EL VESTIDO QUE NUNCA USÓ
Nadie sabía que Miriam guardaba un vestido. Estaba escondido al fondo del armario, envuelto en papel de seda, con la etiqueta aún colgando. Era azul profundo, con un escote suave y costuras elegantes. Lo había comprado a los 33 años, para asistir a un concierto con su pareja.

Pero ese concierto nunca ocurrió. Siempre había una razón para posponerlo: la enfermedad de su madre, la necesidad de ahorrar, los hijos pequeños, el peso, el cansancio, la falta de tiempo. Y así, pasaron veinticinco años.
Miriam no era infeliz, simplemente estaba ocupada. Cuidaba de todos: de su madre, de sus hijos, de su marido, de la casa, incluso de los vecinos. Siempre respondía que estaba “bien”, aunque su cuerpo se quejara y su risa se volviera cada vez más tenue.
El vestido permanecía en silencio, esperando. A veces lo sacaba, lo miraba, lo volvía a guardar. “Un día lo voy a usar”, se repetía. Pero ese día nunca llegaba. Porque Miriam tampoco llegaba a sí misma.
Cuando cumplió 58 años, los hijos ya se habían marchado, su madre había fallecido, y su pareja se había ido sin despedirse, como quien olvida un paraguas. Miriam quedó sola con la casa, las fotos y un cansancio que ya no era físico, sino hondo y callado.
Una tarde, al limpiar el armario, lo encontró otra vez. El vestido. Lo desplegó con cuidado, como si despertara un secreto dormido. Pero esta vez no lo guardó. Lo colgó en la puerta, lo miró fijo y se hizo una pregunta simple:
—¿Y si empiezo por mí?
Al día siguiente pidió cita en la peluquería, se compró un pintalabios rojo y se inscribió en un taller de cerámica que siempre había deseado. No fue magia. No cambió el mundo. Pero algo se movió dentro de ella.
Una semana después, fue sola a una exposición, vestida con el azul que llevaba esperando veinticinco años. No se maquilló demasiado ni se peinó para gustar. Solo se vistió como si la vida, por fin, le perteneciera.
Al entrar al museo nadie la miró. Pero ella sí se miró: en el reflejo del cristal, en las sombras del suelo, en su propio cuerpo erguido y respirando profundo. Y pensó:
“Tanto tiempo cuidando de todos… y no me di cuenta de que yo también merezco ser la protagonista de mi historia.”
Hoy Miriam sigue usando el mismo vestido. Lo lleva a conciertos, a paseos sin motivo, o simplemente para bailar sola en su casa con la radio vieja. Porque entendió algo que nunca le enseñaron:
“El mejor día no llega cuando todo está resuelto.
Llega cuando decides que tú también importas.”
Si alguna vez pasas por su casa y la ves en la ventana con su vestido azul, no pienses que es una rareza. Es solo una mujer que, al fin, se eligió a sí misma.
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