EPISODIO 1

La noche después del entierro de su madre, Chidinma no pudo dormir. Su padre había muerto años atrás, y ahora su madre lo había seguido, dejándola completamente sola en el mundo. A medianoche, inquieta y llorando, decidió volver al cementerio. Llevaba una linterna y el ramo de flores que había olvidado colocar sobre la tumba durante el entierro. El camposanto estaba en silencio, solo se escuchaban los grillos y el susurro de las hojas en la oscuridad. Sus pies temblaban mientras caminaba hacia el montículo fresco de tierra roja. Se arrodilló, murmuró una oración y depositó las flores con cuidado. Pero cuando levantó la cabeza, el corazón casi se le detuvo.

Allí, sentada justo en el borde de la tumba de su madre, había una anciana envuelta en harapos. Su cabello era blanco, sus ojos brillaban de manera extraña en la penumbra, y sus labios se movían como si hablara con alguien invisible. Chidinma jadeó.

—¿Mamá? —susurró, pensando que quizá su dolor le estaba haciendo ver cosas.

La anciana giró lentamente la cabeza y la miró fijamente, con una mirada tan penetrante como un cuchillo. Luego habló con una voz calmada pero inquietantemente profunda:

—Tu madre no se ha ido, niña. Ella permanece. Pero ten cuidado: su espíritu está inquieto por un secreto que se llevó a la tumba.

La sangre de Chidinma se heló.

—¿Quién… quién es usted? —balbuceó, aferrándose con fuerza a la linterna.

La mujer sonrió débilmente, mostrando una hilera de dientes gastados.

—Solo soy una mensajera —dijo—. Cuando la vela parpadee a medianoche, llámala. Ella responderá.

Y antes de que Chidinma pudiera acercarse, la mujer se puso de pie, encorvada pero firme, y caminó directamente hacia las sombras entre dos altos árboles de iroko. Chidinma la siguió, pero al llegar al lugar no había nadie, solo silencio y un leve olor a incienso flotando en el aire.

Aterrada, corrió de regreso a casa, con la mente cargada de preguntas. Esa noche, permaneció despierta, mirando la vela sobre su mesa. Justo antes de la medianoche, como obedeciendo a una fuerza extraña, la encendió. La llama ardió estable al principio, luego empezó a bailar con violencia, aunque no soplaba ningún viento. El corazón de Chidinma latía con fuerza. Susurró:

—Mamá… ¿estás aquí?

La habitación se volvió gélida. La llama se inclinó hacia adelante, alargándose de forma antinatural, y en ese momento un susurro rozó sus oídos, suave pero inconfundible:

—Chidinma…

Sus manos temblaban tanto que la vela cayó, pero en lugar de apagarse, la llama se extendió por la mesa, formando una figura: una mano abierta que se alargaba hacia ella. Gritó y retrocedió. La mano se deshizo en humo, dejando la habitación oscura y silenciosa. Pero desde las sombras surgió la voz de su madre, triste y urgente:

—No confíes en la sangre que te sonríe. Vendrán por lo que es tuyo.

Chidinma se desplomó de rodillas, con la respiración entrecortada. Entonces comprendió que su vida acababa de cruzar un umbral hacia algo más profundo, algo misterioso, algo que jamás le permitiría volver a estar en paz.

EPISODIO 2

Chidinma no pudo dormir después de aquella noche. La advertencia de su madre —“No confíes en la sangre que te sonríe”— perseguía cada uno de sus pensamientos. ¿Quién era esa “sangre”? ¿Qué querían? Al amanecer, sus ojos estaban hinchados de tanto llorar, pero aun así se vistió con cuidado y fue a su tienda para distraerse. Sin embargo, el mundo ya había cambiado para ella. Cada sonrisa ahora le parecía sospechosa, cada palabra amable sonaba como una amenaza envuelta en azúcar.

Esa tarde, su tío llegó a la tienda. Ni siquiera había dejado que se asentara el polvo de la tumba de su madre cuando empezó a presionarla acerca de los documentos de las propiedades.

—Chidinma —dijo, con una amplia sonrisa que no alcanzaba a sus ojos—, eres demasiado joven para cargar con semejantes responsabilidades. Entrégame los papeles de las tierras de tu madre. Yo me encargaré de todo.

Su voz era suave, pero la advertencia de la noche anterior atravesó la mente de Chidinma. Forzó una sonrisa y mintió:

—Están con mi abogado.

De inmediato, la sonrisa desapareció, reemplazada por un destello de ira que él ocultó rápidamente.

—Muy bien —dijo con frialdad—, pero no guardes secretos a la familia.

Se marchó sin comprar nada, sin siquiera despedirse.

Esa noche, temblando, Chidinma encendió la vela de nuevo. La llama cobró vida, inclinándose de manera antinatural hacia ella.

—Mamá —susurró—, ¿era él? ¿Es el tío el peligro?

La vela tembló violentamente, luego se quedó quieta, casi como si se inclinara en señal de respuesta. Una suave brisa recorrió la habitación, trayendo la voz de su madre:

—Protege lo que es tuyo. Los codiciosos llevan el rostro de la familia. No confíes en nadie.

Chidinma se llevó la mano al pecho, sintiendo cómo el miedo la devoraba por completo.

Al día siguiente, mientras volvía del mercado, sus pasos se detuvieron de golpe. Bajo el viejo árbol de mango cerca de su calle estaba sentada la misma mujer harapienta que había visto en la tumba de su madre. Esta vez, no estaba en silencio: tarareaba una extraña canción, con los ojos fijos en ella. Cuando Chidinma se acercó, la mujer levantó lentamente la mano.

—Niña —dijo con una voz que temblaba tanto de poder como de tristeza—, tus lágrimas son alimento para las sombras. Si lloras demasiado, ellas se alimentarán de ti. Seca tus ojos. La fortaleza es tu único escudo.

Chidinma cayó de rodillas, con la voz temblorosa:

—¿Quién eres? ¿Por qué sigues apareciéndome?

Los labios de la mujer se curvaron en una sonrisa triste.

—Fui enviada. El clamor de tu madre me alcanzó desde el otro lado. Ella no descansa porque aquello que protegió en vida ahora está en peligro. Cuídate de tu tío… cuídate de la sangre que extiende su mano hacia tu herencia. Si la entregas, permitirás que su alma vague sin paz.

Antes de que Chidinma pudiera hacer otra pregunta, la mujer señaló su vientre, susurrando:

—Las estériles no pueden conocer el peso que llevas. Pero recuerda esto: no todos los vientres dan a luz un hijo… algunos vientres dan a luz destinos.

Luego desapareció en el aire, dejando las hojas del mango agitándose aunque no soplaba viento alguno.

Esa noche, Chidinma despertó con el sonido de pasos en su habitación. Se incorporó y vio su vela ya encendida, aunque no la había prendido. La cera se derretía tomando la forma de un ojo cerrado. Los pasos se detuvieron, y la voz de su madre resonó, más firme esta vez:

—Vendrán pronto. Cuando llamen a la puerta, no la abras.

Chidinma permaneció paralizada, con la mirada fija en la puerta de su cuarto. Minutos después, efectivamente, se escuchó un golpe. Lento. Pesado. Repetido. Contuvo la respiración, aferrando la vela como si fuera su último escudo. Los golpes se hicieron más fuertes. Luego, silencio.

Pero cuando finalmente abrió los ojos, la cera sobre la mesa había cambiado de forma: esta vez en la figura de un ataúd.

Su grito desgarró la noche.

EPISODIO 3

Chidinma no salió de casa a la mañana siguiente. Sus manos temblaban mientras repetía en su mente los sucesos de la noche anterior: la cera en forma de ataúd, los golpes lentos en su puerta, la advertencia de su madre. El sueño se había convertido en su enemigo, y aun así no podía escapar de él. Cuando cerraba los ojos veía el rostro de su madre; cuando los abría, distinguía sombras moviéndose en las esquinas de su cuarto.

Al mediodía, su tío volvió, esta vez con una sonrisa distinta, más cálida, casi paternal. Traía comida: arroz con estofado, su platillo favorito cuando era niña.

—Come, hija mía —insistió, empujando el plato hacia ella.

Pero cuando Chidinma levantó la cuchara, se quedó paralizada. Pequeñas plumas negras flotaban en el estofado. Levantó la vista rápidamente, pero su tío la observaba con demasiada atención, con los ojos afilados, esperando. Ella dejó caer la cuchara y fingió toser.

—Comeré más tarde —mintió.

Él frunció el ceño, su máscara de bondad resquebrajándose por un instante. Luego se levantó bruscamente.

—No seas terca, Chidinma. Con papeles o sin papeles, pronto te darás cuenta de que me necesitas.

Esa noche, la mujer harapienta apareció de nuevo—no en la tumba, no bajo el mango, sino dentro de la habitación de Chidinma. Estaba sentada en el borde de la cama cuando Chidinma encendió la vela. Ella jadeó, llevándose la mano al pecho. La voz de la mujer era baja, pero imperiosa:

—Tu tío ha abierto su boca a los espíritus. Les ha prometido algo que no le pertenece.

Chidinma tragó saliva.

—¿Qué es lo que quiere?

Los ojos de la mujer ardieron como brasas.

—La tierra de tu madre. Su legado. Y si te niegas, tu sangre.

Las rodillas de Chidinma cedieron, cayendo junto a su cama.

—¿Por qué yo? ¿Por qué me está pasando esto?

La mujer se inclinó más cerca, su aliento frío rozando el oído de Chidinma.

—Porque los destinos nunca se dejan sin prueba. El mundo siempre pondrá a prueba lo que es sagrado.

De pronto, sin previo aviso, la mujer tomó la mano de Chidinma y le colocó algo en la palma. Era áspero, vivo, se retorcía. Cuando abrió el puño, gritó: era un pequeño lagarto negro. Pero en lugar de huir, reptó hacia la llama de la vela y se quemó en cenizas al instante. Los ojos de la mujer se entrecerraron.

—Así caerán tus enemigos, si no te inclinas.

Al día siguiente, la noticia corrió rápido por el pueblo: el tío de Chidinma se había desplomado en el mercado, gritando cosas extrañas antes de perder el conocimiento. Testigos afirmaron que repetía una y otra vez: “¡La tierra es mía! ¡La tierra es mía!”, hasta que empezó a echar espuma por la boca. La gente murmuraba que estaba maldito, que la codicia lo había arrastrado a la locura. Chidinma tembló al escucharlo, pero en lo más profundo de su corazón sabía que no era locura: era la consecuencia de lo que su madre le había advertido.

Pero su alivio no duró. Esa noche encendió de nuevo la vela, y la voz de su madre volvió, más suave esta vez, pero urgente:

—El peligro no ha desaparecido. Uno ha caído, pero otro se levanta. Debes ser fuerte, hija mía. Quien menos confíes, pronto puede ser quien sostenga el cuchillo en tu espalda.

La cera goteaba rápido, formando figuras sobre la mesa. Esta vez, no era un ojo ni un ataúd: era una cuna.

Las manos de Chidinma temblaron violentamente mientras la observaba. Una cuna significaba un niño. Un destino. O… un sacrificio.

Antes de que pudiera entenderlo, la mujer harapienta volvió a hablar, su figura parpadeando en la esquina del cuarto como una sombra atrapada entre dos mundos.

—La batalla ya no es solo por la tierra. Es por la vida que aún no ha nacido. Y si no eliges con sabiduría, lo que llevas te enterrará.

Chidinma se quedó inmóvil, la boca seca.

—¿Lo que llevo? —susurró.

La mujer sonrió débilmente, casi con lástima.

—Sí. Tu vientre ha sido elegido. Y no todos los vientres dan a luz a un hijo… algunos vientres dan a luz a maldiciones.

La vela se apagó al instante, sumiendo la habitación en una oscuridad asfixiante.

EPISODIO FINAL

La noche en que la vela se apagó, Chidinma pensó que su corazón se detendría. La oscuridad se apretaba contra las paredes como si tuviera vida propia. Tanteó en busca de cerillas, con la respiración entrecortada, pero antes de poder encender una, un murmullo bajo llenó la habitación: la misma melodía inquietante que había escuchado de la mujer andrajosa bajo el árbol de mango. De pronto, la vela se encendió sola, con una llama más alta y más oscura que antes. La cera se derramaba en formas extrañas, moviéndose como serpientes líquidas sobre la mesa.

La mujer apareció de nuevo, pero ya no en harapos. Ahora vestía una tela blanca que brillaba tenuemente a la luz de la vela. Su rostro ya no estaba descompuesto ni salvaje: era radiante, aunque en sus ojos seguía ardiendo aquel fuego de tristeza. Chidinma retrocedió, con las rodillas débiles. —¿Quién eres? —exigió—. ¡Hablas en acertijos! ¡Dime qué quieres de mí!

La mirada de la mujer la atravesó. —No soy lo que piensas. Soy la hermana que tu madre perdió antes de que nacieras. Soy su sangre, pero fui arrojada, olvidada, condenada a vagar. La locura me vistió, pero el propósito me mantuvo viva. Tu madre me envió, porque solo la familia puede luchar contra la familia.

La boca de Chidinma se abrió de golpe. —¿Tú… tú eres mi tía?

La mujer asintió lentamente. —Sí. Pero más que eso, soy la sombra que camina entre mundos por el bien de tu madre. Y vine a advertirte: la cuna que viste en la cera no fue casualidad. Tu vientre está marcado. Darás a luz a un hijo, pero ese hijo restaurará a tu familia… o la destruirá para siempre.

Chidinma sacudió la cabeza con violencia, las lágrimas corriendo por su rostro. —No, no, ni siquiera estoy… —Se detuvo. Un recuerdo le golpeó: las primeras palabras de la mujer en la tumba, la forma en que había mirado su vientre, las advertencias repetidas en cada mensaje. Temblando, Chidinma susurró: —¿Estoy embarazada?

El silencio de la mujer fue suficiente respuesta.

En ese mismo instante, un trueno retumbó afuera, aunque el cielo estaba despejado. La puerta de la habitación se sacudió con violencia, como si alguien intentara derribarla. La voz de su madre llenó la estancia, más fuerte que nunca: —¡Vienen por el niño! ¡Protégelo! La puerta se abrió de golpe: su tío irrumpió, con el rostro retorcido, los ojos inyectados en sangre, espuma en la boca. Se lanzó hacia ella gritando: —¡La tierra! ¡La sangre! ¡El niño es mío!

Antes de que Chidinma pudiera gritar, la mujer levantó la mano. Una fuerza invisible, poderosa, lo arrojó contra la pared. Él se retorció en el suelo, tosiendo un líquido negro. La voz de la mujer retumbó, como si dos voces hablaran a la vez: —La codicia no tiene herencia aquí. ¡Desaparece! Con un último alarido, el cuerpo del tío quedó inmóvil, sin vida.

Chidinma permaneció helada, con las lágrimas cayendo libremente, las manos presionadas contra su vientre. La mujer se volvió hacia ella, desvaneciéndose poco a poco como humo. —Recuerda, niña —susurró—, no todos los vientres engendran hijos. Algunos vientres engendran destinos. Guarda el tuyo, porque es el último regalo que tu madre dejó en este mundo.

Y, en un instante, desapareció.

La vela se consumió por completo. La habitación volvió al silencio. Chidinma se desplomó en el suelo, con las manos temblorosas sobre su vientre. Por primera vez desde la muerte de su madre, comprendió: su vida ya no le pertenecía. Llevaba en su interior no solo sangre, sino destino.

A la mañana siguiente, cuando los aldeanos encontraron el cuerpo de su tío torcido de forma antinatural en su patio, susurraron sobre maldiciones y espíritus, sobre justicia llegada desde el más allá. Pero Chidinma sabía la verdad. Ella había sido elegida, y su camino jamás volvería a ser ordinario.

Levantó la vista hacia el cielo matutino y murmuró: —Mamá, lo protegeré. Protegeré lo que me dejaste.

Y desde algún lugar lejano, arrastrada por el viento, escuchó la voz de su madre por última vez: —Ahora, puedo descansar.

Fin