleros entre interferencias.

Durante años, la rutina de doña Luz fue apacible, hasta que algo comenzó a llamar la atención de todos en el mes de mayo.
Don Ernesto, el dueño de la tienda del barrio y encargado de vender recargas telefónicas, notó un comportamiento fuera de lo común.

Cada martes, sin faltar uno solo, doña Luz llegaba puntual con su rebozo azul y una pequeña bolsa de manta al hombro. Siempre pedía lo mismo: más de veinte tarjetas SIM de prepago, de esas económicas que apenas cuestan unas monedas.

Al principio, don Ernesto creyó que tal vez alguien estaba aprovechándose de ella o que algún familiar lejano le pedía ayuda. Pero las semanas pasaban, y la anciana seguía comprando con la misma constancia, como si se tratara de un extraño ritual.

Finalmente, la curiosidad pudo más que la prudencia. Una mañana, mientras le entregaba el paquete de tarjetas, el tendero le preguntó:
Doña Luz, ¿y para qué quiere usted tantas SIM, si ni siquiera usa celular?

Ella levantó la mirada, y una sonrisa cansada se dibujó en su rostro. Con voz temblorosa, respondió:
—…

—Para hablar con los míos, don Ernesto. —Y apretó las tarjetas contra el pecho, como si fueran algo sagrado.

El hombre frunció el ceño, sin entender del todo. Pensó que quizá la anciana deliraba, que la soledad la había llevado a inventarse conversaciones con sus difuntos. Pero había algo en su tono —una serenidad extraña, casi solemne— que le provocó un escalofrío.

Esa misma tarde, impulsado por la preocupación, don Ernesto decidió llamar a la policía municipal. Les contó lo que había visto durante semanas: una anciana que compraba veinte o treinta SIM por semana sin motivo aparente. Los agentes, intrigados, se acercaron al domicilio de doña Luz.

Cuando llegaron, tocaron varias veces la puerta de madera, pero nadie respondió. Sin embargo, desde el interior se oía un zumbido leve, como el de muchos teléfonos vibrando a la vez. Con la ayuda del tendero, los policías forzaron la entrada.

Lo que encontraron los dejó paralizados.

En la pequeña sala, iluminada apenas por una bombilla colgante, había decenas de teléfonos dispuestos ordenadamente sobre una mesa vieja. Todos estaban encendidos. En cada uno, una llamada activa, con un temporizador corriendo… pero nadie hablaba al otro lado. En las paredes, decenas de fotografías enmarcadas mostraban a su esposo, a sus hijos, y a otros vecinos que ya habían muerto. Frente a cada foto, un teléfono.

Doña Luz, sentada en una silla de mimbre, los observó con calma. Tenía los ojos húmedos.
—No quiero que se olviden de mí —dijo despacio—. Y tampoco quiero olvidarlos. Cada número es una voz que alguna vez me habló. Cuando las líneas se apagan, compro otras. Así los mantengo cerca… aunque sea con el silencio.

Uno de los policías, visiblemente conmovido, bajó la vista. Don Ernesto no supo qué decir. Todo el vecindario se había reído más de una vez de sus rarezas, pero nadie imaginó que su extraña colección era un intento desesperado de seguir acompañada.

Los agentes decidieron no confiscarle los teléfonos. Solo le recomendaron que no gastara tanto dinero. Antes de irse, el más joven de ellos colocó su propio número en un papelito y lo dejó sobre la mesa.
—Por si necesita hablar con alguien de verdad, doña —murmuró.

Esa noche, el zumbido de los teléfonos volvió a llenar la casa. Pero entre los murmullos eléctricos, una nueva línea parpadeaba. Doña Luz tomó el celular con manos temblorosas, marcó el número que acababa de recibir y, por primera vez en mucho tiempo, una voz viva respondió al otro lado.

—¿Bueno? —preguntó el agente.
—Buenas noches, hijo. Solo quería agradecerte —susurró ella.

Y por primera vez en años, doña Luz no habló con fantasmas, sino con alguien real.
Desde entonces, cada martes seguía yendo a la tienda… pero ya no compraba SIM. Solo se detenía a saludar a don Ernesto, con una sonrisa nueva, ligera, como quien por fin ha dejado ir a los muertos y ha vuelto a escuchar la vida.